El borroso espacio que separa ficción y realidad.

por Fernando Travesí.
El famoso método de actuación teatral de Stanislavski recurre, entre otras cosas, a la memoria emocional del intérprete como base para la construcción de sus personajes. “El método” (usado y defendido por muchos directores, actores y actrices con la misma contundencia con la que se defienden los dogmas) es, quizá hoy, el proceso de formación actoral más usado y extendido en el mundo y, con sus variaciones, ha dado origen a multitud de escuelas desde el legendario Actors Studio de Nueva York hasta el centro de formación que pueda haber en la esquina de su casa.
A través de este método, el actor o la actriz bucea en su memoria afectiva, buscando recuerdos y sensaciones en su mundo interior que le permitan crear una conexión emocional con la historia del personaje que va a interpretar. Y, a partir de ahí, va expandiéndolas a base de un trabajo complejo de improvisaciones y ensayos para, poco a poco, dar forma al personaje en toda su dimensión, en todos sus detalles.
Son muchísimos los actores y actrices que lo han utilizado a lo largo de sus carreras para “meterse en sus personajes”, lanzándose a intensivos procesos de introspección, de documentación, de transformaciones físicas y también de búsqueda de experiencias personales (a veces extremas) que les permitiera después, frente a la cámara o en el escenario, recrear artísticamente y con veracidad el personaje que se les hubiera encomendado. La lista de aquellos a quienes trabajar con “el método” les ha proporcionado éxitos, premios y reconocimientos es larguísima (Al Pacino, Kate Winslet, Daniel Day-Lewis, Natalie Portman etc.) pero también lo es la de aquellos que lo han llevado a tal punto que han pagado graves consecuencias físicas y psíquicas. La pasión artística, la intensidad de los ensayos y los rodajes (y, por qué no decirlo, también el ego) pueden llegar a diluir la frontera invisible entre las emociones reales del actor y las del personaje, dejando al intérprete “atrapado” y “perdido” en esa esfera de ficción que ha creado con tanta dedicación y esmero. Se cuenta siempre, por ejemplo, que la veterana actriz Lola Herrera tuvo que retirarse de los escenarios después de interpretar durante muchos meses el inolvidable monólogo de Miguel Delibes “5 horas con Mario”, afectada por una profunda crisis personal a la que caminó  (función a función) de la mano del personaje que interpretaba.
¿Qué la realidad siempre supera a la ficción? Quizá sea necesario empezar a revisar semejante afirmación o, al menos, empezar a decirla con la boca pequeña y con menor rotundidad. Especialmente, en estos tiempos en los que vivimos, en los que los espacios virtuales de ficción que nos creamos todos los días son cada vez más poderosos y omnipresentes. Tanto, que pueden llegar a desplazar la realidad a un segundo plano y ponerla al servicio de la ficción: mi vida queda distorsionada con la historia de un personaje de ficción al que interpreto; al igual que mis experiencias cotidianas quedan subordinadas a mi mundo virtual y sirven, básicamente, para crear contenido en mis cuentas de Facebook, Twitter o Instagram.
Y es que la lista de actores y actrices que han perdido la capacidad de distinguir entre la realidad y la ficción se haría infinita si a ella sumáramos todos los anónimos que conocemos cada uno y que viven su día a día pendientes de procesar su realidad en ficción. Retransmitiéndola a cada paso en su mundo virtual, alterándola cuidadosamente para conseguir el efecto deseado en el público y confundiendo sus emociones reales con las que interpretan en sus redes sociales.
Un estupendo artículo de la revista New Yorker daba cuenta recientemente de la inversión de las cosas describiendo la vida de una pareja que, después de romper y renunciar a su vida “convencional” se lanzan a la aventura de vivir por el mundo en una furgoneta buscando cumplir el mito de una vida en libertad y sin ataduras .La pareja, encuadrada en un movimiento extendido ya por muchos países (#vanlife), empieza a acumular seguidores en su cuenta de Instagram en la que muestran el mundo idílico de quien vive sin rumbo, durmiendo hoy en una playa, mañana en un bosque y siempre en contacto con la naturaleza, sus hobbies y sus pasiones: los perros, el yoga, la bici. Todo muy neo-hippie (perdón, perdón, se dice hípster).
Pero el artículo cuenta lo que las fotos no muestran: la trastienda con todas las miserias de la vida en carretera, la vulnerabilidad ante la meteorología, las tensiones que se crean entre la pareja al vivir en un habitáculo diminuto sin luz ni agua corriente etc. Y describe de manera precisa y aséptica cómo el sueño inicial de la pareja se va transformando a medida que crece el público virtual que contempla su “paraíso”. Y cómo su libertad va estando cada vez más comprimida por la imperiosa necesidad de producir contenido con el que alimentar sus redes y saciar el apetito de sus seguidores, cuyo grado de satisfacción recuentan y analizan obsesivamente examinando el número de “me gustas” y las opiniones en los comentarios. La producción de contenido para las redes se les convierte pronto en obligación contractual pues la pareja establece “alianzas” (la palabra contrato no queda bien en el lenguaje alternativo) con compañías que financian su modo de vida a cambio de patrocinios y publicidad de sus productos, más o menos encubierta, en las fotos que la pareja publica en sus redes sociales.
Y sigue el viaje de la pareja que más que kilómetros hace verdaderos esfuerzos, a menudo surrealistas, para poder recrear, fotografiar y publicar el modo de vida idílico que el imaginario colectivo otorga a su espíritu aventurero. Sus seguidores (desprevenidos de tanta labor de producción detrás de escena) se deshacen en halagos y admiraciones: “¡Qué maravilla de estilo de vida!”. “¡Es mi ideal!”. “¡Vosotros sí vivís la realidad!”
Una realidad que, en realidad, se acerca más a una factoría de ficción. En vender una imagen de la libertad “auténtica” producida artificialmente, lista para el consumo, empaquetada con una marca “alternativa” y anclada en las mismas dinámicas de mercado que cualquier transacción en un centro comercial de las que la pareja neo-hippie (perdón, hípster, se dice hípster) pretendía huir.
Y es que, aunque quisiéramos seguir afirmando que la realidad siempre supera la ficción hoy día hay que reconocer que la ficción es más que capaz de filtrar, alterar y moldear la realidad. Diluyendo el borroso espacio que las separa y obligándonos a todos, de una manera u otra, a vivir en un espacio gris, en una tierra de nadie en la que es muy fácil perderse y confundirse.
Fernando Travesí

