'The Leftovers' (milagrosamente, no contiene spoilers). Crítica de Irene Zoe Alameda


Ayer se emitió en EE UU el último episodio de The Leftovers, una de las series más complejas y líricas de HBO, que se encuadra dentro de la tradición de lo que llamaré “realismo mágico” norteamericano. Pese a los avisos por parte de los creadores, Tom Perrotta y Damon Lindelof, de que la temporada final no ofrecería respuestas, lo cierto es que sí las ofrece, y a esas respuestas se une una sensación de cierre perfecto que aboca a la euforia.
 
No es The Leftovers una serie para cualquiera; muy al contrario, se trata de una propuesta que selecciona a su público desde el primer minuto, y unos la aborrecerán tanto como otros la admiramos. ¿Su punto de partida? El 2% de la Humanidad (140 millones de personas) se esfumó el día 14 de octubre de 2011. En ese mundo, casi igual al nuestro pero post-apocalíptico, se sitúa la historia del jefe de la policía de Mapleton, Kevin Garvey (Justin Theroux), padre de dos hijos adolescentes y cuya esposa Laurie (Amy Brenneman) lo ha abandonado para unirse a una secta nihilista cuyo objetivo es asegurarse de que nadie olvidará a quienes se fueron.
 
La distribución de capítulos es altamente audaz, pues los guionistas deciden interrumpir el curso de la trama para convertirlos en estudios monográficos de los personajes que irán contribuyendo de formas azarosas o predestinadas a la materialización de una profecía autocumplida. Así, ya avanzada la primera temporada, hará acto de aparición el personaje central de Norah Durst (Carrie Coon), ulterior pareja de Kevin y el elemento de mayor conexión emocional con esa parte escéptica que cualquier espectador guarda ante una ficción de carácter tan fantástico como esta.
 
El recorrido temporal de la historia de Kevin Garvey y Norah Durst se alargará durante veinticuatro años, si bien la práctica totalidad de los veintiocho capítulos se centrará entre los tres y los siete años posteriores al evento sobrenatural que dispara el argumento. Uno de los grandes aciertos de la producción es la música de Max Richter, que crea una sintonía heredera de las bandas sonoras de Michael Nyman (viene a ser un preludio musical del leit motiv de El piano) y que educa al espectador hasta evocar una respuesta conmocionada en los momentos dirigidos por el equipo de realizadores.
 
Concebida a partir de los esquemas del Infierno y el Purgatorio de Dante, la obra en sí constituye una invitación a la catarsis desde el hecho incomprensible de la muerte. Si bien los personajes de The Leftovers parecen los supervivientes afortunados de un suceso dramático, conforme nos adentramos en sus vidas nos preguntamos si no serán ellos los restos, las personas sobrantes (eso es lo que significa el título), los que en realidad se han esfumado. ¿Quiénes siguen aquí y quiénes se han marchado? Esa paradoja tan kafkiana tiñe de infelicidad a cuantos deben seguir adelante con sus vidas después de haber perdido a los suyos sin saber cómo ni por qué. Es tal el dolor por la falta de respuestas, que nos convencemos al final de la primera temporada de tener la suerte de habitar en un mundo en el que los muertos nos dejan un cadáver que nos permite dar por concluido un ciclo. Al ver la serie, llegamos a comprender con alivio que la pérdida que todos experimentamos es sin duda mejor que eso…
 
En esa inconclusión sin duelo se regodea una segunda temporada, en la que se hace patente la encarnación del Infierno dantesco en Kevin (a quien literalmente Virgil –Steven Williams- le da la entrada al universo de los muertos), y del Purgatorio en Norah (que busca el acceso al espacio de los desaparecidos); y esas dos alternativas en el modo de lidiar con el acabamiento llevan a una inesperada bifurcación. A partir de esa separación, que conduce a la tercera temporada y a los viajes metafísicos y épicos de ambos personajes, se plantea el desenlace como una llegada al Paraíso, en uno de los finales más románticos y satisfactorios de la historia de la televisión.
 

www.irenezoealameda.com

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