Por: Pablo Agudo Hernández
[Reflexiones sobre filosofía, pintura y música]

“Los árboles tan solo tienen tiempo desde el punto de vista de las palabras…Se llaman “árboles” sólo para jugar al despiste”

Nichita Stănescu

Pollock. Image property of the Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, NY.


El siglo XX es testigo de una revolución artística sin precedentes. Desde sus primeros años asiste a la proliferación de una multitud movimientos artísticos tan diversos y novedosos como el Expresionismo, el Fauvismo, el Futurismo, el Surrealismo, el Expresionismo abstracto, el Dadaísmo, el Modernismo…etc. caracterizados por una ruptura más o menos radical con las formas de representación tradicionales. La proliferación de estos movimientos constituye el síntoma o la consecuencia de la descomposición del sistema de representación artístico tradicional, asentado desde el Renacimiento en la figuración y en la idea de imitación de la realidad (mímesis). Aunque los indicios de esta descomposición pueden rastrearse hasta dar con algunos autores previos, que pudieron constituir el germen de lo que más tarde eclosionaría, tales como William Turner o Van Gogh, podemos sin duda hablar de una quiebra, de un derrumbamiento, de auténtico colapso del que nacerían formas de representación tan radicalmente nuevas como las mencionadas.
 
Si bien dicho colapso se inscribe en un complejo circunstancial verdaderamente extenso, cuyo estudio pormenorizado constituiría una tarea inacabable, podemos encontrar una expresión particularmente significativa de este proceso en la figura del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, en la cual cabe reconocer un hito, un punto crítico que determina un antes y un después. Su muerte, en Weimar, en el año 1900 (y sumido definitivamente en la locura), en este sentido, no podría ser más simbólica. Históricamente, Friedrich Nietzsche se erige como portavoz o reportero de un derrumbamiento sin precedentes, de la consumación de una era y una cultura cuyas raíces se hunden en los siglos. Su obra trata de plasmar un momento de la Historia, semejante a un paisaje vespertino en el que, tras haber brillado durante todo el día, finalmente desaparece el sol. Su obra da cuenta de la declinación de una luz, de un ocaso. La expresión más representativa de este acontecimiento cabe encontrarla en la idea de la Muerte de Dios. Es difícil exagerar la importancia y el alcance de esta idea, no resulta sencillo asimilar sus últimas consecuencias. El propio Nietzsche señaló que aun debía pasar mucho tiempo hasta que fuese totalmente comprendido su significado: “Este enorme suceso todavía está en camino y no ha legado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, los actos necesitan tiempo incluso después de realizados, a fin de ser vistos y oídos”.
 

