CreaciónCuentistasCuentoCuento ActualCuento creación

Los Relatos de Culturamas: Historia ínfima, de Leticia Rodríguez Melián

Las historias minúsculas son las que dibujan la vida, y eso creo que lo sabemos tod@s l@s que estamos viv@s. Basta notar correr la sangre por las venas.
Literariamente, basta recordar las magníficas Vidas minúsculas de Pierre Michon para ver cómo a través de la recreación de los don nadies se puede dibujar la historia. Al menos desde Chéjov hay una parte muy importante de la cuentística que trata de recrear la vida con un realismo que sea verosímil, y que tiende a fijarse en los pequeños detalles que la tejen.
Nuestra cuentista de la semana, Leticia Rodríguez Melián, nos promete una de esas historias pequeñitas, hasta la llama ínfima. Y nos disponemos a leerla, incaut@s, creyendo estar entrando en un terreno conocido. Pero basta cruzar la primera línea, terminar el primer párrafo para darnos cuenta de que quizá nos están engañando. ¿Y acaso no es eso lo que buscamos como lectores?
Disfrutad del relato, y seguid enviando vuestras contribuciones.
Podéis descargarlo aquí Historia Ínfima, Relato Culturamas 24 de julio

Lector, escritor, los relatos de Culturamas te esperan

Historia ínfima

LETICIA RODRÍGUEZ MELIÁN

El mar pierde todo romanticismo cuando, después de varios días de zarandearte, escupe tu cuerpo a la orilla con la desgana de quien desecha un chicle al que le ha extraído todo el sabor. Resulta difícil ver la poesía en su espuma cuando la piel por la que resbala está hinchada y azul, y, desde luego, no hay nada de entusiasmo en los ojos infantiles que te descubren cerca de las rocas entre las que buscaban cangrejos.

El chillido es agudo y contundente. La respuesta, rápida. En poco más de cinco minutos estoy rodeada por un grupo de bañistas curiosos que tratan de buscar un hueco para asomar a mi desgracia los ojos enrojecidos por la sal marina y el inevitable sudor de una de las tardes más calientes de agosto.

Si la memoria no me falla y el sol que me mira aún desde lo alto no me engaña, debemos estar a mediados de mes. No sé cuánto ha durado mi deriva, en cualquier caso, la temperatura no ha descendido en el tiempo que he estado ausente en las vidas de estos pobres miserables. En su mirada asoma un ápice de codicia al percibir que no me había ido para siempre, que aquí estoy de nuevo, muy desmejorada eso sí – dónde va a parar- pero regresada, al fin y al cabo, para darles, con la generosidad que siempre me ha caracterizado, un jugoso tema de conversación. Después de todo, de una forma u otra, siempre les he pertenecido.

El nuestro es un pueblo pequeño y árido que descansa en la costa las tardes soleadas que sus escasos habitantes salen a refrescar al mar, no hay otro lugar donde protegerse de los casi cuarenta grados que ni la sombra consigue domar. Un pueblo tranquilo y tradicional, con su iglesia y su burdel, y con un bar entre los dos que procura la tregua en las noches en que una mesa coja y tres güisquis acerca los intereses de Dios a los de Afrodita. Un lugar aburrido de puertas para afuera y desesperado de puertas para adentro, cuando los que aquí viven se permiten el lujo de soñar con una vida más allá del interminable desierto que nos rodea y aísla. Aquí el tiempo parece suspendido en algún punto de principios del siglo pasado. Llegar hasta nosotros supone viajar horas en coche acompañado de una nube de tierra que se te pegará al cuerpo en forma de sudor ocre y que solo te abandonará si tienes la suerte de encontrar una ducha que funcione, premisa con la que es mejor no contar para evitar frustraciones innecesarias. Así que ni el turismo, ni la pesca –que no da para mucho más que para alimentarnos a nosotros- nos ha permitido formar parte del mundo exterior que nos ha dejado solos, abandonados en las manos de un dios inmisericorde que se manifiesta a través de la violencia de un mar traicionero que se te agarra a las piernas si tienes la osadía de apartarlas de la tierra y agitárselas en la cara.

