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La seducción (2017), de Sofia Coppola

 
Por Irene Zoe Alameda.
A modo de palíndromo ha querido Sofia Coppola dar al mundo en 2017 su particular versión de El seductor, la película que en el año 1971 protagonizaron Clint Eastwood, Geraldine Page y Elizabeth Hartman. Las diferencias entre la original y su actualización son notables y no dejan muy bien parada –por algo aburrida e insustancial– a la más reciente.
La seducción narra la acogida y ocultación de un soldado unionista malherido en un internado femenino en el territorio confederado de Virginia. Ante su indefensión y el temor de ser entregado como prisionero de guerra por las mujeres a sus enemigos, el hombre termina haciendo uso de su poder de seducción para trazar alianzas secretas con algunas de las habitantes de la casa.
Mientras la película de Don Siegel era lúbrica, violenta y contenía acción, la de Coppola presenta a un personaje masculino impertérrito e irrelevante. La directora juega a sugerir, pero lo hace sin echar mano de recursos cinematográficos poderosos, con lo que desdibuja un guion que debería constituir un estudio del tabú sexual y de los juegos de poder que el deseo reprimido desata. Basada en la novela A Painted Devil de Thomas P. Cullinan, para la nueva versión se parte del mismo guion firmado cuarenta y seis años atrás por Irene Camp y Albert Maltz. Así pues, se comprende al comparar ambas cintas que el crédito adicional de guionista que se atribuye Coppola es el resultado de una “poda” en virtud de la cual borra secuencias, anula personajes, adelgaza la trama y desprovee de lascivia y sutileza psicológica las interacciones de los personajes.
De interés es la fotografía preciosista, marca personal de la directora, como también lo son el uso de la voz con el que Nicole Kidman construye su personaje de Miss Martha –la directora del colegio–, y el desmoronamiento físico y el aura de amargura con los que Kirsten Dunst hace lo propio con su Edwina Morrow –la profesora solterona de la institución–. Sin embargo, Coppola renuncia a la oportunidad de adentrarse en el personaje de la adolescente Alicia –una Elle Fanning desaprovechada aquí–, y olvida dirigir a un Colin Farrell inexpresivo en su papel del cabo McBurney, hasta el punto de dejar editados parlamentos en los que se le escapa su acento irlandés del siglo XXI.
Es probable que, con un poco más de tiempo para interiorizar la historia y regurgitarla a través de su visión, habitualmente audaz y original, la autora hubiera logrado ofrecer un fresco amplio y atractivo sobre los mecanismos que la lujuria activa en la lucha por la manipulación y la supervivencia. Aunque la obra de 1971, con la presencia magnética de Clint Eastwood, ponía el listón muy alto, un mero remake habría bastado para resucitar el ambiente opresivo de esas hembras asediadas por la muerte y el olvido. En su lugar, la directora y también productora ha preferido recortar un guion perfecto y abaratar un rodaje que, no obstante, le consiguió un premio en Cannes y le está permitiendo recuperar una exigua inversión en un tiempo récord.
 

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