'Seis grados de libertad', de Nicolas Dickner
Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca
Seis grados de libertad
Nicolas Dickner
Traducción de María Sierra Córdoba Serrano
Txalaparta
Navarra, 2017
297 páginas
¿Qué existe en el planeta que carezca de menos identidad que un contenedor que viaja en barco, uno de esos millones que cargan millones de cosas que se distribuyen por millones de sitios en el planeta? Existen muchas formas de viajar, pero ninguna tan carente de sentido como la del contenedor. Ninguna tan vacua, tan ignorada, tan incapacitada para ser otra cosa que un contenedor. Su valía no radica en ser contenedor, sino en el vacío que contiene o lo que contendrá ese espacio vacío. A partir de esta idea, Nicolas Dickner construye una novela que es puro realismo a la par que distopía. Dickner nos recuerda, como si no lo hubiéramos aprendido, que el futuro es esto: el absurdo y la tecnología, la pobreza y el litio para combatir la depresión de quien puede permitirse tenerla, la estupidez y la mayor de las estupideces, que es confundir la felicidad y la libertad con renovar cada seis meses el mobiliario adquirido en IKEA. Este consumismo es la forma estúpida en que se ha sustituido al litio y a los otros antidepresivos. IKEA es símbolo de falsa identidad, que es lo que caracteriza la distopía, de ahí que uno pueda robar la de otro, cosa tan absurda como ir de compras, cuando existen tantas por elegir en un mundo en el que la gente no se conoce.
Eso en lo que concierne al sentido de la novela. Pero la forma que tiene se caracteriza por tres cualidades: una narración en presente del indicativo, que nos permite ver lo que sucede, pero no la periferia, lo que queda fuera del encuadre, por muy omnisciente que sea el narrador; una doble narración en paralelo, protagonizada por dos mujeres que sabemos, en cierta medida pero no con total garantía, que una aparenta ser delincuente y la otra detective; un relato que a medida que avanza se parece más a una novela de espías, con su final sorprendente en el que encajan todas las piezas, incluida la emigración y la sublimación del tráfico humano en contenedores de barco. Las dos protagonistas se presentan con similar fuerza, no ya debido a su carácter, sino a su entorno, a esos personajes secundarios que marcan el pasado: una de ellas es insomne y padece algo que podríamos llamar fratofilia, una obsesión monomaníaca por un padre con demencia senil, a la par que es especialista en contrabando de residuos. La otra es una mujer a la que no le importa romper las reglas y está emparejada con un hombre que sufre una agorafobia aguda, algo poco casual, dado que las grandes ágoras contemporáneas y futuras son los centros comerciales; dicho de otra manera, su pareja la aleja del consumismo.
Para el desarrollo de la acción, Dickner se vale del hackeo, de los instrumentos más avanzados de la técnica, a la par que del seguimiento callejero. En realidad, Dickner se salta todo el siglo XX para mostrarnos unos puertos y polígonos industriales propios del XIX, a la par que el uso de GPS o de Street View, propio del XXI. Todo esto, eso sí, desenvolviéndose a medida que se acercan los días de Navidad y descubriéndonos las inverosímiles rutas marinas, otra gran estupidez consumista: ¿qué necesidad hay de que los osos de peluche viajen tanto para llegar casi al mismo sitio tras una vuelta al globo terráqueo? Hay denuncia de la estupidez humana, pero también mucho oficio para construir una estructura tan estable como elaborada. Una novela estupenda, un acierto que debemos agradecer a la gente de Txalaparta, cuya labor no está lo bastante valorada en este mundo de los libros.