Hoy, sin embargo, parece calmado, como si una suerte de clemencia se hubiera apiadado de mi cuerpo cubierto de heridas y hubiera decidido hacer gala de una ternura impropia de él y depositarme en la orilla con el cuidado propio de una madre que deja a su bebé en la soledad de la cuna, o, tal vez, y esto me parece más probable, como si hubiera querido asegurarse de que una ola impetuosa no me llevaría nuevamente de regreso para hacerle cargar conmigo una eternidad más.

¡Oh, Dios mío! Es… –grita con ademán teatrero una de las viejas que segundos antes y, tras ver el corro alebrestado en la orilla, se ha abierto paso a codazos para llegar al lugar que le corresponde por derecho adquirido tras años de reinado en el arte del chismorreo: la primera fila. Y es que doña Margarita es una de esas señoras que sabe dónde ponerse para acaparar los primeros planos de una cámara inexistente, son años de práctica como piedra angular en la propagación de noticias en el pueblo. Ella es lo más parecido que tenemos a un periódico o a una radio en la que poder descansar nuestras solitarias horas vespertinas, ese ratito en el que el sol se está escondiendo, cuando nuestros quehaceres diarios han terminado y aún es demasiado temprano para recluirnos puertas adentro en torno al pescado de la cena, que con toda probabilidad será el mismo del almuerzo. Es allí, en la puerta de su casa, donde empieza el desfile de sillas que mirando al mar repasan la actualidad de la jornada mientras despiden el día. Como en un largo dominó, ella es la ficha que arrastra a las demás.

Señora, apártese por favor –suelta nuestro joven y apuesto policía y sacude el hombro con aire distraído, como quien quiere espantar una mosca, para librarse de la anciana que se ha apoyado en él simulando un vahído. Conociéndola debe estar sufriendo lo indecible por haber llegado la última a mi improvisada puesta en escena. Lo cierto es que no me extrañaría que esta vez se haya mareado de verdad. Mi aspecto es tan desagradable que incluso a mí me resulta difícil reprimir una arcada al ver las heridas abiertas y secas por la sal, la piel oscura, mi estómago hinchado. Sé que los fantasmas no vomitan, pero no me sorprendería si de la nada saliera un chorro amarillento y cubriera mi cuerpo, mis pezones curiosamente erectos. Me encantaría verles la cara si pudiera asustarlos, tocarles bruscamente un hombro, susurrarles al oído: «¡Bu!».

Pero no puedo.

Solo soy una nube de aire, una brisa caliente, un vacío de todo. No mucho menos de lo que fui en vida.

Me da rabia estar así, tan desnuda de cuerpo y alma, expuestos hasta mis tendones en algunos puntos de mis extremidades. Con la mirada de cristal apuntando a ninguna parte, desencajada, los pómulos abiertos, la carne levantada, algo picoteada ya por unas gaviotas que no entienden de compasión. Y todas esas personas mirando, sin hacer nada, disfrutando de la ausencia de maquillaje, de mi llamativa ropa. Así, sin un bonito vestido que realce mi hermoso escote, sin mi rouge, sin el color de mis mejillas, me siento sin fuerzas para enfrentarme a ellos.

¿Es que nadie me va a cubrir?

Dejen pasar –escucho su voz.

Con diligencia todos se van apartando para que él llegue hasta mí. Veo aparecer su cabeza por entre las demás, sobresale como un poderoso tótem, su rostro severo, serio como tantas veces al reprenderme, pero un atisbo de quiebra se abre paso en su gesto, como una grieta que surca una máscara y la deshace. Se agacha a mi lado y me observa. A nuestro alrededor se hace el silencio, todos nos miran, nos ven, por fin, juntos. Después de tanto tiempo, han visto cumplida una de sus demandas más urgentes, están poniendo forma al cotilleo más jugoso. Y contienen el aire, como si tuvieran miedo de romper esa especie de magia grotesca que se les ha agarrado al estómago. Durante la eternidad de unos segundos él no hace nada, se queda allí, arrodillado junto a mí, mirándome, como tantas veces antes, pero no habla y sus ojos de hielo tan acostumbrados a callar, callan.

Aquí no hay mucho que hacer. Deberían llevar el cuerpo al depósito –le dice al policía y se levanta, dejándome otra vez sola sobre la arena caliente.