Kandinsky


Desde un punto de vista ontológico, la Muerte de Dios significa literalmente el fin de un mundo y la emergencia de un mundo nuevo, caracterizado por la disolución de las substancias, por la pérdida de sentido del concepto de objeto, fundado en la idea de lo absoluto y lo trascendente. Es importante señalar que la Muerte de Dios no sólo tiene consecuencias epistemológicas, sino que además pone en juego a la propia ontología, es  decir, no sólo refiere al modo en el que nos aproximamos al mundo, sino al mundo mismo. En última instancia, la Muerte de Dios implica la sustitución de un mundo duradero, permanente y concluso, asentado en los atributos divinos (eternidad, trascendencia), por un mundo literalmente intrascendente, radicalmente temporal, cuya permanencia no es más que una ficción soñada por el hombre. Los objetos que pueblan este mundo no son a partir de ahora más que abstracciones deducidas (o mejor, creadas, literalmente imaginadas) a partir de un torrente ininterrumpido de luces y colores que fluye a través de los instantes, tras el cual no cabe ya suponer una entidad real, un soporte, una verdadera referencia. Después de este “enorme suceso”, el mundo se torna líquido, inaprensible, queda reducido a un fluido de colores, luces, reflejos y destellos, un mundo que caduca a cada instante. El mundo huidizo del poeta o del músico viene a sustituir al mundo sólido e imperecedero del filósofo y del religioso asentado en realidades trascendentes. Asistimos al mundo representado en las Composiciones de Kandinsky o en las obras de Pollock. En ellas reconocemos la expresión pictórica exacta de esta realidad: vorágines de color no subsumidas o supeditadas a las categorías de identidad o de objeto, carentes por completo de partes. Superposiciones de trazos negros, azules, violetas y amarillos, de manchas verdes, púrpuras, rojas…no existe simetría, ni atisbo de figuración. Representan un mundo que ha asumido la irrealidad del concepto, un mundo sin palabra, sin número. Las obras de estos dos pintores llevan al extremo la ruptura con el modelo tradicional de representación, asentado en la figuración, en la diferenciación espacial de estructuras, en la presencia de entidades definidas. Tal es el mundo delineado en la obra de Nietzsche. La Muerte de Dios reduce al absurdo la idea de la cosa en sí, del objeto. El árbol que vemos deja de existir. Su unidad se diluye en el tiempo en un fluido indiferenciado, ahora tan solo sostenido por el propio concepto árbol (“de la rosa no queda sino su nombre”). La realidad de lo trascendente – esto es, la realidad del concepto, su presunta referencia – queda suprimida definitivamente mediante la supresión de la trascendencia misma. “Los sentidos – dice Nietzsche – no mienten de ninguna manera. Lo que nosotros hacemos de su testimonio, eso es lo que introduce la mentira, por ejemplo la mentira de la coseidad, de la substancia, de la duración…” Desde un punto de vista ontológico, “el hombre loco” de La Gaya Ciencia, da cuenta de la sustitución del sol por la linterna, la sustitución de la realidad imperecedera por la incesante caducidad. A través del pensamiento de Nietzsche accedemos a la realidad líquida de Heráclito, filósofo a quien el alemán concedía un puesto preeminente en la Historia del Pensamiento. En su obra encontramos la expresión clara de la declinación de un mundo sólido poblado por objetos por otro mundo bruto, indiferenciado y en constante movimiento. Un mundo líquido, inasible. Las obras de Pollock y de Kandinsky presentan una realidad primitiva, ajena a “la mentira de la coseidad, de la substancia, de la duración”. Asistimos a la realidad como inmanencia, como devenir, como fuga. Como música.
 
El propio Kandinsky, después de presenciar Lohengrin, de Wagner, (curiosamente, una figura de capital importancia en la vida del filósofo alemán) expresó su deseo de plasmar el sonido como color y forma, de representar pictóricamente la realidad musical. En las ondulaciones de la música de Wagner, Kandinsky halló colores y luces que evocaban a los de Moscú, su ciudad natal. Llegó a considerar que, en última instancia, la música y la pintura eran realidades indisociables. Sus composiciones responden a la necesidad de plasmar una realidad de naturaleza musical. Igualmente, la obra de Pollock se caracteriza por un rechazo visceral a la geometría, a la figuración, al objeto. Sus obras constituyen expresiones caóticas y desmesuradas, dionisíacas, alejadas de la ratio y la mesura apolíneas. Tanto en la obra de Pollock como en la de Kandisnky se adivina el anhelo de indiferenciación, de disolución de las estructuras, el gozo de la fuga y el dinamismo, el “eterno placer del devenir” que menciona Nietzsche, la embriaguez dionisíaca en la que, como en la música, lo individual queda finalmente fundido en lo Absoluto. En las obras de estos dos artistas (aunque no sólo en éstas, podemos apreciarlo igualmente en ciertas composiciones de Willem de Kooning, Kantor, Boeckl, Witkiewicz…), podemos observar con inigualable nitidez el cambio de un sistema de representación mediado explícita (como consecuencia) o implícitamente (como expresión) por la idea nietzscheana de la Muerte de Dios. Su obra puede interpretarse como la expresión gráfica de una idea que ya a finales del siglo XIX preconizaba el signo del siglo XX. En ella encontramos la asunción de sus conclusiones últimas. En este sentido, podríamos concebir a estos artistas no ya como pintores abstractos, sino como paisajistas. Como paisajistas de La Muerte de Dios. Quizá como verdaderos hiperrealistas.
 

“¡Las luces y colores de todas las cosas han cambiado!”

Friedrich Nietzsche

La Gaya Ciencia