'La acusación', de Bandi
La acusación
Bandi
Traducción de Héctor Bofill y Hye Young Yu
Libros del Asteroide
Madrid, 2017
242 páginas
En un epílogo breve y en verso, Bandi, un escritor del que apenas sabemos que logró escapar de Corea del Norte, algo insólito, menciona la vida de autómata que allí se lleva y la indignación que solo puede expresarse al abandonar el críptico país. También confiesa que su intención no es hacer gran literatura, sino escribir con los huesos calados de sangre y de lágrimas. Áridas, rudas, dañadas, toscas… así califica él sus historias. Pero todo esto uno lo ha podido deducir durante la lectura de un libro cuyo interés es la descripción de la vida en Corea del Norte. Y esa descripción no es una película de terror, es, más bien, una invasión continua, pero da miedo. Hay un verbo que aparece constantemente como la condición a la que están sometidos los habitantes del país: obedecer. ¿Obedecer por qué, para qué o a quién? Da igual. Obedecer. Sí menciona al gran líder, pero más a un sistema en el que los funcionarios ocupan su lugar en una pirámide y ejercen las órdenes porque sí, aunque ello le suponga la vida a una persona. Porque la despersonalización, la conversión de la gente en grupo, en casta animal, es imprescindible para el éxito del sistema. Si no fuera cierto lo que narra, parece que asistimos a una escenificación del teatro del absurdo, algo más allá de Kafka, porque en las historias de Kafka uno tiene derecho a fruncir el ceño. Aquí lo primero a lo que hay que obedecer es a mantener una sonrisa perpetua, como los maniquíes.
Los relatos de viaje por Corea del Norte que hasta la fecha habíamos leído, reflejaban nada más que lo que se les permitía ver, una gloria amenazada por Estados Unidos. Excepto en uno de los capítulos de Hijos del monzón, de David Jiménez, en el que se refleja la historia de un niño que ha cruzado la frontera tras encontrar un punto ciego. Pero aquí asistimos a la temeridad de la herencia de los estigmas a lo largo de generaciones, por ejemplo. O se centra en el miedo que sienten los niños, a quienes se les intenta anular la curiosidad para convertirlos en autómatas. Y mientras el régimen se autoelogia en fiestas faraónicas, la paranoia de los norcoreanos se divide en dos: la de la extrema precaución o la de los que comulgan con el estilo de vida, si es que esa vida posee algún estilo. Que la administración no tenga alma, es algo que sucede en cualquier país. Pero que no exista un miembro de la administración que sortee el sistema para poner una tirita sin que el herido tenga los papeles oportunos, es un mal extremo. Algo que llega a su punto más alto cuando suceden las olas de frío y el pueblo, sencillamente, muere. Y sin derecho a llorar a los muertos, porque el llanto se considera un acto de sedición.
La humillación a que se somete a la gente es, por tanto, inadmisible, un delito de lesa vida. Será el estado el que escriba las biografías de sus ciudadanos, incluidas las bondades, escasas, en que ayuda a una anciana o a un hombre severamente lesionado. Las biografías de la gente pasan a ser un acto de propaganda. Una película como La invasión de los ladrones de cuerpos es un mal chiste comparado con los relatos de Bandi. Aquí la lucha tiene lugar hasta en los sueños, que no reparan. No existe ni siquiera un agente que muestre otra forma de humanidad que no sea la burla.
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