De la nada, como si hubieran estado escondidos entre bambalinas esperando una indicación, aparecen dos chicos con una camilla destartalada, apenas una malla sujeta por dos palos de madera. «Por suerte, soy delgada», pienso mientras ellos me miran con la duda pintada en sus rostros maltratados por el acné, tratando probablemente de descifrar la mejor forma de mover mi cuerpo desnudo.

Esperen –escucho de nuevo su voz y lo veo agacharse y extender una toalla sobre mi cuerpo, a la vez que se gira y dice: – Aquí no hay más que ver.

¿Quién habrá sido el desalmado? –le pregunta una mujer a otra, elevando la voz lo suficiente para que todos la oigamos.

Murió ahogada –sentencia él.

¿Y los golpes, doctor? –continúa con malicia mal disimulada.

Él la mira con expresión de fastidio, como si estuviera a punto de perder la paciencia, y quisiera hacerlo, pero su estricto sentido de lo correcto lo obliga a morderse la lengua y recapacitar. Casi puedo sentir el sabor metálico que le debe estar llenando la boca ahora, casi puedo escuchar las maldiciones que le recorren la mente. Pero en lugar de eso, dice:

Creo que todos aquí conocemos nuestro mar. Probablemente lleva días golpeándola contra las rocas.

Usted es el experto –suelta con algo de sorna doña Margarita.

Nadie parece satisfecho con su explicación y lo que comienza como un imperceptible murmullo va mudando a un clamor incomprensible que me ensordece, y siento el impulso de proteger mis oídos, pero recuerdo que no puedo usar unas manos inexistentes para tapar unos oídos de aire. Así que las conversaciones se cruzan impertérritas ante mí y van creciendo y se espesan, como una masa de mala intención, una masa sucia y pegajosa que no te puedes sacudir. Apenas consigo distinguir algunas engañosas palabras que bien podrían haber formado parte de un guion: palabras compasivas, comprensivas, salpicadas por todas partes por el «pobre mujer», palabras que en esas bocas llenas de sal y manchadas de arena suenan hipócritas y reconozco vestidas de corrección social para disfrazar el «se lo tenía merecido, por guarra».

Por fin los chicos, con manos torpes y temblorosas, consiguen subir mi cuerpo a la camilla y se lo llevan rápidamente, alejándose con coordinados pasos marciales. La multitud se dispersa, no del todo, pero sí lo suficiente para que pueda localizarlo a él con la mirada. Está con su mujer y su hijo. Tras ellos, como respetando la intimidad familiar, su hermano Felipe parece estar esperando autorización para formar parte de la espontánea triada, acostumbrado como está a ser ese pariente que, aunque de primera línea de sangre, se siente molesto, como un mal pensamiento.

Me acerco lo suficiente como para escuchar a Javier decirle a su mujer que se vayan a casa, que él irá en un rato. Como siempre, ella obedece, pero su hijo se resiste, tiene el rostro congestionado por algo similar a la rabia, y su padre, en un gesto consolador, cede y le sujeta la nuca para llevarlo al hueco de su hombro. Y ese gesto, que en mí provocaba siempre un deseo feroz, que lo sigue provocando aún ahora, cuando soy tan solo un recuerdo suspendido, el recuerdo de su piel áspera, de su olor entre dulce y agrio, algo húmedo, no le gusta y se retira con un reflejo brusco.

Felipe por fin se acerca, como un catalizador que, por su carácter algo ajeno, reduce la tirantez evidente entre padre e hijo y propone ir a tomar algo al bar. Los tres se giran y en fila india recorren los escasos veinte metros que los separan del único lugar del pueblo en que sirven alcohol.

Y yo voy detrás.

De verdad, nunca había visto algo así. Y no es que no haya visto uno ahogados en esta playa. Bien sabe Dios que los ha habido. ¿Se acuerdan del Mariano? Sí, el pescador, aquel que un día salió detrás de un mero como un camión y ya no volvió hasta tres días después. Uf… estaba hinchado como un globo. Así, como yo se había puesto el tío…

El dueño de la taberna va de mesa en mesa comentando la noticia del día con una maldad despreocupada, infantil. Antoñín, así lo han llamado en el pueblo desde que nació, por mucho que le pese y por mucho que sorprenda llamar así a un hombre de casi dos metros y que ronda los 150 kilos. Antoñón solía llamarlo yo cuando a solas en el burdel tenía que levantar con su ayuda la masa dura de su estómago para poder terminar la faena. Nos reíamos mucho. Me ha sacado siempre las mejores carcajadas, pero eso no quita que la inquina se le salga por todos los poros. Casi siempre, las personas venenosas son las más divertidas.

