Gary L. Francione: "Sobre el estatus de propiedad de los animales"
Las leyes del bienestar nos obligan a contrapesar los intereses de humanos y no humanos para determinar si un trato en particular es “humanitario” o si el sufrimiento es “necesario”. Sin embargo, este sistema de balance sirve para oscurecer una consideración normativa importante que hace que cualquier intento de tales comparaciones entre intereses de humanos y animales no tenga sentido: según la ley, los animales son cosas; están considerados como propiedad. Los sistemas jurídicos de la mayor parte de los países occidentales contienen dos tipos principales de entidades: personas y propiedad. La mayor parte de la doctrina legal considera que sólo se pueden entablar relaciones jurídicas entre personas y que la propiedad no puede tener derechos. La categoría de “personas” no se limita a los seres humanos, pues la ley considera “personas” a empresas y otras entidades no naturales a efectos de poseer propiedades y realizar diversas actividades.
Las leyes de la propiedad dan derecho a los humanos a transmitir o vender animales, consumirlos, matarlos, usarlos como garantía, obtener beneficios naturales de ellos, y a impedir que otros interfieran en el dominio o control que el dueño ejerce sobre ellos. Naturalmente, esto no quiere decir que la ley no pueda y no limite el uso de la propiedad animal, pues ciertamente regula el uso de casi todos los tipos de propiedad, entre las que se incluye la animal. Otra cuestión es si estas restricciones producen realmente el resultado que pretenden de proteger a los animales. En cualquier caso, por lo que se refiere a la ley, los animales, como propiedad que son en términos jurídicos, se consideran sólo medios para los fines de las personas.
Cuando los humanos quieren explotar a los animales para la alimentación, la ciencia, el entretenimiento, el vestido o con cualquier otro fin, hay un enfrentamiento obvio entre sus intereses y los de esos humanos dispuestos a explotarlos. La ley, que expresa una perspectiva bienestarista, obliga a hacer un balance entre los intereses de humanos y animales para determinar cuál de ellos es más importante, pero este supuesto proceso de balance prescrito por la teoría del bienestar animal es defectuoso porque pide comparar entidades normativas completamente dispares. Los intereses humanos están protegidos por derechos en general y por el derecho de poseer propiedades en particular. Los animales no tienen derechos jurídicos y se les considera propiedad de los humanos. Por lo que respecta a la ley, este problema es idéntico al que pudiera haber entre una persona y su zapato. El ganador del pleito está predeterminado por la descripción que hace la ley de las partes enfrentadas.
Los intereses de los animales nunca prevalecen cuando se contraponen a los de los humanos, precisamente por motivo de este sistema “híbrido” que obliga a yuxtaponer los intereses de uno que tiene derechos con los de otro que no los tiene y que además de no tenerlos, es también el objeto sobre el que el primero ejerce sus derechos de propiedad. Como propiedad, los animales son bienes muebles lo mismo que lo fueron los esclavos. E igual que en el caso de los esclavos humanos, prácticamente cualquier interés que tengan los animales se puede “sacrificar” o suprimir siempre que el beneficio para los humanos sea suficiente. Hay muchas leyes que prohíben el sufrimiento “innecesario” o que ordenan que se trate a los animales “humanitariamente”, pero sin embargo se acepta el utilizarlos, no sólo para experimentos o como comida, sino también para concursos de perros, carreras, peleas de gallos, sacrificios rituales, paseos en carruaje entre el tráfico de las ciudades, o como “objetos de exposición” en los zoos. Todos estos usos de los animales son “innecesarios”. Pues en efecto, como he observado arriba, pocos profesionales de la salud siguen manteniendo que los productos animales son “necesarios” para una dieta saludable, y un número cada vez mayor de ellos afirma que su consumo representa riesgos graves para la salud. No obstante, la ganadería, que da cuenta del mayor número de animales usados institucionalmente, y otras actividades que contabilizan una cantidad menor, pero sin embargo les producen sufrimientos terribles, están permitidas por las mismas leyes que prohíben infligir a los animales sufrimiento “innecesario” y que ordenan tratarlos “humanitariamente”.
