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Verano 1993 (2017), de Carla Simón

 
Por Jordi Campeny.
En Juegos prohibidos (René Clément, 1952), quizás la película más hermosa sobre la infancia que ha dado el séptimo arte, la pequeña Paulette daba sus primeros pasos tras la trágica muerte de sus padres en su nueva y accidental familia; lo hacía junto al inolvidable niño Michel. A uno le atraviesa un estremecimiento cada vez que evoca y revisa este título inmarchitable, punteado por la guitarra del español Narciso Yepes. Lo que Clément conseguía con estos dos niños rozaba el milagro.
El director japonés Hirokazu Kore-eda se sitúa también en el olimpo de los grandes directores de niños que ha dado el cine, con películas como Kiseki (Milagro) (2011), o su obra maestra Nadie sabe (2004), devastadora poesía sobre la angustia y el desamparo infantil.
A estos ilustres nombres se suma el de la debutante directora catalana Carla Simón con su sutil, delicadísima y perfecta Verano 1993, con la que tantos puntos en común mantiene con la obra francesa de Clément. Como en aquélla, una niña debe hacer frente a la pérdida dramática de sus padres y dar sus primeros pasos con una nueva familia en un entorno rural. En ambas cintas, el foco son dos niños que habitan un oasis incorruptible mientras todo lo demás se ha desmoronado. Ambas películas, sencillas y luminosas, constituyen una lección magistral de delicadeza y un riquísimo catálogo sobre las infinitas posibilidades de la infancia.
Verano 1993 nos muestra el primer verano de Frida (Laia Artigas) con su nueva familia adoptiva tras la muerte de su madre, víctima del sida, como anteriormente lo había sido su padre. Lejos de regodearse en el morbo y sin un solo atisbo de sensacionalismo, la película muestra este proceso de aclimatación a su nueva vida siguiendo de forma escrupulosa el punto de vista de la pequeña. Ella es el foco y los ojos de la película, quedando el mundo adulto, en ocasiones, fuera de plano, y sus conversaciones, entrecortadas. El espectador es Frida, es su desamparo, y es testigo de este futuro leve e incierto que, a pesar de todo, pugna por abrirse paso.
Uno de los múltiples méritos de esta brillante ópera prima es su tono rotundamente vitalista y luminoso, a pesar de que su germen es la toma de conciencia de la muerte por parte de una niña de seis años. Luz, naturaleza y posibilidades frente al fantasma oscuro y pegajoso de la pérdida y el estigma de la enfermedad. Simón no rehúye las situaciones incómodas y dramáticas –la película es autobiográfica– pero su mirada es limpia, serena y sin artificios melodramáticos. Precisamente es esta ausencia de pirotecnia lo que permite un relato sutil, pausado y bello, repleto de autenticidad, que consigue colarse por entre la coraza del espectador, dejándolo sin defensas y profundamente conmovido.
Como hemos apuntado, lo que extrae la directora de las dos niñas que pueblan su mundo es oro puro, y mención especial merecen también los adultos que las acompañan, en especial Bruna Cusí, quien, junto a su interpretación en la reciente Incierta gloria (Agustí Villaronga), se erige como una de las actrices más naturales y prometedoras del momento.
Carla Simón, con Verano 1993, con toques de los universos de Mia Hansen-Løve e incluso de Marc Recha, logra posar todo el desamparo de este mundo en los ojos de una niña como lo hizo también en su momento Víctor Erice en El espíritu de la colmena (1973), firmando uno de los debuts –junto a Pieles, de Eduardo Casanova, a pesar de que son dos películas antitéticas– más bellos y personales del cine español reciente. El próximo premio Goya a mejor dirección novel será un auténtico duelo de titanes.
La cartelera en verano, y éste no está siendo una excepción, suele languidecer. Entre tanta nadería, conviene que el público no deje escapar esta pequeña y fulgurante joya. Frente al vacío que deja la pérdida, Verano 1993 es un leve relámpago de vida centelleante.

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