O de Pablito… –dice moviendo la cabeza de un lado a otro con pesar mientras arruga la nariz en un gesto tan suyo, como si algo le oliera mal –pobre niño. Cuatro añitos… Un despiste de la madre y zas… se lo lleva la marea… Fue terrible. Pero nada que ver con lo de hoy…

Una mujer así… –comenta un cliente al que no había visto en mucho tiempo –. Con esas curvas… –se lamenta perdiendo la mirada en el vasito de ron que rodean sus dedos. Probablemente deseando no haber dejado de pasar por nuestra casa.

Sí… la vamos a echar de menos – asegura Antoñín, y un suspiro melancólico se extiende por toda la taberna–. Venga, brindemos por ella. Es lo mínimo que se merece, después de todo lo que ha hecho por nosotros y durante tanto tiempo –alega al notar la reticencia en el rostro de algunos, tan hipócritas como para fingir sorpresa al verse relacionados con mi cadáver, que por suerte ya debe estar en la morgue cubierto por una sabanita, fuera de la vista de cualquiera de estos. Y lo que es más deseable, de sus mujeres.

Pero nadie se mueve. Todos permanecen sentados con los ojos tan vacíos como solo lo pueden estar los de quien vive en ninguna parte, pasando los días suspendidos en un tiempo que no pasa, sin hacer nada más que ver su vida irse con la marea de la madrugada cada día, cada año, cada vez más rápido. Ni siquiera les queda el afán de retenerla, porque… ¿para qué la van a querer? Para regalársela a una mujer a la que ya no desean, por mucho que cada noche de sábado, o mañana de domingo hundan en ellas todas sus empalidecidas ganas.

Venga, hombre –dice Antoñín lanzando al final de la barra el trapo sucio con el que lleva rato empañando el aluminio –Yo invito a una ronda. No sean majaderos.

Y así, con la nariz arrugada y los labios apretados, coge la botella de ron y llena varios vasitos que va dejando frente a cada uno de sus clientes. Cuando llega a Javier, él extiende la mano sobre la mesa rechazando la invitación. Por un momento los dos se miran muy serios y se oye algún que otro carraspeo seco. Me temo lo peor, la mirada de Javier teñida por esa furia contenida que nunca había sabido adelantar si culminaría en un estallido de pasión o en uno de sus arranques de ira, se traduce en esta ocasión, y por razones obvias, en el segundo de los casos.

Bueno, parece que el doctor quiere predicar con el ejemplo y prefiere seguir con su agüita de cebada. Todo sea por una larga y saludable vida.

Y tras largar esta aseveración, con la que Antoñín, siempre tan ducho en las relaciones humanas, logra disolver la tensión, se gira y tras servirse un ron para él, levanta el vaso al aire.

Por ella: la mujer más deseada, querida y odiada de nuestra costa.

Todos alzan el vaso y al eco hueco del «Por ella» que se extiende por el interior de la taberna y se escurre por debajo de las mesas hasta alcanzar la vieja puerta de madera hinchada por la humedad salada que la golpea cada noche, lo sigue la áspera exhalación de las gargantas abrasadas por el ron.

Todos han brindado.

Todos, menos ellos tres.

Es que siempre han sido unos sosos. Debe ser cosa de familia, unos genes de pueblo con aires burgueses que no los dejan ni respirar. Si hasta cuando se corren son correctos. Ni ahí son capaces de descontrolarse. Ese gesto tan serio, los labios apretadísimos, como si tuvieran miedo de que el orgasmo se les escapara por entre los dientes. Los ojos cerraditos, no vaya a ser que alguien vea lo que sucede ahí dentro… Ni siquiera yo, ni siquiera con él. En eso son los tres igualitos: cerrados como coño de monja. Aunque bien sabe Dios que él a veces era muy distinto. Muy poquitas veces, pero lo era. Esas tardes en que llegaba algo alterado, sobre todo, después de mucho tiempo sin vernos. Solía suceder cuando me había asegurado que nunca más, que no volvería, que eso era un error y que su mujer sufría mucho por las habladurías del pueblo. Las habladurías… Como si algún día se fueran a callar. Como si bastara con hacer lo correcto para cerrarle el pico a esas viejas amargadas. «Si quieren hablar, van a hablar», le decía yo «Al menos, démosles un motivo». Pero él dale que dale con «Es que mi hijo, mi mujer, patatín, patatán…»