Los distintos sistemas sociales pueden dar mayor o menor importancia a los derechos de propiedad, pero no cabe duda de que en el contexto anglo-americano por lo general se han considerado no meramente derechos “positivos”, o de los que puede decirse que existen sólo en virtud de haberse promulgado de manera prescrita y aceptada, sino como derechos “naturales” o morales, que existen tanto si un sistema jurídico los ha reconocido, como si no es así. El carácter de derechos naturales de los derechos de propiedad lo enunció el principal arquitecto de la teoría anglo-americana de la propiedad, el filósofo inglés John Locke. Argumentaba que la gente tenía derechos de propiedad sobre su persona y su trabajo y que se podía adquirir propiedad “uniendo” el trabajo a un objeto de la naturaleza sobre el cual, en virtud de la divina creación, la humanidad en común ejerciera el control, hasta que llegara a ser propiedad de una persona en particular. De manera que, por ejemplo, incluso aunque todos los “objetos” del bosque sean propiedad común de todos los humanos, si cogiendo un trozo de madera “uno” mi trabajo a él mediante, digamos, tallarlo para hacer un mueble o incluso cortarlo de un árbol, al usar mi esfuerzo he hecho de ese trozo de madera mi “propiedad”. Para Locke “el único fundamento de los derechos de propiedad originales [y] exclusivos” era el trabajo de la persona. Y puesto que los derechos obtenidos eran naturales o morales, y no meramente derechos creados por la ley positiva, el Estado no podía crear derechos de propiedad “sujetos a cualesquiera limitaciones la sociedad juzgue apropiadas”.
Locke sencillamente asumía que los animales, a diferencia de los humanos, no tenían interés en la propiedad de su cuerpo, y desde luego los consideraba objetos que las personas podían transformar en propiedad. Todos los animales de la naturaleza son propiedad común de todos los humanos; sin embargo, cuando una persona en particular caza y mata a una liebre en particular, “de ese modo la ha sacado [a la liebre] del estado de naturaleza, en el cual era un bien común y ha originado una propiedad”. “Así esta ley de la razón hace que el ciervo sea del indio que le ha matado; [está] permitido que sea un bien suyo que le ha conferido su trabajo sobre él, aunque antes fuera un derecho común de todos”. Aunque Locke reconocía que los animales poseían una psicología compleja, mantenía que dios hizo “las categorías inferiores de las Criaturas” para el uso de los humanos.
La teoría de Locke tuvo un impacto importante en las leyes de la propiedad. Uno de los jueces ingleses tenidos en más alta estima, William Blackstone, afirmaba que “no hay nada que tan generalizadamente esté arraigado en la imaginación, y tanto atraiga a los sentimientos de la humanidad, como el derecho de propiedad: ese dominio exclusivo y despótico que un hombre exige y ejerce sobre las cosas externas del mundo, con total exclusión de ese derecho de cualquier otro individuo del universo”. Blackstone, citando el pasaje del Génesis (1:20-28) en el que se da al hombre “el dominio sobre los peces del mar, y los pájaros del aire, y sobre el ganado, sobre toda la tierra, y sobre toda cosa que se arrastre sobre la tierra,” consideraba que “por orden divina, el Creador, generoso en todo, dio al hombre el ‘dominio’” sobre todos los animales.68 Blackstone, basándose en la teoría de Locke de la propiedad como derecho natural, formuló un concepto de propiedad en sentido lato que no tolerase ni la “mínima transgresión” de ese derecho.
