El cuento de alguien
Sentado a mi lado, en medio de una conversación intrascendente que se había desarrollado con cordialidad y algunas risas pero que empezaba a declinar y a hundirse entre el cansancio, seis cervezas y tres copas de vino, dijo: “Y yo, que siempre he sido optimista…”.
Y aunque la frase debió continuar su camino perdiéndose por los recovecos de la conversación, yo, como si hubiera sufrido un accidente frontal que te detiene en seco y te deja aturdido en un arcén, no pude escucharla hasta el final… De hecho, no pude escuchar nada más.
“Y yo, que siempre he sido optimista”.
Lo había dicho con total convicción una persona a quien conocía bien y que, para mí, encarnaba la negatividad y el pesimismo. Alguien que, (para mí) tenía sus muchas cualidades eclipsadas por una prodigiosa capacidad de encontrar el lado más oscuro de las cosas. Por ser capaz de arrinconar a todo el mundo en callejones de problemas sin salida.
Y, sin embargo, en los vaivenes de esa conversación se había definido como alguien optimista. Y lo había hecho en pretérito perfecto. Es decir, señalando que su optimismo empezó en el pasado, en los orígenes del tiempo y había sido capaz de recorrer los años intacto y seguir vigente en el presente; y, además, lo había enfatizado con uno de esos adverbios temporales tan categóricos que, con la edad y el transcurrir de la vida, uno va aprendiendo que es mejor no usar pues nada existe con tanta contundencia: “siempre”.
Así se ve él, pensé mientras apuraba la cerveza para ayudarme a tragar todo el asombro que se me había atascado en la garganta. Y pensé también que así, optimista desde siempre, debía verse cada día al mirarse al espejo y así debía definirse cada vez que hiciera una narración de sí mismo.
Así se ve él. Y tan diferente le veo yo desde este lado de la mesa.
La conversación terminó sin final. Como ocurre siempre. Emplazándonos para otro encuentro de viejos amigos en el que poder seguir poniéndonos al día sin, en realidad, contarnos demasiado. Pagué la cuenta entre un coro de resistencias (unas fingidas y otras genuinas) agradecimientos y algún elogio: “Muy generoso. Qué buen detalle”.
A veces, creo que lo hago solamente porque prefiero esquivar el engorroso momento de hacer cálculos… Ese profundo bochorno momentáneo que se crea bajo la mirada inquisidora del camarero cuando alguien en la mesa toma la iniciativa y empieza a hacer cuentas, separando y detallando al céntimo lo que ha consumido cada uno, reclamando contribuciones, sumando, restando, pidiendo monedas, entregando billetes y haciendo malabarismos para cuadrar la cifra final y poder entregar vueltas individualizadas…. En todos los grupos siempre hay alguien así. Por tanto, mejor invitar antes de que se desate.
En eso pensaba mientras conducía repartiendo a la gente en sus casas. Alguno me pillaba de paso. Otros no. Pero siempre me ha resultado muy difícil segregar y, por otro lado, suelo sentir la absurda obligación de tener que balancear las pequeñas injusticias aleatorias de la vida: ¿cómo no tener la amabilidad de acercar a su casa a alguien a quien realmente aprecio, viva donde viva, cuando por otra parte tengo que llevar en mi coche a otro por quien siento mucho menos afecto pero cuya casa la casualidad ha puesto en mi ruta? Así que termino dando una vuelta a la ciudad, dejando a cada uno en su hogar sano y salvo. También uno por uno, el mismo ritual de despedida que comienza con un toque de nostalgia precipitada por lo bien que hemos pasado ese ratito, un compromiso de llamarnos para repetirlo pronto y, finalmente, un recital de agradecimientos por servir de chófer: “Qué amable, oye. Muchísimas gracias”. “Que no te pille mucho atasco ahora. ¡Que no te lo mereces!”.
Pero me pilla. Y al llegar a casa mucho más tarde de lo avisado descubro ya desde el umbral de la puerta que ninguna de mis disculpas podrá aplacar las consecuencias de una tarde que ha descarrilado empujada por mil pequeños desastres domésticos: una cadena de peleas entre los niños y la eclosión de rabietas individuales que siempre las suceden; trozos de comida por el suelo y el anuncio de una mancha perpetua en la alfombra; un maletín a medio abrir del que desbordan un montón de documentos y problemas, los restos de un largo y difícil día de trabajo y los nervios de mi mujer a flor de piel.
A veces, la rutina de los días se complica irremediablemente.
Mis ofrecimientos de ayuda llegan tarde. Mis disculpas caen en saco roto. Y al quinto intento de querer remediar alguna de las huellas del pequeño caos familiar, la segunda bomba del día, me estalla en las manos.
También en pretérito perfecto. También con un adverbio contundente.
La veo venir en línea recta. Anticipada, obvia, como cuando el árbitro de pista levanta la pistola dispuesto a gritar: “¡Preparados! ¡Listos! ¡Ya!”. Como si la cuenta atrás que lanza el cohete, en lugar de diez, solo tuviera tres pasos:
Tres, “Déjalo, que ya lo hago yo…”
Dos, “Viniendo a estas horas no hay ayuda posible, perdona que te lo diga”.
Uno, “El tráfico se complicó… qué puedo hacer”
¡Fuego!: “Sí, claro, el tráfico… Siempre has sido un egoísta”
Supongo que, de alguna manera y por algún momento, todos somos el malo en el cuento de alguien.
Fernando Travesí