Pero ahí estaban esas tardes, imborrables como la cicatriz que recorría mi nalga izquierda y que a él le gustaba acariciar, aquella línea abultada que había quedado allí donde un antiguo cliente había llevado demasiado lejos uno de esos juegos a los que desde entonces no jugaba más. En un gesto automático me llevo la mano al culo; una mano invisible a una curva que ya no está conmigo, sino en los sótanos de la pequeña clínica de nuestro pueblo, bajo una toalla de playa, aplastado sobre una vieja mesa de metal inevitablemente oxidada por la humedad implacable. Y siento una punzada de nostalgia por ese recuerdo que tanto he odiado siempre. Tal vez la culpa la tiene la forma en que él la recorría, con una mezcla de compasión y orgullo de autor: él había cosido aquellos puntos, él había cerrado aquella herida. Ese había sido nuestro primer encuentro. Así había visto él mi cuerpo por primera vez, el mapa mis curvas y las cicatrices que las surcaban. Le impresionó la crueldad de algunas personas, pero también le sorprendió mi pasividad al asegurarle que eran juegos consentidos que a veces se me iban de las manos. Esa noche fue al burdel y me hizo prometer que no volvería a permitir que alguien marcara mi cuerpo.

Lo prometí.

Sin embargo, ahí estaban esas tardes. Como he dicho, solía suceder después de un largo tiempo sin vernos, siempre en la temporada de más calor, que se sabe nos pone los nervios a flor de piel. Esos días llegaba por la tarde, cuando el sol había dejado su impronta en las calles y en nuestros cuerpos, justo antes de que refrescara (si es que se puede llamar así a la ridícula tregua de unas horas en las que apenas se te seca el sudor). Llegaba con prisas y se metía en mi cama, casi sin hablar, como loco y me hacía daño, se portaba como aquellos que él había detestado por su falta de cuidado, era rudo y egoísta, buscaba únicamente su placer, su desahogo y se servía de mi cuerpo sin miramientos. Al terminar siempre se disculpaba y yo aceptaba sus caricias sosegadoras preguntándome cómo no se daba cuenta de que esas tardes eran las que más me estremecían. Solamente cuando sus dedos me trepaban por los costados, por los brazos y asían finalmente mi cuello presionando apenas, haciendo que a ratos me mareara un poco, un viejo sentimiento anidaba en mi estómago y el recuerdo, y el presagio, me hacían quedarme quietita, casi sin respirar, deseando que ese hombre al que quería más que mi vida, terminara cuanto antes, pero sin ser capaz siquiera de girar mi cabeza y enfrentarme a sus ojos y mostrarle en los míos el peor de los espejos.

Voy paseando entre las mesas, reconociendo caras y pedazos de conversación. Muchos callan, pero son más los que hablan, despreocupados, sabiendo que nada de lo que hoy se diga llegará a sus hogares, como si con mi muerte se hubiera sellado un pacto entre caballeros, o como si todos supieran que al de al lado le conviene tan poco como a uno que se sepa lo que cuenta o calla. Han pasados ya algunas horas y el alcohol empieza a hacer estragos enrojeciendo los ojos de algunos que embriagados por una emoción similar a la de despedir a un gran amigo se dejan llevar y sueltan la lengua.

«¿Y aquello que hacía con la cadera?», dice uno, «Sí, sí, qué flexibilidad», añade otro, con la voz teñida de una nostalgia conmovedora. «Yo prefería lo que hacía con la boca» apunta un tercero provocando que una ola de risotadas recorra el aire.

¿No pueden ser un poco más respetuosos? –les reprende Felipe en uno de esos intentos suyos por ponerme en podios que no me corresponden. Siempre tan aguafiestas, correcto hasta el peor de los tedios.

Ya saltó el pretendiente… –dice Antoñín desatando nuevamente las risas que atropellan inmisericordes la exangüe llamada de atención–. Si ella estuviera aquí sería la primera en reírse de nosotros. ¿Por qué tan tristes, mis amores? – añade poniendo voz aguda y frunciendo los labios en un mohín apenado con el que me identifico rápidamente.