 

Fernando Travesí

Escritor y dramaturgo galardonado con el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca por su obra “Ilusiones Rotas”. Entre su producción teatral se incluyen “Palabras de amor, sangre en la alfombra”, “Tú, come bollos”, “Acuérdate de mí”, “El Diván”, "El espacio entre medias" y "La sensación de no saber estar", representadas en diversos escenarios españoles (incluyendo el de la Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos) latinoamericanos y estadounidenses. En el ámbito narrativo, es autor de la novela “La vida imperfecta”, (Editorial Editorial Siltolá, España. Editorial Planeta, Colombia) premiada con el Premio de Novela Corta del Fondo de Cultura Económica (Colombia). Es también autor del libro "Peter, Niño Soldado" (Ed. Martínez Roca, Grupo Planeta 2004) y su más reciente publicación e el libro de relatos “El otro lado de las cosas (que ocurren bajo el cielo de París)” (Editorial Siltolá, España)

2 thoughts on “El borroso espacio que separa ficción y realidad.

  • el 4 junio, 2017 a las 3:53 pm
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    Me encanta este artículo, que interesante esta percepción sobre esta nueva esclavitud que hemos creado, donde la vida en línea poco a poco se come tu vida real

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    • el 31 julio, 2017 a las 9:01 pm
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      Gracias Indhira, cierto es que nos hemos convertido en esclavos de las pantallas.. y no miramos más allá. Un beso fuerte!

      Respuesta

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