La levedad, de Catherine Meurisse. Lo inexplicable
Por Rubén Varillas
¿Cómo se narra lo inexplicable?
El 7 de enero de 2015, dos terroristas de Al-Quaeda perpetraron una masacre en la redacción e inmediaciones del semanario francés humorístico Charlie Hebdo. Doce personas murieron en los atentados, entre ellos seis de los colaboradores de la célebre publicación satírica: los dibujantes Honoré, Charb, Wolinski, Tignous y Cabu; junto a ellos fueron asesinados los colaboradores Bernard Maris (Oncle Bernard), la psicóloga/articulista Elsa Cayat, el corrector Mustapha Ourad, el conserje Frédéric Boisseu, Michel Renaud, invitado ese día a la reunión de la redacción, y los policías Ahmed Merabet y Franck Brinsolaro, que trabajaba como escolta de la revista.
En los días sucesivos al atentado, las calles de Francia, los medios de comunicación europeos y las redes sociales del mundo entero se inundaron de mensajes de apoyo y solidaridad (“Je suis Charlie”) hacia una publicación a la que los sectores más reaccionarios de la sociedad francesa, europea y estadounidense nunca habían dejado de criticar por sus excesos satíricos. En las semanas siguientes, se estableció un debate sobre los límites de expresión (que en nuestro país parece clausurado y zanjado desde hace varios años, por obra y gracia de la inaudita colección de leyes censoras promulgadas por el gobierno del PP) y se levantó una polvareda de opiniones cruzadas, entre quienes defendían el humor y la sátira sin límites de credo, ideología o corrección política, y aquellos otros que propugnaban por la inviolabilidad de ciertos ámbitos de pensamiento político, ético, social y religioso. No faltaron los “terroristas morales” que completaron/justificaron/ampararon el execrable acto terrorista con la cobarde alusión moral al “algo habrían hecho” o al “se lo estaban buscando”; sombras negras de un odio cobarde escupido desde la impunidad de las pantallas mediales, las redes sociales o la “inocua” alusión privada. “Je suis Charlie”, sí, pero…
En los tiempos del extremismo rabioso, la codicia patriotera y la impunidad bancocrática, no hay fenómeno más desarmante y devastador que el del “nuevo terrorismo” islamista radical. ¿Cómo se protege a la población del fanático que está dispuesto a inmolarse? El mundo está empezando a acostumbrarse (¿es posible?) al dolor puntual de la masacre terrorista indiscriminada en nombre del fundamentalismo. Se trata de una batalla en la que pesan los extremos: el fanatismo genera odio y respuestas igualmente fanáticas. Individuos como Trump, Putin, Erdogan o Le Pen definen la peor de las direcciones posibles: odio contra el odio. El rol agitador de las dictaduras del Golfo Pérsico y la connivencia interesada de los gobiernos occidentales avivan el incendio con interés calculado.
Y en la encrucijada del odio y el interés se levantan las víctimas, las que se fueron y las que, ingrávidas, abandonadas en su dolor, sobreviven a aquellas. Lapidarios, solemnes, los nombres y los rostros de las víctimas son el espejo en el que se refleja una sociedad de ciudadanos anónimos. Ciudadanos como esos humoristas de Charlie Hebdo cuya presencia resultaba tan incómoda para algunos y tan necesaria para muchos otros.
El 14 de enero de 2015, siete días después de la masacre, el número 1178 de la revista Charlie Hebdo (subtitulado “Número de los supervivientes”) salió a la calle con un dibujo de Mahoma en portada sosteniendo una pancarta con el tan repetido lema “Je suis Charlie”, bajo el titular “Tout est pardonné”.
Y aquí regresamos a la pregunta con la que arrancábamos estas líneas: ¿Cómo se narra lo inexplicable? ¿Cómo se dibuja el dolor y la pena que le consumen a uno por dentro? Esa es la pregunta que, angustiada y llena de culpa, se hace Catherine Meurisse en La levedad. Una de las supervivientes a la matanza de Charlie Hebdo, porque tuvo la suerte de llegar tarde a la redacción ese día.
Su cómic responde a la pregunta a base de retazos desesperados, imágenes simbólicas y humor. Un humor denso, amargo y, queremos pensar, analgésico. Cuenta Meurisse que las semanas posteriores al atentado sobrevivió en un estado cercano a la amnesia y el desorden mental. En una escena impagable con su psicoanalista, éste acierta a diagnósticarle, en un mologo besuguesco, una “anestesia emocional, sensorial, además de amnesia” provocadas por una disociación postraumática; a continuación se despide de ella con un augurio certero: “Cuando esté ‘re-asociada’ lo contará todo en una novela gráfica”.
