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António um dois três (2017), de Leonardo Mouramateus

 
Por Miguel Martín Maestro.
Cuando un esquema funciona el cine estaba tardando en repetirlo y adaptarlo. Así se demuestra que el cine de Hong Sang soo y el de Matías Piñeiro no son tan simples, fáciles o esquemáticos, que las variaciones con repetición, o sin ella, además de un complejo formulismo matemático, una forma de crear música y de narrar un relato escrito, también pueden proporcionar un gran goce llevado a la pantalla. Y así conectamos a Leonardo Mouramateus y su primera película, con el cine del director coreano y del director argentino, influencias más que notorias y menos cuestionables que hacer de esta película una nueva versión de Noches blancas de Dostoievski. Visconti, Bresson, Vecchiali tienen su particular forma de trasladar el texto clásico a imágenes, Mouramateus tiene el suyo, alejado de la literalidad, adaptación libérrima y anárquica de los sueños del joven Antonio, adaptación de ligereza encomiable, de sentido del humor finísimo, de juventudes en marcha en busca de amor y trabajo a base de recuerdos de tiempos y lugares inolvidables.
Una joven duerme en un tren de cercanías, próxima estación, Santos. Estamos en Lisboa, aunque apenas se note. El plano sobre el rostro de la joven Débora que duerme, como más tarde dormirá en plena función teatral, (aún no sabemos ni su nombre ni su importancia) la cámara abandona el interior del vagón y rueda el exterior de la estación desde la altura, dos vías, dos trenes que llegan al mismo tiempo en direcciones opuestas. Vidas que van y vienen, que avanzan y retroceden, que se mezclan y dan lugar a diversas interpretaciones, igual que va a ocurrir en la película: los mismos personajes que aparecen en tres momentos y con bagaje parecido pero no idéntico, el 1, 2, 3 del título pero que en nada recuerda a Wilder. Hay un hilo conductor, el de Antonio, pero que no implica que el resto de personajes como Débora, Mariana, Johnny, Teresa… carezcan de entidad e interés. Sentimos el libre espíritu creador y la misma sensación de bienestar que con la sorprendente película portuguesa de 2016 John From, en esta coproducción entre Brasil y Portugal (pequeño gran país en lo cinematográfico, tan olvidado como el nuestro por sus poderes públicos en lo relativo a la cultura). El director brasileño rueda en Lisboa, pero es una Lisboa apenas reconocible, apenas sus tranvías o sus cuestas, pero sin ceñirse a la imagen turística estándar, es una película de rostros y planos medios, no de estampas o nostalgias tranviarias o de elevadores ferroviarios.
Antonio tiene sus sueños, pero son cambiantes, añora a Mariana pero eso no le impide seducir por una sola noche a Débora, o puede que muestre indiferencia por los piropos de Mariana centrando su atención en Débora cuando en otra parte de la película se conocen en situaciones diferentes; son los mismos personajes pero con distintas perspectivas y expectativas, o puede utilizar el recuerdo de Mariana, sin conocer todavía a Débora, para enfrentarse, en una de las mejores escenas de la película, y hay muchas, al inconformismo condescendiente de Johnny al grito de “aprende a perder”. Es una película mutante donde los personajes vienen condenados a repetir situaciones en días y espacios diferentes, en realidades distintas, Antonio pasa de vagabundo sin techo a técnico de iluminación de una obra de teatro que Johnny dirige, y después a actor de la misma obra sin director conocido. No es una sucesión de hechos que ocurra en tiempos diferentes, ni actores que interpreten diferentes papeles, sino que asistimos a tres posibles relatos de una misma situación, leves interferencias que mantienen  una idea central que se repite, pero que parece diferente a fuerza de cambiar levemente el argumento o la intervención y aparición de los protagonistas. Sueños que, como recita Antonio, representan a «haber andado tanto tiempo que, de tanto andar, ha olvidado donde estaba”, porque ya se apunta que la frase de Heráclito no es del todo cierta y se apuesta por Parménides, con un buen caballo o bicicleta es posible bañarse dos, y hasta tres veces, en el mismo río si la corriente es lenta.
Y es así, la película es reposada y hablada, a veces recitada y otras voceada, en ocasiones contemplativa y hermosa, en otras cerrada sobre sí misma. Antonio es muchos jóvenes que tienen el corazón roto, destrozado, sucio, pero lleno de amor, que no olvida, o que olvida a su anterior amante, buscando calor en otra mujer aun sabiendo que, a la mañana siguiente, cogerá un avión para volver a Brasil, una noche blanca que funciona elípticamente en la película porque entre Antonio y Débora el amor llega durante el día y la conversación durante parte de la noche. En este ir y venir lisboeta, cruzando el río para perder el último ferry, el reproche que Antonio lanza a Johnny parece que el director se lo dirige a sí mismo en pleno ataque humorístico, “te odio, artista arrogante brasileño, tengo que invitarte y pagarte el barco porque el real es 5 veces más barato que el euro, insoportable brasileño”, como si Antonio estuviera ya harto de los vaivenes a los que le somete el director (brasileño) y se desquitara de los continuos cambios argumentales, de actores y de iluminación de la obra que están ensayando. Tres historias elementales y ligeras que forman una sola donde el tiempo se estira y se comprime a elección del director, provocando una sonrisa de estupefacción y una fábula romántica de vuelo rasante donde el futuro importa muy poco porque lo que cuenta es vivir el presente y olvidar el recuerdo que atenaza. Estimulante ópera prima de una filmografía que empuja y se rebela.
 

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