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John Carpenter: Miedo, exceso… y mucho maquillaje

 
Por Julián González Seoane.
El Carpenter director

Hoy toca ponerse nostálgico.
Desde que siendo muy pequeño vi por primera vez Vampires (no es su mejor película, lo sé), quedé fascinado con el peculiar estilo del director neoyorkino. Siempre al borde de la serie B, el sello Carpenter cuenta con una serie de constantes, a destacar:
– Un protagonista muuuuuy macarra, el prototipo de tipo duro ochentero –“he venido a mascar chicle y a patear culos, y me he quedado sin chicle”– Roddy Pipper dixit.
– Éste se enfrenta a un mundo real, pero con un toque permanente de decadencia, deshumanización y violencia inherente e implícita –sus películas a menudo me producen sensación de desasosiego, parecida a la de, salvando las distancias claro está, The Chase, de Arthur Penn–, en el que hace acto de presencia algo fantástico.
– Un humor negrísimo y a menudo zafio, generalmente con el protagonista –lógicamente– como stand-up comedian improvisado.
– Los detalles gore, casi siempre como valor diferencial de sus películas, pues –al menos personalmente– nunca me parecen gratuitos, al contrario, los considero necesarios para enriquecer ese todo que es la particular visión de Carpenter.
– Un final desalentador, en el que el protagonista no suele salir bien parado, al igual que su –nuestro– mundo.
– Y unas b.s.o. que suele componer él mismo, minimalistas y bastante similares entre sí, breves notas repetitivas que contribuyen amplificando la tensión y la angustia.
Como seguidor de este gran director, a menudo he pensado si esta particular marca de agua no ha sido un obstáculo insalvable en su camino hacia el panteón de los grandes cineastas, al menos en cuanto a la opinión de la crítica. Evidentemente, su influencia en los terrenos del terror y la ciencia ficción está fuera de toda duda, con mundos postapocalípticos que han sido adaptados hasta la saciedad, una manera de contextualizar sus historias, con ese mundo frío, violento y con ciertos tintes autoritarios, a veces evidentes –They Live, Escape from New York– y otras intuido –In the Mouth of Madness– al que se enfrenta el protagonista, y que posteriormente hemos visto en otros grandes de la ciencia ficción, como Verhoeven, Cameron o Gilliam, y un humor y gore “necesarios” de los que estoy seguro que Tarantino, Kevin Smith o el primer Peter Jackson le deben cierto crédito.
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El miedo de Carpenter. ¿Excesos contraproducentes?
A mi modo de ver, todo esto ha ido contra su potencial concepción de cineasta serio, paradigma de un género e inspiración oficial de una forma de hacer cine  ¿Por qué no hacer una película más seria a partir de ese genial guion que es They Live? Particularmente me parece una historia cada vez más relevante conforme el mundo se ha movido, que diría Stephen King –para mí, el MAESTRO de lo sobrenatural, con un estilo que converge en muchos puntos con el de Carpenter, y de los que estoy seguro se han retroalimentado ambos, más allá de su colaboración en Christine–, pero el director la lleva a la vida limitándola y caricaturizando su propio estilo, entendiéndola como una película menor: actores de tercera fila que hacen gala de una excesiva –incluso para él– verborrea y chulería, desconexión entre escenas muy evidente en ocasiones y una autoconsciencia de película satírica que termina por hacer que el espectador no se la tome tan en serio como debería, ya que la crítica social acerca del pensamiento dirigido es brillante.
Otro ejemplo: In the Mouth of Madness. Potencial mención recurrente a película de miedo de los 90. Un homenaje al eterno Lovecraft, una historia compleja –incluida secuencia inicial que descoloca a todo aquel que haya leído la sinopsis–, con ese escritor motor de la trama capaz de influir en la realidad con su obra, una mina de oro para alguien con la creatividad de Carpenter… y sin embargo la cinta no alcanza a cubrir las expectativas que genera, considerando una vez más al sello como parte importante de esto.