¿Es La levedad una novela gráfica? El empleo expresionista de escenas deslavazadas, únicamente unidas por el dolor de la tragedia, nos remite al estado de confusión de su protagonista, pero también a la fórmula precisa, quizás la única, de (des)ordenar una historia que se presupone inenarrable y profundamente subjetiva. Porque el cómic de Meurisse funciona como un relato in media res, la continuación de una historia que sucedió antes. En sus secuencias se describen (se esbozan, más bien) procesos mentales y emocionales: las diferentes fases confusas y aleatorias de la aflicción, el desorden del duelo (o el duelo en desorden). De este modo, se van acumulando secuencias aisladas de entre una y tres páginas, cuya linealidad es más emocional que cronológica.
También el dibujo de La levedad es deslavazado: ligero, esquemático, a vuelapluma en algunos momentos… Muy en la línea de las caricaturas que durante años han llenado de irreverencia el Charlie Hebdo de Wolinski y Charb. Humor directo, agresivo a veces, en trazos rápidos cuasiesbozados. Una inmediatez que, sin embargo, en La levedad se rompe gracias a la alternancia estilística, a una creación de escenas cargadas de simbolismo y a un uso medido del color (acuarelas, pastel), que se proyecta en secuencias de gran belleza y hondura. La imagen secuencial convertida en metáfora de procesos interiores y recorridos psicológicos.
En realidad, se trata de un recurso habitual en el cómic francés reciente. Encontramos esa misma carga simbólica expresada a través de escenas imaginarias en la obra de Blutch, Blain o Sfar: las características metáforas visuales e ideogramas del cómic (la bombilla que ilumina nuestras ideas o las estrellas que señalan contusión y dolor) elevadas a una nueva condición de signo mucho más complejo y significativo. Un signo que se desarrolla en sí mismo como una escena dentro de una escena: qué mejor manera de expresar el extravío cronológico que a través de la silueta de un pterosaurio prehistórico que se recorta en el cielo; o el desconsuelo desde los lamentos de una enamorada decimonónica que, después de ser abandonada, negocia su pena con un diván vacío… Son dos escenas de La levedad que no narran acontecimientos, sino que describen las emociones de su protagonista.
Quizás esa era la única salida que le quedaba a Meurisse: la puerta del humor simbolista. En ocasiones no basta con reírse de aquello que nos afecta, hay que exorcizar sus causas convirtiéndolas en algo tangible o, quizás, buscando el alivio de la belleza que se esconde en los pequeños detalles. Por ejemplo, la ascensión existencial de una colina empinada para llegar a una puesta de sol que arde como un cuadro de Rothko; o las habitaciones vacías y grises de un museo habitado por un único cuadro que grita como un Munch; o esa Ofelia (llamada Catherine Meurisse) que antes de dejarse morir conversa de arte con una rana sabia.
La propia autora nos revela las claves de los pequeños gestos cuando se dibuja en una escena junto a Sigolène (su amiga de Charlie Hebdo) y a Hèléne, la hija de Honoré, en disposición de cometer un acto vandálico que no resulta ser otra cosa que una restitución: añadir el rostro ausente de Honoré a un grafiti en el que se homenajeaba a todas las víctimas de Charlie Hebdo menos a él:
Miércoles 11 de noviembre de 2015, constatación de un lamentable olvido. / Un minuto después, intervención de las manos invisibles del arte.
– Es importante hacer cosas así.
– Necesitamos actos simbólicos para curarnos.
– Estoy muy contenta y emocionada por nuestra expedición vital.
Sólo dos días después de esta “expedición vital”, un nuevo atentado en la sala Bataclan deja 130 víctimas. Meurisse escapa de París para encontrar una salida al infierno que siempre vuelve. La busca en esa belleza que esporádicamente ilumina algunas páginas de La levedad. Escapa a Roma siguiendo las huellas de Stendhal y otros viajeros románticos que intentaron huir de sí mismos siguiendo los rastros de la historia. Sólo en los jardines de la Villa Médici, en las ruinas del Foro, en los muros de iglesias barrocas habitadas por Caravaggios, el cómic de Catherine Meurisse recupera el color y la luz. Una salida.
El lector paciente que haya llegado hasta aquí habrá podido constatar que en esta reseña hay más preguntas que repuestas. No puede ser de otra manera. No hay modo de interpretar lo que no se puede explicar, ni resulta posible ponerse en la piel de quien ha sufrido una experiencia tan traumática como la que narra Meurisse en La levedad, sin hacerse mil preguntas. No vale con repetir “Je suis Charlie” como un mantra consolador. Podemos, eso sí, empatizar con el dolor de su autora, acercarnos a su cómic catártico y dejarnos llevar por el simbolismo visual de unas páginas cargadas de dolor. Y de esperanza.