Incursión en el laberinto pictórico de las emociones
Por Pedro Luis Ibáñez Lérida.
Diego Vaya abunda en su reciente obra Luis Gordillo (insularidad e inconformismo) en el aura ética y estética del pintor sevillano. Esta vertical meditación es síntesis de autenticidad.
EN LA REVISITA DEL ARTE hay una concepción diferenciadora. El propio hecho contemplativo ante aquel nos deconstruye. Es decir, apela a ese grado de pequeñez y estado fragmentario que somos: piezas de un rompecabezas que dejamos a medio terminar. Biografías errabundas y enigmáticas que como el mítico Rosebud de Ciudadano Kane apenas se resume. Pero la comparativa no viene determinada por el hecho artístico en sí. Es solo un espejismo que contiene el interrogante mayor. La realidad no se ampara en la vida. Es esta la que se reafirma en las distintas realidades a las que nos aproximamos y en las que nos extraviamos. Y entre ellas, el fondo abisal que insondable tiembla en nuestro interior.
LUIS GORDILLO (INSULARIDAD E INCONFORMISMO) -Ediciones de la Isla de Siltolá. Colección Levante. 2016- atisba, en primera instancia, desde la interpelación, “¿Pero puede un autor ir continuamente más allá de lo que ha creado y a la vez seguir siendo él mismo?”, para inmediatamente describir con elocuente discurso e intimista cercanía la impregnación en la trayectoria del pintor sevillano. En este quehacer literario, a modo de breve ensayo, la verificación del estilo pictórico-biográfico es fedatario del proceso introspectivo y experimental que alimenta su creación. La argumentación se ciñe al alma que contiene esa vertebración del mundo y las constantes vitales de los seres humanos que la digieren. En ese mismo latido de interlocución, la interpretación de los signos, bien pudiera identificarse con el pensamiento del poeta José Ángel Valente cuando afirmaba que “Solo se es escritor cuando tienes una relación carnal con las palabras”. La realidad que vincula espíritu y materia en la densa absorción de los matices que el tamiz artístico filtra hasta la exigencia más corresponsable. Y es que en la obra de Gordillo la amplitud de su definición proviene de su propia duda y la permeabilidad del contexto vivencialmente contemporáneo que palpita a su derredor. En una reciente entrevista señalaba que “(…) yo tengo la sensación de que hay una realidad, de que hay un jugo que sale de calle, de la gente, de las mercancías, del mundo económico, del mundo político, hay una vitalidad y una energía en todo eso que pienso que traslado a mi obra junto con mis sentimientos, con mi propia energía, con mis dudas… Todo eso forma el meollo de la obra”. La experimentación es inherente a ese deseo constante desde sus primeros trabajos en profundizar sobre la densa oscuridad que portamos como equipaje.
DIEGO VAYA INTEGRA EN UN CORPUS ATÍPICO la perspectiva lúcida de incorporarse a la propia creación que sonda como espectador activo para, más tarde, desde la equidistancia del pensamiento y la reflexión, atrapar el halo que la insufla. Sin reparos, con la disposición intelectual ausente de elucubración y sí con la manifiesta impregnación de los códigos que maneja el autor de Blancanieves y el pollock feroz, realiza un trabajo perspicaz que introduce al lector en el universo del pintor a pie de lienzo. Fraguando una sólida y atractiva argumentación con la que nos introduce desde diversos ángulos de visión y análisis en las cinco décadas de pulsión pictórica de contestación. En su rico y acertado planteamiento de abordaje del asunto, se advierte ese afán de búsqueda que todo proceso creativo que se precie conlleva. Ambas energías, las del pintor y las del escritor se suman indefectiblemente. Aunque sin esa pretensión, y delimitando con claridad meridiana ambos perfiles, una sutil alianza va conformándose a lo largo de esta disertación para que fructifique en diálogo. Y no precisamente entre escritor y pintor. Lo es entre texto y lector exclusivamente. Este es uno de los aciertos que caracteriza la sencilla puesta en escena de esta atractiva galería a la que como cicerone su autor nos invita. De esa manera va iluminando con paciente determinación la poderosa simbología a la que nos enfrentamos desde el pretil literario. Nos apontocamos y disfrutamos de la extraña revelación a la que asistimos. Entre la suma de aspectos, tanto físicos como psíquicos, espirituales o materiales, que esta visión sobre uno de los más conocidos pintores contemporáneos españoles nos brinda, la singularidad se hace evidente desde los primeros párrafos. En la propia esencia que bucea existe un más allá que la escritura araña con vehemencia. He ahí el deseo pero también la realidad de ese “cuerpo interrogante” que considerara Luis Cernuda y que en su paisano lo sigue siendo como hecho connatural a la pintura que desarrolla. Pese a que lo considere cursi y le aburra mucho el autor de Variaciones sobre tema mexicano, como así manifestó en una entrevista al hilo de la presentación de Little memories en el año 2010. Recopilación de frases sueltas que escribió en un cuaderno verde entre 1988 y 1999. No obstante, el mismo se definió como “analfabeto de la poesía” y de “mal escritor” con esa misma dosis de ironía que imprime en sus obras y títulos y que da cierta medida de ese otro Gordillo que está más allá de sus obras y de sí mismo. Diríamos que se tratan de versos comunicantes en el tiempo. A saber: de la poética que se adentra en el pasadizo más fieramente humano y desvela la verdadera identidad que somos. En la lectura de esta obra encontramos otro aliciente al comprobar felizmente la ósmosis que se establece entre literatura y pintura: Jorge Luis Borges, William Shakespeare, Calderón de la Barca, Frank Kafka, James Joyce, Silvia Plath. T. S. Eliot, Unamuno o Fernando Pessoa articulan el pensamiento en la exploración infinita que las imágenes confieren a la palabra escrita y viceversa. En todo fundamento visual existe un ideario no escrito. Y en toda escritura un impacto invisible.
ESTE NUEVO REGISTRO LITERARIO del autor de Medea en los infiernos, es un afianzamiento en su itinerario de arraigo a las convicciones profundas. Cuestión no menor en atención a la dispersión y deriva que sufre el mundo cultural. Y en la que los escritores son ciertamente corresponsables de la banalidad y mediocridad que impera como exclusivo distintivo comercial. Hablamos de la belleza moral que defendía Pier Paolo Pasolini y que bien pudiera definir esta indagación no solo en la pintura de Gordillo. También en la apuesta del escritor por el riesgo de su planteamiento introspectivo que comporta silencio. Ese silencio al que nos encamina la literatura si realmente lo es. Ese silencio que Ernesto Sábato denominaría como “escritura nocturna” que escarba en el subconsciente y en lo indecible por esa carga de rencor y pasión, y la “escritura diurna”, que aun cuando inventa, expresa un mundo en el que se reconoce el propio escritor. Diego Vaya inserta su línea de acción entre ambas. Y es ahí donde el también poeta y novelista, asiente en la dimensión auténtica que posee, y se apresta para no obviar su principal objetivo y fin: la búsqueda de lo esencial. Solo desde el vislumbre de la sencillez ese empeño empieza a dejar de ser una quimera y se convierte por sí en una piedra que arrojada al estanque tiene fe y convicción en llegar al fondo.