Felipe no tiene más remedio que volver a perder su mirada en el fondo de su vaso de cerveza. Tiene la mandíbula apretada y los dedos emblanquecidos por la presión con que envuelve el cristal. Él no toma cerveza, es más de ron, pero probablemente ha aceptado la bebida por no contradecir a su hermano mayor: siempre buscando la armonía.

La vi la semana pasada –dice de pronto dirigiéndose únicamente a su hermano y su sobrino –fui al… –duda un instante– a la casa a echarles una mano en la cocina, tenían un problema con una tubería y tenían todo el suelo inundado…

El hijo de Javier levanta la mirada con interés. Bien sé yo que todo lo que tiene que ver conmigo consigue captar su atención con rapidez. Probablemente el hecho de haberlo iniciado en los menesteres del amor tiene mucho que ver con ello. No es el único joven del pueblo con el que lo he hecho, prácticamente todos recurrían a mí a medida que avanzaba la adolescencia y se daban cuenta de lo difícil que iba a ser compartir esa experiencia con una chica de su edad. Es increíble como ya desde niñas, el matriarcado las prepara para ser perfectas amas de casa, con las manos perdidas entre los cazos y las bragas bien agarradas a la cintura, una carrera imparable hacia el título de tocapelotas aburridas. Con semejante panorama, no es raro que esos chicos terminaran acudiendo a mí, primero con la necesidad de deshacer el nudo de testosterona que les ahogaba el cerebro y después con la confusión propia de quien todavía no sabe distinguir entre amor, pasión, ternura y el dolor de huevos.

Estaba tan… –Felipe duda buscando la palabra adecuada– tan llena de vida –termina quebrándosele la voz.

«¡Pero qué cursi has sido siempre!», tengo ganas de gritarle y sacudirlo. Siempre tan tieso y adornado, tan… femenino. Él no se ha casado. Y no por falta de oportunidades, aunque es más aburrido que el sermón de los domingos, es un hombre agraciado, como todos los de su familia y es de los pocos del pueblo que tiene un negocio propio fuera de la pesca, lo que viene a ser su mayor atributo: tener en tu cama a un hombre que no huela a tripas de pescado siempre es algo de agradecer. Cada año por mi cumpleaños –siempre tan impredecible- aparecía con un ramo de flores y un anillo de compromiso. El mismo anillo cada año. La misma negativa en cada cumpleaños. No lo llevaba bien, no, no lo llevaba nada bien. Cada vez se enervaba más, como si pensara que por acumulación de solicitudes estuviera obligada a terminar diciendo que sí, o como si por mi condición de mujer de la vida no pudiera rechazar una oferta semejante: el caballero de buena familia que me quiere sacar de la calle. Solo que en vez de una armadura de brillante acero traía una caja de herramientas y en lugar de sacarme de la calle, me quería sacar de mi casa, la más bonita del pueblo, construida con las manos y el dinero de los clientes más agradecidos cuando decidí abandonar la chocita de la playa en la que crecí a la sombra de mi madre, de quien aprendí todo lo que había que saber para ser la vía de escape de un pueblo que lo único que quiere es escapar. No era el único que me venía con ofertas, pero sí el único que se tomaba tan en serio la negativa. Como un niño que descubre que los Reyes Magos no le van a traer ese perrito que lleva años pidiendo, la última vez reaccionó con un encono que desconocía en él.

Pero ¿por qué? –gritó con el rostro contrariado y soltando un golpe sobre la mesita de café haciendo tambalear las tazas que con tanto esmero preparaba siempre para ofrecer algo de tomar a los clientes más especiales, entre los que él se encontraba, no tanto por tenerle un especial cariño, sino a fuerza de una insistencia inquebrantable que me quebraba la paciencia sábado y domingos, cuando no más de un día entre semana.

Conseguí sujetar mi taza favorita justo antes de que rodara por el suelo hecha añicos y regresé a mirarlo procurando poner una veta de censura en mis ojos, un gesto de aviso ante el que él normalmente se calmaba sabiendo que era muy capaz de echarlo de casa, como había hecho las veces que se había puesto a llorar.

No soporto ver llorar a un hombre.