La importancia de los derechos de propiedad no ha disminuido con el tiempo y está especialmente arraigada en nuestro sistema jurídico, que prohíbe al estado interferir en la vida, la libertad o la propiedad; colocando los derechos de propiedad al mismo nivel que derechos probablemente más fundamentales como el de la vida y la libertad. Así, la supuesta revolución que empezó con las elecciones del Congreso en 1994 está basada en gran parte en la idea de que las políticas sociales “liberales” han asumido ilícitamente que es apropiado hacer una redistribución parcial de la riqueza mediante el cobro de impuestos y los programas de bienestar social. La crítica al gobierno se centra, cada vez más, en leyes y regulaciones que se considera que vulneran derechos de propiedad como las regulaciones medioambientales que, según se afirma, pretenden desposeer a los terratenientes del valor económico de sus bienes raíces, o las leyes sobre armas porque ordenan privar a los dueños de armas de sus derechos a usar una propiedad cuya posesión se supone protegida por la constitución. El estatus de propiedad de los animales tampoco ha ido a menos. En efecto, está tan afianzado que incluso cuando los humanos no quieren considerar a los animales meramente como propiedad y por el contrario los ven como miembros de su familia, al menos a algunos perros y gatos, la ley se niega a reconocer este estatus. Si un veterinario, por negligencia, mata al perro o al gato de alguien, la mayoría de los tribunales se limitaría a la recuperación de su precio de mercado, como si el animal fuera una propiedad personal inanimada.
Las medidas jurídicas relativas al trato “humanitario” a los animales o a la prevención del dolor “innecesario” dan por sentado, en primer lugar, que la hegemonía de los humanos sobre los animales es legítima y que el único problema es cómo se tiene que ejercer ese poder. La ley supone que los animales son “cosas” y que las “cosas” existen principalmente para satisfacer las necesidades y carencias de las personas. La única cuestión es si la ley interfiere en el uso de la propiedad, y en qué circunstancias, en vista de la creencia, arraigadísima al menos en la mayoría de los sistemas jurídicos occidentales, de que hay que dejar, en la mayor medida posible, que los dueños de la propiedad establezcan por su cuenta los usos a los que la destinan. Por lo tanto, a pesar de la máxima moral aceptada casi universalmente de que hay que prohibir cualquier sufrimiento “innecesario” de los animales, el sistema de balance prescrito por las leyes del bienestar animal asegura que prácticamente cualquier uso de los animales se juzgue “necesario” con independencia de la naturaleza trivial del interés humano en cuestión o de la importancia del interés del animal que se “sacrifique”.
Ante este panorama, conceptos como trato “humanitario” o sufrimiento “innecesario” son sólo una manera de indicar mediante eufemismos si una acción es adecuada o no para facilitar la explotación de la propiedad animal. Por ejemplo, los científicos han realizado experimentos en numerosas ocasiones en los que someten a animales conscientes y sin anestesiar a un calor intenso, supuestamente para ampliar sus conocimientos sobre quemaduras. Por cierto, en un video que enseño a los alumnos de derecho se puede ver un experimento real subvencionado federalmente en el que los experimentadores de una institución prestigiosa queman gran parte del cuerpo a un cerdo consciente y sin anestesiar para estudiar los efectos posteriores en sus hábitos de alimentación y no se considera “cruel” ni “innecesario”, porque facilita una forma de explotación institucional que se considera legítima. La cuestión de si la actuación es “necesaria” se decide no por referencia a algún ideal moral, sino a normas de explotación que ya se han juzgado legítimas. Sin embargo, si un adolescente realiza exactamente el mismo acto, puede ser motivo de castigo por ser un acto “cruel” (aunque incluso la sanción más rigurosa sería de relativa poca importancia), no porque las acciones sean diferentes (ciertamente, no hay diferencia en la calidad del trato en ambos casos) sino porque la acción del adolescente no facilita la explotación del animal establecida, “legítima” e institucionalizada. En el uso institucional, quienes explotan animales (que en la mayor parte de los casos también son sus dueños) determinan que de ese uso del animal se obtienen beneficios y la ley lo acepta. Pero si la “crueldad” o la “necesidad” de dolor, sufrimiento o la muerte las determinan, no la conformidad de la acción con un criterio abstracto, sino los beneficios derivados de ella que establezcan los propietarios, entonces, a no ser que los dueños de la propiedad no actúen racionalmente (si se da la circunstancia de que no maximizan el valor de su propiedad animal), la ley pensará en todos los casos que su conducta está justificada. Es su propiedad y la utilizan del modo más rentable para extremar su valor.