Multitud de escenas maravillosas –la construcción del mapa con las portadas de los libros, el aterrador personaje en bicicleta, ese «trrrrrrr» de los naipes contra los radios de la rueda…, los niños a la puerta de la iglesia, los sueños demenciales de John…– que terminan parcialmente eclipsadas por el tinte desmesurado y excesivo que toma la trama en su avance –el gusto por lo grotesco y lo deforme se intuye implícito a la temática, pero acaba por saturar y perder el sentido de la necesidad en escenas como la de la dueña del hotel y su marido, e incluso un detalle genial como la progresiva deformidad de los habitantes del pueblo termina rayando el ridículo–. Y qué decir de lo limitadísimo de algunas actuaciones: Sam Neill se mantiene a buen nivel, mientras el resto… mención especial a los desmayos y sobresaltos de Julie Carmen.
La película sigue siendo magnífica en su conjunto, pero considero que había madera para llegar a ser referente. Aunque… llegamos al brillantísimo final. Y este también es puro sello Carpenter. La desolación plena hecha desenlace; no hay salvación posible, ni para John ni para nosotros como espectadores, ya que hemos sellado nuestro destino una vez le hemos dado al play –siendo imaginativos podemos llegar a ver aquí un germen de ideas como The Ring–.
Me paro a pensar en todo esto, analizando pros y contras, y llego a la conclusión que siempre se repite con los grandes: a Carpenter, como a todos los genios, hay que aceptarlo tal y como es, ya que al final sus excesos se terminan diluyendo en esa genialidad creativa que parece innata, y en su permanente crítica social, pasando a ser bien un valor añadido bien un “este Carpenter… está como una cabra”, dicho mientras asoma una sonrisilla que refleja una agradable mezcla de complicidad y reverencia.
Además, y quién sabe si pensando precisamente en su legado creativo, en el año 1982 aparcó sus excentricidades a un lado y nos dejó una de las tres mejores películas de terror de la historia –en mi humilde opinión, claro está–, junto a Alien y El exorcista (el orden lo dejo a criterio de cada uno); La cosa. Sólo el título ya pone los pelos como escarpias.
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El legado de Carpenter
La cosa es una maravilla, se mire desde donde se mire:
– La música del maestro Morricone, minimalista en extremo, y cuyas simples notas me trasladan a una escena de pesadilla; una oscura habitación iluminada intermitentemente por una alarma de color rojo que deja ver una sombra que avanza.
– Los personajes, maravillosos todos ellos –Keith David, aquí sí–, con los que el espectador empatiza al instante por su contexto y camaradería, con un mérito extraordinario del director debido al poco tiempo de desarrollo del que gozan la mayoría.
– Un Kurt Russell excelso como protagonista, duro pero sin bravuconadas, que actúa siempre fría e implacablemente, aun manteniendo en todo momento su humanidad.
– Un avance en la trama brillante, con un pulso narrativo maravilloso –aquí la música es esencial–, un planteamiento de obstáculos que nunca resulta forzado y una resolución de los mismos sin trampas de guión y de manera imaginativa pero a la vez plausible –magistral ese cable pelado calentado al fuego del lanzallamas–.
– Unos efectos especiales artesanales simplemente impresionantes, contribuyendo el paso del tiempo a que cada vez sean más terroríficos –por grotescos– y, como ya he dicho anteriormente, necesarios –la reanimación, la cabeza-araña…–.
– Y cómo no, un final apoteósico, desalentador e injusto, que además da pie a una teoría que aún hoy no está del todo aclarada: ¿esa botella que ofrece MacReady a Childs en la última escena, y que éste se bebe sin pestañear, es un cóctel molotov?
Sí, de acuerdo, es una película de monstruo, pero, y aquí está la maestría de Carpenter, no se construye alrededor de este. Lo que vemos es la desesperación de unos hombres por sobrevivir en un entorno extremo, en cualquiera de las dimensiones que nos imaginemos –meteorología, aislamiento, imposibilidad de confiar en los que otrora fueron sus amigos, y que pueden seguir siéndolo…–, y esto, a mi modo de ver, es la esencia del miedo. Y puede que también la de su cine.
 

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