'La soledad del tirador', de Toni Montesinos
Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca
La soledad del tirador
Toni Montesinos
El Desvelo
Santander, 2017
175 páginas
La memoria, como cualquier otro licor, tiene distintas graduaciones. Los diarios, excepto en uno o dos casos, se diferencian de la memoria en que uno deja de vivir para escribir. Mientras que la memoria cambia de aromas tanto como de gente, y de valor alcohólico como de intensidad. Existe una memoria que cierra heridas, lo cual en literatura es una farsa, porque en realidad uno no deja de supurar, y existe una memoria terapéutica, que es aquella en la que el autor se pregunta cómo ha llegado a ser quien es. Eso suponiendo que se conozca, porque la distancia entre lo que somos y lo que creemos que somos llega a ser un océano. Pero sí, hay un momento en que uno se pregunta qué fue de aquel niño que montaba en bicicleta y soñaba con una familia o con ser astronauta, qué fue de aquel adolescente con tantos bríos como para no dejar un hueco sin llenar en los minutos de su vida. Hacia dónde divergieron las energías que le hacían soportar la miseria familiar o la miseria de la escolarización. En cualquier caso, dos sistemas carcelarios o, al menos, dos grilletes más en el pasado, en lo que nos ha construido, en nuestra maldición.
A este último género pertenece la obra de Toni Montesinos (Barcelona, 1972), este La soledad del tirador que parece pertenecer a un proyecto más ambicioso de recuperar el humo de la memoria. En estas páginas, Montesinos se presenta como un chico de barrio, alejado del centro de Barcelona, que vive la adolescencia desde dos lugares diferentes: la cercanía de su sueño de convertirse en jugador de baloncesto, y la distancia de la timidez, que en su aproximación a las mujeres, en una intuición de autoestima rayada, da la sensación de ser difícil de superar. Aunque uno tiene la impresión de que el libro está escrito con cierta premura, algo inusual en Montesinos, lo que importa son las preguntas. Y por encima de todas ellas la de cuestionarse si aquéllos, los años de formación, fueron tiempos malgastados.
Si algo está bien trabajado en este viaje al pasado, son las relaciones familiares, incompletas, incómodas. Un mal extendido porque se nos obliga a comparar nuestras vidas con las de las ideales familias americanas, que hasta en los documentales de elefantes presentan una ideología poco menos que reaccionaria. Y así este adolescente no crece. Asistimos a su transformación, pero mantiene su eje sentimental a lo largo de todo el libro. Entre otras razones, porque no es sólo un Bildugsroman real, sino que es el retrato de una época, la del despertar del baloncesto y la música pop, la temporada en la que los contenidos de los libros de texto mutaron para olvidarse de los elogios patrióticos, cuando las matemáticas se enseñaban por teorías de conjuntos y los juegos en la calle, en los parques duros, marcaban, inevitablemente, arañazos en las rodillas. La etapa que precede al estallido de la juventud, eso que identificamos con la primera borrachera y la primera persona a la que tocamos la humedad de sus partes íntimas. De ahí que este proyecto sea una obra abierta, un imposible saldo de deudas, pero una relación generacional.