Históricamente se han adjudicado a las personas derechos de propiedad sobre los animales y siguen siendo propiedad porque esa adjudicación de derechos está pensada para maximizar el valor de este tipo particular de propiedad (animales no humanos) para los propietarios (animales humanos). El que se hayan asignado a los humanos derechos sobre los animales refleja precisamente la creencia de que es más efectivo relegarlos al estatus de propiedad, con todas las consecuencias que conlleva y a causa de ellas, que el valorarlos por sí mismos y concederles dignidad y respeto. Interesarse por los animales no es “rentable”. El hecho de que nos adjudiquemos derechos de propiedad sobre los animales significa que no los valoramos por sí mismos —como algo que si no es totalmente una persona, está más cerca de ese estatus que del de cosa— o que no damos a la protección de los animales (o a las regulaciones que limitan el uso de la propiedad animal) más importancia que la necesaria para garantizar su explotación efectiva.
El estatus de propiedad de los animales maximiza la rentabilidad de los recursos animales y es necesario para un mercado en el que tienen precios de compra y venta. Luego, el concepto de valor productivo de los animales no tendría sentido si no fuera por su estatus de propiedad y este valor sólo lo pueden calcular los seres humanos, lo que quiere decir que el estatus de propiedad y el valor productivo de los animales están entrelazados de manera inseparable. Como los animales son propiedad de sus dueños y como se da por hecho que éstos, si no intervienen otros factores, intentarán maximizar el valor de su propiedad, la ley confía en gran medida en su autonomía para asegurarse de que los animales tengan el nivel de bienestar necesario para obtener el mayor rendimiento de su explotación. Por ejemplo, los vivisectores alegan rutinariamente que es absurdo preocuparse por el maltrato de animales en los laboratorios, porque los investigadores que los “maltrataran” regular o sistemáticamente no obtendrían buenos datos de ellos. Pero la producción de buenos datos no es garantía de que el trato en cuestión no sea “maltrato”, ésta es una palabra de contenido arbitrario, no una calificación científica. Decir que hay buenos datos puede significar únicamente que se consideran fidedignos a pesar de lo que se pueda llamar maltrato en el orden moral (aunque no necesariamente en el científico). Por otra parte, el argumento sobre la fiabilidad de los datos ilustra la proposición general de que una persona en su sano juicio no utilizará su propiedad de tal manera que se malogren los propósitos para los cuales, en definitiva, hace uso de ella. La apelación intuitiva a esa actitud bastante de sentido común es una razón por la que generalmente la ley, en sistemas sociales con ideas inveteradas sobre la propiedad, deja que el propietario decida cómo utilizar su propiedad.
Incluso la regulación de los usos de la propiedad para fines públicos, se supone idealmente que maximiza la riqueza social total. En algunos casos, el dueño de la propiedad puede tener derecho a una compensación si ésta (normalmente bienes inmuebles) le es arrebatada o su uso está regulado hasta tal punto que los tribunales juzgan que se ha producido una ocupación forzada. La regulación del uso de animales es la única regulación de la propiedad que, al menos en apariencia, está pensada para “beneficiar” a la propiedad y, al menos en lo que respecta a algunas personas (los que valoran la protección de los animales por encima del nivel que facilita la explotación), no tiene exclusivamente la intención de maximizar la riqueza social. Por ejemplo, aunque ciertas leyes, por ejemplo, prohíban la destrucción o alteración de edificios calificados de “monumentos históricos”, no se pueden definir como leyes que confieran un beneficio al edificio o construcción; sino que su finalidad es garantizar que esos edificios y construcciones estén disponibles en determinadas condiciones para que disfruten de ellos generaciones futuras de seres humanos. Cuando la ley intenta regular el uso de la propiedad animal en una sociedad como la nuestra que tiene gran interés en proteger la propiedad privada e intenta de manera violenta asociar cuestiones morales al comportamiento del mercado, las regulaciones tenderán a conseguir el nivel óptimo de restricción condicionado por el valor de la propiedad y la riqueza social total resultante de esa regulación.