Pero esa vez no se calmó y tuve que esmerarme en apaciguarlo a base de explicaciones estúpidas y mimos ensayados que aflojaron el delgado alambre en que se habían transformado sus labios.

Si es que era cuestión de tiempo. Algún día uno se iba a cabrear de verdad… Andaba jugando con fuego… –continúa Antoñín con los ojos ahora cuajados por el alcohol. La taberna está llena y sus mesas ya no son suficientes para acoger al género masculino del pueblo que se reparte ahora también de pie a lo largo de la barra. Antoñín va ya por la tercera ronda de brindis. Le va a salir cara mi despedida. Javier, Felipe y el niño siguen, en cambio, bebiendo cerveza. Callados como putas. Perdón por la metáfora, pero viene al pelo. Callados mientras a su alrededor se alternan las anécdotas más tristes con las más divertidas, como en todo velatorio. Aquí no hay flores, no hay un ataúd, que en nuestro pueblo nunca sería de roble o mármol, siempre de madera vieja, que pronto se hincharía por la humedad bajo tierra, que no impediría la entrada a los alegres visitantes que vendrían a darse el festín de mi carne prieta. No, aquí no hay desde luego llanto: en lugar de coronas fúnebres hay botellas de ron y jarras de cerveza como decoración; en lugar de plañideras, una horda de hombres que se debate entre la nostalgia y la excitación de un recuerdo tan vivo como las erecciones que llevarán esa noche a casa. Mi último regalo a las mujeres de esta costa. Y en lugar de un cadáver maquillado con artificio frente al que desfilar enjuagando lágrimas, la presencia de un recuerdo tan fuerte que parece condensarse en el aliento de esos hombres y en las gotas de humedad que dan brillo a las paredes de yeso.

A más de uno le había ido con amenazas –dice lanzando una mirada cargada de intención hacia la mesa en que los tres parientes beben a sorbos la segunda ronda de una cerveza que no está tan fría como debe.

Conociendo a Antoñín, es obvio que su intención es provocar. Y sin conocerlo, también. Un hombre que pesa más que dos juntos se lo puede permitir cuando quiera. Sería raro que alguien quisiera enfrentársele y, aun así, sería imposible que le hiciera más que un rasguño en aquella piel de paquidermo que Dios le ha dado y la mala vida le ha curtido. Sin embargo, yo sé que la arruga que no desaparece de la frente de Javier desde esta mañana y que cada vez es más profunda y alargada es un mal augurio: conozco ese gesto. La última vez que lo vi fue hace una semana, en mi habitación, justo antes de que se marchara descargando contra la puerta la rabia que, por un instante temí que cayera sobre mí. Esa tarde había llegado con una ansiedad como hambre y se había abalanzado sobre mí sin darme tiempo ni a quitarme los zapatos: unas sandalias de cuero que trepaban por mis pantorrillas y terminaban con un pequeño nudo a la altura de la corva.

Ya te he dicho que no he tenido tiempo –dijo cuando insistí en su ausencia durante semanas. Se deshizo de mis caricias, desenredó con rapidez sus piernas del abrazo de las mías y saltó de la cama. Esa era su manera de marcar distancias últimamente. Sentí como mi cuerpo temblaba de rabia, como si la temperatura de la habitación hubiera bajado y los asfixiantes 37 grados se hubieran esfumado. Hacía toda una vida que nos conocíamos, diez desde que la mala suerte o la providencia quiso que aquel cliente presionara más de la cuenta.

Conozco a los hombres –más me vale–. Conozco sus salidas y sus caminos, sus motivos, que son siempre los mismos y sus peligros que, hasta ahora, había sabido siempre evitar. Siempre me he hartado de presumir entre mis compañeras sobre mis artes para acapararlos en la maraña de mi perfume y mi piel excepcionalmente suave para alguien que ha crecido bajo el sol. Pero con Javier fue distinto desde el momento en que cruzó mi carne con aquella aguja para dejarme dos recuerdos imborrables. Una puta enamorada de un cliente: que estupidez tan poco original.

Pues tu mujer sí que encuentra tiempo para pasarse por aquí –solté cuando vi que su mano asía el pomo de la puerta-. Todos los días la veo con las bolsas de la compra. ¿Es que no hay otro camino entre tu casa y el mercado? El día menos pensado… -comencé a decir sacudiendo un dedo admonitorio en el aire.

