El juicio contra la primera novela lésbica en Inglaterra
Por Alejandro Gamero (@alexsisifo)
En 1926, después de publicar su novela Adam’s Breed, que se convertiría en un éxito de ventas y le reportaría multitud de premios, la escritora Marguerite Radclyffe Hall estaba en lo más alto de su carrera literaria. La autora llevaba tiempo dándole vueltas a la idea escribir una novela sobre lo que entonces se llamaba inversión sexual y todo parecía indicar que ahora que tenía una reputación que le garantizaba llegar a un mayor número de lectores era el momento. Así mismo era consciente de que el escándalo que se produciría podría echar a perder todo lo que había conseguido hasta la fecha, pero si conseguía poner fin al silencio que había en torno al tema de la homosexualidad, lo trataba como algo natural y generaba un sentimiento más tolerante hacia él, entonces el riesgo habría merecido la pena.
Durante los dos siguientes años Hall estuvo trabajando en lo que sería El pozo de la soledad. La novela trata sobre una mujer de la alta sociedad inglesa cuya homosexualidad –en la novela se le llama en todo momento inversión sexual– es evidente desde su juventud más temprana; la protagonista se enamora de otra mujer a quien conoce mientras trabaja como conductora de ambulancias durante la Primera Guerra Mundial, demostrando que las lesbianas podían desempeñar labores valiosísimas dentro de la sociedad. La felicidad de la pareja, sin embargo, se ve afectada por el rechazo social y el aislamiento que producen en aquellos que las rodean.
En las décadas de 1970 y 1980 hubo autores que consideraron que El pozo de la soledad tenía un importante componente autobiográfico y que la relación que se muestra en la novela podía ser paralela a la que mantuvo la escritora con la escultora Una Troubridge, pero lo cierto es que Hall guarda pocas semejanzas con la protagonista del libro, más allá de que ambas pertenecieran a una clase social acomodada y que vistieran como hombres, con pantalones, chaquetas entalladas y pelo corto. Antes bien, podría pensarse que lo que hizo Hall para crear a su personaje fue combinar distintas características de algunas de sus amantes de juventud.
Después de varios rechazos editoriales, Hall envió el manuscrito de la novela a Jonathan Cape, quien, aunque receloso, aceptó a publicarlo convencido del potencial comercial que tenía el libro. Eso sí, lo hizo bajo el compromiso de no cambiar ni una sola coma del original. La primera tirada, de 1.500 ejemplares, fue discreta para evitar sensacionalismos y se vendió a un precio elevado para que solo la compraran aquellos que estaban verdaderamente interesados en el libro. Las primeras opiniones no se hicieron esperar y fueron bastante variadas, sin que ninguna de ellas llegara a poner el grito en el cielo. Algunos críticos la consideraron excesivamente moralista, otros alabaron su sinceridad, y también los hubo que mostraron empatía con el tema. Para Leonard Woolf, marido de Virginia Woolf, estaba mal estructurada y muy descuidada en cuanto a su estilo.
El escándalo estalló cuando el libro cayó en manos de uno de los editores del diario Sunday Express, James Douglas, férreo cristiano, moralista y defensor de la clásica masculinidad, famoso por sus polémicos editoriales sobre el voto femenino o sobre la novela moderna. Un mes después de su publicación, Douglas orquestó una campaña de desprestigio del libro, apoyado por otros periódicos, soltando perlas como que «la inversión sexual y la perversión» eran ya demasiado visibles, que una novela como esa hacía que la sociedad necesitara «limpiarse a sí misma de la lepra de esos leprosos» o que los invertidos estaban malditos por decisión propia pero había que evitar que otros fueran corrompidos por su propaganda, especialmente los niños. De ahí que escribiera: «Preferiría darle a un niño o a una niña saludable una botella de ácido prúsico antes que esta novela. El veneno mata el cuerpo, pero el veneno moral mata el alma». Al mismo tiempo pedía que el Ministerio del Interior tomara cartas en el asunto.
Las palabras de Douglas dejaron indiferente a Hall, pero Cape, su editor, en un ataque de pánico, envió una copia de la novela al Ministerio del Interior pidiéndole su opinión y ofreciéndose a retirarla en caso de que lo consideraran oportuno. La respuesta del Ministro del Interior, el conservador William Joynson-Hicks, no se hizo esperar: El pozo de la soledad se consideraba «gravemente perjudicial para el interés público» y si no se retiraba de forma voluntaria se iniciarían acciones legales. Pero aunque Cape interrumpió la publicación, vendió los derechos de la novela a Pegasus Press, un editorial de lengua inglesa en Francia que imprimió el libro en París y lo mandó de vuelta a Londres. Todo el proceso no hizo sino aumentar las expectativas del público y cuando reapareció se vendió todavía con más rapidez. Cuando el Ministerio del Interior se enteró ordenó incautar los libros y citó judicialmente a Cape para que explicara por qué no se habían destruido los libros.