Sin embargo, en la mayoría de usos de los animales, su sufrimiento representa verdaderamente un gasto “externo” porque no es fácil de cuantificar e “interiorizarlo” con el fin de determinar la línea de acción que más favorezca el objetivo del rendimiento económico. Por regla general, los cálculos de la rentabilidad relacionados con la regulación del bienestar de los animales ni siquiera pretenden medir el beneficio desde el punto de vista de los animales, porque al ser propiedad no tienen derecho a estar protegidos por la ley o de otro modo, sino que cualquier valoración del beneficio social de las normas para el bienestar de los animales se entiende en función del beneficio derivado de ellas que perciban los humanos. USDA, que se encarga de hacer cumplir el Animal Welfare Act federal, ha indicado, al valorar la conveniencia de un reglamento federal adicional de la experimentación con animales, que “el bienestar animal es un atributo antropomórfico” que requiere la medición del “aumento en el nivel de la percepción pública [del] bienestar de los animales al ir incrementándose también el rigor de la regulación”. Tales mediciones suponen un “estudio prolongado y prohibitivo de incrementos marginales en el bienestar o en la utilidad social”.
La divergencia entre la necesidad que se percibe de maximizar el valor de la propiedad (en este caso animal) y los gastos por la regulación de su uso se resuelve con normas para el bienestar animal que, mayoritariamente no estarán determinadas por un ideal moral, si no por algún indicador de la utilidad económica percibida. El sufrimiento “innecesario” o el trato “cruel” se llegarán a entender como el sufrimiento que no sirve para ningún fin legítimo. Y sin concepto alguno de prohibiciones absolutas del uso de animales, todos los usos que generen riqueza social se considerarán legítimos. Expresado de otra manera, el trato “humanitario” y el sufrimiento “innecesario” están determinados por lo que facilite más productivamente cada forma concreta de explotación de animales. Si el trato al que se ponen objeciones resulta que causa sufrimiento, pero facilita ese particular uso y genera riqueza social, entonces, por muy salvaje o bárbaro que sea, no sólo se permitirá, sino que se considerará “humanitario”; incluso aunque la acción se considere “inhumana” según prácticamente todas las acepciones del término en el lenguaje ordinario. Si no se ha reconocido un beneficio social originado a partir de ese uso, y si se considera “gratuito”, la ley puede proscribirlo porque disminuye la riqueza social total sin producir ningún beneficio que compense a los humanos o que se reconozca como “legítimo”. Una afirmación clara de la posición bienestarista clásica la expresa Wayne Pacelle de HSUS al decir que HSUS quiere eliminar el “daño gratuito que los humanos causan a los animales”.
Este análisis también indica por qué la mayoría de las veces que los defensores de los animales se oponen a tales normas no prevalece su opinión: si un tribunal acepta que un uso particular de los animales facilita su explotación eficaz, generalmente no exigirá que el propietario haga nada más a modo de protección del animal. Los tribunales rechazan los intentos de imponer restricciones que no sean rentables por parte de quienes no son propietarios, porque dado del estatus de propiedad de los animales y de cómo tratan la propiedad los sistemas jurídicos capitalistas (incluida la deferencia con los propietarios en la idea de que son la parte más idónea para juzgar el valor de la propiedad), los tribunales no tienen manera de interpretar los conceptos arbitrarios de trato “humanitario” y sufrimiento “innecesario” excepto ateniéndose al principio de lo que más facilite el uso del animal para fines considerados “legítimos” o socialmente aceptables. Si asumimos, como es el caso, que los propietarios son la parte más adecuada para valorar su propiedad y también que el beneficio social del incremento del bienestar de los animales es difícil de cuantificar, cualesquiera cambios del proyecto regulador que se desvíen de estos supuestos se considerará, probablemente con acierto, que disminuyen el uso eficiente de los recursos animales. A esta versión de la teoría del bienestar animal, representada en la ley de Estados Unidos (y en grado considerable en todos los países occidentales) la he llamado bienestarismo jurídico para distinguir la ley del bienestar animal de versiones del bienestarismo más protectoras, como las que defienden Garner o Singer, que van bastante más lejos de lo que exigen las leyes existentes. Una aplicación de esta teoría del bienestarismo jurídico puede ayudar a ilustrar mejor este punto. Utilizaré el ejemplo de los estatutos contra la crueldad, que al menos algunos nuevos bienestaristas consideran como una fuente importante de protección para los animales. Por ejemplo, Ingrid Newkirk, al defender el bienestar animal, alega que los estatutos anti-crueldad ya han obligado “a la sociedad a aceptar que la crueldad contra los animales… está más que mal, está prohibida por la ley”. Sin embargo, al contrario de lo que se piensa comúnmente, el propósito principal de estos estatutos no es la protección de los animales. Un examen más detenido revela que tienen un enfoque exclusivamente antropocéntrico y si imponen deberes a los seres humanos, estos no dan lugar a los correspondientes derechos para los animales, sino que, refuerzan y defienden su estatus de propiedad.
La razón de ser de estos estatutos es principalmente que la crueldad contra los animales tiene un impacto perjudicial en el desarrollo moral de los seres humanos, esto demuestra claramente que las leyes contra la crueldad consideran instrumentalmente al animal; es decir, estamos obligados a tratarlos bien, no porque la justicia obligue a ello, sino porque es más probable que maltratemos a otras personas si no lo hacemos así.
Además, la interpretación de los estatutos contra la crueldad siempre ha protegido los intereses de propiedad sobre los animales y sobre la propiedad no animal en detrimento de los intereses del animal. Por ejemplo, la crueldad contra los animales se puede justificar cuando es necesaria para “ayudar a la explotación o expansión apropiada, capacitar al animal para el uso ordinario, o para realizar el papel que se le ha designado por consentimiento común”. Así, por ejemplo, marcar, castrar y matar animales para producir comida, ya sea en mataderos o por deporte, generalmente son acciones explícitamente libres del alcance de los estatutos, lo mismo que los experimentos con animales.
Además, la ley siempre ha permitido causar dolor o incluso la muerte a un animal como parte de su adiestramiento y la imposición de disciplina. Hubo un caso, por ejemplo, en el que un tribunal mantuvo que aunque un perro no es una “bestia de carga”, no es “crueldad adiestrarle y someterle a algún propósito útil. Su uso sobre una ‘rueda’ o un ‘plano inclinado’ o de algún otro modo mediante el cual su fuerza o docilidad puedan ofrecer servicios al hombre, es encomiable y no delictivo”. Muchos de los casos de los que se tiene noticia tienen que ver con matar o dejar lisiados a animales para proteger intereses de propiedad (a veces insignificantes), y los tribunales casi siempre permiten lesionar a los animales casi hasta cualquier punto para proteger la propiedad. Por ejemplo, en un caso de 1981, el acusado disparó y mató a un perro que encontró destruyendo unas cestas de Pascua que había comprado a sus hijos, y el tribunal mantuvo que la acción no era punible según la ley contra la crueldad, ya que ésta contenía la excepción de matar animales que representen una amenaza para “cualquier” propiedad.
Los casos que conciernen a los estatutos anti-crueldad con mucha frecuencia se interpretan según el supuesto, referido arriba, de que los dueños de la propiedad, por su propio interés, no tratarán cruelmente a sus animales. En un caso de 1962, por ejemplo, el demandado, que tenía un circo y zoo ambulante, fue declarado culpable de crueldad contra los animales porque no los mantenía en condiciones humanitarias. Sin embargo, la condena se revocó; el juzgado comarcal sostuvo que aunque el propio juzgado sentía “pena” por los animales, el acusado había “gastado grandes sumas de dinero” en ellos y “ciertamente no iba a perjudicar su inversión no dándoles la comida y el refugio apropiados”. Y añadió que “si bien algunos dueños de plantaciones del Sur antes de la guerra civil podían haber tratado cruelmente a algunos esclavos, por otra parte, el esclavo que producía estaba bien alimentado y alojado por ser el medio de vida del propietario de la plantación”. Los estatutos contra la crueldad nunca han prohibido matar a los animales propios, incluso aunque no pudiera considerarse necesario.