Javier se giró y me tomó por muñeca con tanta fuerza que tuve que encoger el cuerpo.

– El día menos pensado, ¿qué? –dijo mirándome con un desprecio que me congeló el alma y me recorrió el cuerpo como un escalofrío premonitorio. Sentí como mis piernas se debilitaban y mis rodillas cedían y, sin poder evitarlo, caí al suelo y así quedé, desnuda y expuesta, con las piernas encogidas en una postura imposible y la mano en alto, aun sujeta entre sus dedos. Por un instante un atisbo de preocupación subió por su rostro y distendió sus facciones endurecidas, sin embargo, el gesto no duró y finalmente, como uno de esos mimos que pasan de la risa al llanto, sus ojos de carbón volvieron a echar brasas y soltó mi mano con tanta brusquedad que perdí aún más el equilibrio y quedé tendida de lado sobre el suelo. Y, sin más, se giró y salió dando un portazo que quedaría resonando en mi cabeza hasta hoy.

La noche entra al bar en forma de alargadas y escurridizas sombras y una ligera brisa marina que refresca apenas las interminables horas de sol. Antoñín comienza a cobrar las consumiciones sabiendo que con la caída del sol las mujeres del pueblo reclaman a sus maridos a sus mesas a degustar el pescado fresco del día, y con la cabeza gacha y el gesto perdido a medio camino entre el disgusto y la reflexión restriega contra la apagada plata de la barra el viejo trapo que parece ya una extensión de sus extremidades dejando un velo turbio.

Los primeros clientes comienzan a salir. Yo sigo sentada en la silla que queda libre en la mesa del fondo, donde Javier, Felipe y el niño empiezan a buscar monedas para pagar las bebidas con las que se han entumecido la tarde, y los miro. Los miro y me pierdo en la inocencia de un rostro enrojecido por el esfuerzo en contener las palabras que desde esta tarde luchan por escapar de esos labios enfurruñados, en las manos temblorosas que tantas veces me ofrecieron su alma en un pedazo de metal preciosamente redondeado; pero sobre todo, me pierdo una vez más en esa mirada que sabe ser tierna y colérica a la vez, en el profundo surco que la separa y acompaña en la tristeza, en la nostalgia y la furia, y un escalofrío me recorre el cuerpo recordando la última vez, pero no puedo evitar perdonar y me rindo al amor más salvaje que he sentido en mi vida y me acompaña aún ahora, en la penumbra de un bar en el que no estoy y, sin embargo, siento mi presencia más viva que nunca en los gestos perdidos que llevan toda la tarde desgastándose en las memorias más variopintas, muchas inventadas, bien lo sé yo, así son los hombres, pero qué se le va a hacer: por lo menos, yo, nada.

¡Eh! ¡Está lloviendo! –grita un cliente desde la entrada con el rostro desencajado, agitando la mano en el aire y animando a los demás a salir.

Los clientes se miran con incredulidad y se escucha alguna que otra carcajada burlona. «Sí, sí, claro.» Pero otro más regresa a la puerta del bar, con el pelo empapado enmarcándole la curtida piel morena y la camisa pegada al cuerpo por la humedad.

No puede ser –escucho decir a Felipe que se levanta– si no ha caído una gota en años.

Javier y su hijo dejan también la mesa y van tras él hacia la puerta con el paso lento e inseguro de quien no sabe muy bien qué le espera. Y yo me quedo sentada, apenas me giro lo suficiente para ver cómo abren la puerta del todo y tras las espaldas de los hombres que he amado veo el aguacero, de indudable contundencia y escucho las carcajadas y las palmadas en los hombros, veo los abrazos. 

Me limpio las lágrimas.

 
SOBRE LA AUTORA

Leticia Rodríguez Melián (Las Palmas de Gran Canaria, 1980). Licenciada en Psicología Clínica e Industrial por la UNED y máster en Escritura Creativa por la escuela madrileña Hotel Kafka. En la actualidad reside en Múnich, donde trabaja como escritora, traductora y profesora de español. Su relato La buena madre ha sido recientemente publicado en la antología Incómodos de la editorial Relee. Ha colaborado con las revistas Narrativas, La Bolsa de Pipas y Letralia.
 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *