“The Last of Us”, “The Impossible Picture” y “Ember” (FILMADRID)

 
Por Jaime Fa de Lucas.
FILMADRID es un festival que se caracteriza por intentar descubrir nuevos talentos y promover el cine menos visible. Cada vez que me asomo a este tipo de festivales siempre tengo sensaciones contradictorias. Por un lado, creo que es indispensable dar voz a los autores, independientemente de su nombre, raza, sexo… o del carácter experimental de sus obras, y más en un ámbito que se está volviendo cada vez más comercial. Pero por otra parte, mi experiencia me dice que la gran mayoría de películas no merecen la pena. Hay que dar visibilidad a los autores, sí, pero sólo a los que tengan calidad. Quizás habría que aplicar el concepto de “festival desierto”, como si se tratara de un premio literario, para reflejar que las obras enviadas no dan la talla.
Bien podría ser el caso de esta edición de FILMADRID si todas las obras siguen la misma línea que las tres que he podido ver: The Last of Us, de Ala Eddine Slim; The Impossible Picture, de Sandra Wollner, y Ember, de Zeki Demirkubuz. Aquí las etiquetas de “cine de autor” o “cine en los márgenes” parecen más una excusa para suavizar la exagerada dosis de aburrimiento que se suministra. Visto lo visto últimamente en muchos festivales, no sólo en FILMADRID, parece que una de las características principales del cine de autor del siglo XXI es su incapacidad para entretener y atrapar al espectador.
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En The Last of Us, de Ala Eddine Slim, asistimos al viaje de un hombre que recorre el desierto hasta llegar al norte de África. Allí roba un barco, naufraga y aparece en un lugar extraño donde se relacionará con un anciano, animales, la naturaleza salvaje… hasta el punto de vivir situaciones surrealistas. The Last of Us no tiene diálogos, no se escucha ni una palabra, todo se desarrolla con el sonido ambiente. El silencio se erige, presumiblemente, como elemento que deja que las imágenes y los sonidos hablen por sí solos. El problema es que aquí todo es tan mudo como el protagonista. De hecho, Ala Eddine Slim, en su incapacidad para transmitir algo audiovisualmente, incluye a la media hora de metraje un fondo negro con algunas frases que intentan dar un toque poético al asunto, ya que, insisto, las propias imágenes no son capaces de  transmitir demasiado. Se aprecia cierta sensibilidad compositiva, con encuadres pensados y una fotografía más que respetable, pero no hay un lenguaje audiovisual con la potencia suficiente para sacar al relato de la monotonía más bochornosa. Creo que esta idea, a lo sumo, daba para un mediometraje. La escena final, que resulta más o menos ingeniosa, intenta rescatar a la película dando un toque diferente, pero los problemas de ésta son mucho más profundos. Me resulta muy difícil creer que alguien sea capaz de mantener el interés durante todo el metraje.
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Sandra Wollner perpetúa el crimen en The Impossible Picture, una aglomeración aleatoria de vídeos domésticos que únicamente despunta en sus últimos 10/15 minutos con una metáfora de una carpa, la muerte y la memoria. La intensidad y la fuerza simbólica de ese tramo final es deslumbrante, pero claro, la película dura 70 minutos y uno llega ahí ya agotado por tanta aleatoriedad e irrelevancia –teniendo en cuenta que 70 minutos no es nada–. La excusa para desarrollar una estructura desordenada es que imita el funcionamiento de la memoria, algo que por trillado no resulta nada plausible. También habría que remarcar que está grabada en 8mm, lo que le da cierto barniz estético que la hace más digerible –aunque es más mérito del objeto que captura las imágenes que de la propia directora–. Hay imágenes mal expuestas, situaciones que causan indiferencia, algún comentario pseudofilosófico que sobra… En definitiva, es un trabajo muy irregular en su conjunto. La intensidad del final no está presente en el resto de la obra, lo que pone en duda los principios compositivos de la autora, ya que parece que ha estirado el metraje, no por cuestiones puramente artísticas, sino para esquivar el prefijo “corto-“ y añadir el de “largo-“.
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Cierra el círculo de insulsez Ember, de Zeki Demirkubuz. Una historia de amor mil veces vista, con cuernos, problemas económicos, juegos de poder entre personas, sentimientos de inferioridad, etc. Demirkubuz sigue componiendo planos en los que aparecen paredes y marcos de puertas por todas partes –como ya hizo en Nausea (2015)–, lo cual a mí, personalmente, me parece horrendo. Es evidente que quiere generar una atmósfera opresiva y limitadora, pero creo que hay otras formas de conseguirlo, y más si ese recurso ya lo has sobreexplotado en tu película anterior. Quizás el mayor problema de Ember es que su desarrollo es exclusivamente lingüístico, a través de los textos que los personajes se lanzan entre sí. Además, esos diálogos apenas muestran riqueza escénica, no hay dinamismo, no hay movilidad, planta a los sujetos en un par de sillas y que se pongan a hablar. Esta tendencia, en una película que dura casi dos horas y en la que la mayor parte del tiempo vemos a una serie de personas hablando en pantalla, la hace completamente soporífera. Únicamente rescataría dos o tres planos en los que aparece la protagonista caminando y en el fondo se ve una carretera con luces de coches. Las únicas luces que habitan en la película.

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