En su mayor parte, excluyen casi todos los tipos de maltrato de animales siempre que el trato en cuestión sea parte de la explotación institucionalizada. Decir que la explotación de animales es “institucionalizada” significa que se reconoce socialmente que la actividad de la cual forma parte tiene algún valor legítimo para los seres humanos. Con otras palabras, la explotación institucionalizada es aquella que la sociedad, o una parte de ella con autoridad, ha reconocido como un uso económicamente rentable o como una actividad cuyos costes, incluido el “externo” del sufrimiento y muerte de los animales, están compensados por los beneficios que obtienen los propietarios. Cuando una actividad se ha considerado legítima, es aceptable matar o hacer sufrir a los animales cuando esto forme parte de ella; el resultado del balance supuestamente requerido por los estatutos contra la crueldad se ha predeterminado tácitamente y el animal pierde. Por el hecho de caer dentro del alcance de alguna actuación aceptada socialmente, se asume que esa actividad es “humanitaria” o “necesaria”. Con semejante panorama, las únicas actividades prohibidas son las que no producen un beneficio socialmente reconocido, pero en una sociedad cuyas normas permiten que el “beneficio” incluya, por ejemplo, disparar a palomas vivas por “deporte”, prácticamente nada será lo suficientemente grave como para constituir una transgresión de los estatutos anti-crueldad.
Una revisión del verdadero funcionamiento de estas leyes indica claramente que no prohíben ningún uso de los animales que forme parte de alguna actividad aceptada tradicionalmente. En aquellos casos raros en los que se decide que una acción constituye crueldad, normalmente esa acción no tiene que ver con ningún beneficio económico o se dan otras circunstancias adicionales juzgadas inaceptables, tales como la aprobación moral del juego o del consumo de drogas que tienen lugar en las peleas de animales, que técnicamente están prohibidas en algunos sitios. Estas pocas actividades en las que la imposición gratuita de sufrimiento se considera “cruel” generalmente representan un uso de la propiedad socialmente indeseable porque reducen la totalidad de la riqueza social. Como dijo Justiniano de la esclavitud en Roma: “conviene al interés público que nadie trate mal a su propiedad”. Esta es la razón por la que en el juicio original de Taub por sus actuaciones en relación con los monos de Silver Spring en realidad no se reivindicara ningún derecho para los animales, ni siquiera indirectamente. No fue procesado por lo que hizo con su propiedad animal, sino por cómo lo hizo. Nadie puso en cuestión su derecho de hacer lo que fuera necesario para realizar los experimentos de desaferentación; lo que se cuestionó fue que consintiera causarles dolor y sufrimiento que no sirvieran a ningún interés legítimo de un propietario sensato. Trató “mal” a su propiedad, del modo que fuera, no por ignorar algún interés que ella tuviera de no estar en aquellos dolorosos experimentos, sino por tratarla de una manera que hacía el propio procedimiento científico y los datos poco fidedignos, disminuyendo así su valor.
Las leyes anti-crueldad realizan la protección de la explotación institucionalizada de animales de diferentes formas. Algunos estatutos requieren un estado particular del ánimo, o mens rea, como puede ser mala intención, lo cual es prácticamente imposible de probar cuando el acusado se dedica a una ocupación “aceptada”, “habitual” o “tradicional”. Otros estatutos contienen exenciones explícitas para actividades como la caza, captura con trampas, pesca, ganadería e investigación biomédica. Quizá lo más importante es que muchos estatutos contra la crueldad sólo prohíben la crueldad “innecesaria” o “injustificada” y estos términos se interpretan, como he señalado arriba, no por referencia a una norma moral abstracta, sino a la relación de la acción con alguna actividad socialmente aceptada. Por último, prácticamente todos estos estatutos imponen castigos de muy poca importancia, y el personal encargado de aplicar la ley muchas veces, incluso en los casos claros, está poco dispuesto a hacerla cumplir.
No quiero sugerir que los estatutos contra la crueldad sean completamente inútiles, pues de vez en cuando se usan en beneficio de los animales. Sin embargo, a la vista de cientos de casos que protegen el abuso más depravado de los animales, indicar, como hacen algunos bienestaristas, que estos estatutos han inducido a la sociedad a aceptar que la conducta cruel además de ser mala es ilegal, no es sólo inexacto, sino absurdo.
(Fuente: “Lluvia sin truenos: la ideología del movimiento por los derechos animales”, Gary L. Francione)
excelente artículo!!!!!!!