Una parte de la prensa empezó a ponerse entonces de parte de Hall y en contra de James Douglas y del Sunday Express. Los intelectuales y escritores también comenzaron a movilizarse. H. G. Wells y George Bernard Shaw publicaron un artículo en el que se criticaba la actuación del Ministerio del Interior. Leonard Woolf y E. M. Forster planearon hacer una carta de protesta que iría firmada por autores como Shaw, T. S. Eliot, Arnold Bennet o Virginia Woolf, sin embargo, Hall se opuso a la redacción inicial porque no únicamente se hacía referencia a la polémica y a la libertad de expresión y no se hablaba por ninguna parte del mérito artístico y de la genialidad del libro –ideas con las que Leonard no estaba de acuerdo–. Finalmente la carta quedó reducido e un pequeño texto, firmado por Foster y por Virginia Woolf, en el que se lamentaba el tremendo mal que la censura hacia en los escritores.
Muchos de los testigos que la defensa llamó para testificar se negaron. El novelista Evelyn Waugh alegó que no se había leído el libro y Bernad Shaw dijo que él era demasiado inmoral como para ser un buen testigo. El día del juicio se presentaron cuarenta testigos, incluyendo a Virginia Woolf, a Forster y algunas otras personalidades. De todos modos, no se les escuchó, ni a ellos ni a nadie, porque el tribunal consideró que debía tomar la decisión sin oír ninguna opinión. El abogado de la defensa, en un primer momento, trató de quitar hierro al libro, pero Hall se enfadó con este argumento porque ninguneaba la intención original de la novela y finalmente la estrategia se enfocó a resaltar que el libro no tenía una intención obscena sino que trataba sensibilizar sobre una cuestión social. La sentencia final alegaba que el mérito literario era irrelevante y que la novela era obscena e inmoral, así que se dio la orden de que fuera destruida. La apelación, que incluía un testimonio de Ruyard Kipling que tampoco fue escuchado, fue inútil.
Poco después Cape vendió los derechos a una editorial estadounidense y se produjo un proceso similar al que tuvo la novela en Inglaterra. En un juicio en el que declararon autores como Hemingway, Upton Sinclair o John Dos Passos, la defensa argumentó el antecedente de Mademoiselle de Maupin de Théophile Gautier, que describía una relación lésbica de forma más explicita que El pozo de la soledad y que fue absuelta en 1922. Con más razón, la novela de Hall debía ser liberada de todos los cargos, puesto que su tono era más serio y su compromiso contra la intolerancia y la incomprensión más firme que el de Gautier. En Inglaterra el libro no volvería a ser reimpreso hasta 1949, seis años después de la muerte de su autora.
Lo curioso es que en el mismo año en que fue publicado El pozo de la soledad, se publicaron otras tres novelas de temática lésbica en Inglaterra y ninguna de ellas sufrió ningún tipo de censura: El hotel de Elizabeth Bowen, Orlando de Virginia Woolf, y Mujeres extraordinarias de Compton Mackenzie. Esta última estuvo en el punto de mira, pero se descartó porque el libro carecía de la seriedad de la novela de Hall –para desgracia de su autor, que imaginaba que la publicidad producida por un escándalo aumentaría las ventas–. Además habría que añadir una última novela lésbica ese mismo año, El almanaque de las mujeres de la norteamericana Djuna Barnes, que contenía un personaje basado en Radclyffe Hall, pasajes que de alguna manera podían ser una respuesta a El pozo de la soledad y un contenido sexual mucho más explícito. Barnes no tuvo ningún problema porque su libro fue publicado exclusivamente en Francia.
Quizá a Leonard Woolf no le faltara razón en sus juicios sobre la novela de Hall. Tal vez el tratamiento que se hace de la homosexualidad no es el que cabría esperar en nuestros días; el concepto de inversión sexual implica la inversión de rol, por lo que se acaba definiendo el lesbianismo en términos de masculinidad –lo que se refleja en su vestimenta o en sus costumbres–. En ese sentido casi habría que hablar de transgénero. Acaso Hall, que era devota católica, le dio a toda su historia un enfoque extrañamente religioso. Puede que el libro haya perdido actualidad y que ni siquiera nos quede un mínimo de calidad literaria para sostenerlo. Sea como fuere, El pozo de la soledad convirtió la homosexualidad en un tema más común. Y toda la polémica que las autoridades generación alrededor de la prohibición del libro no hizo sino darle aún más bombo a la cuestión. Pasado el tiempo, el Ministerio del Interior reconoció este hecho en una nota: «Es notorio que el proceso contra El pozo de la soledad dio como resultado una publicidad sobre el lesbianismo infinitamente mejor que la que se hubiera hecho si el libro no hubiese sido procesado». De ahí que, y esto también hay que agradecérselo al libro de Hall, fueran mucho más comedidos censurado libros posteriores de temática lésbica.
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Es muy interessante quisiera comprar el libro intolerancia que aun no hay como en esa epoca abrá sido terrible El pozo de la soledad