'La regata', de Manuel Vicent
Por Ricardo Martínez Llorca @rimllorca
La regata
Manuel Vicent
Alfaguara
Madrid, 2017
233 páginas
De las tres formas de agua salada a las que Isak Dinesen confiaba la cura de todos los males -el sudor, las lágrimas, el mar-, Manuel Vicent elige el mar. El mar es un paisaje y una narración. Y fuera del ADN o las injusticias que cometieron nuestros padres, fuera de cómo uno aprenda qué es la amistad, es decir, al margen de los vínculos humanos, son las dos palabras que nos construyen. Contra Paraíso, la mejor obra de Vicent, es el paradigma de esta fe. Vicent se entrega al idilio de su relación con el Mediterráneo, el mar que más narraciones ha gestado, en esta nueva obra, más próxima a Son de mar que a la autobiográfica antes mentada: el Mediterráneo puede devolverle a uno cualquier fantasía, no solo la infancia. Pero ahora el mundo, que nació en el Mediterráneo, está lleno de víctimas como el mar de contaminación.
Los protagonistas de la obra, enlazando con Desfile de ciervos, son los causantes de tanta decadencia. Son la decadencia a la que asistimos a diario en televisión. Uno no puede por menos que preguntarse cómo es posible que alguien que disfrute tanto del olor de las naranjas encienda la televisión para conocer a ese elenco de culpables, a no ser que sea para facilitar que una amarga ironía subraye alguno de los párrafos. Vicent, siempre lírico y tal vez obsesionado con el estilo, lo cual nos ha dado algunos de los párrafos más hermosos de la literatura española de las últimas décadas, se centra en la denuncia sin importarle caer en la caricatura. El mundo, la televisión, es una caricatura. Eso es real, aunque a uno le hubiera gustado disfrutar de otro ambiente en algunos momentos de la novela. Puestos a ello, Vicent confía todo a su prosa, incluyendo las relaciones de técnicas específicas de navegación o la aparición, que es un tumor, de una patera y un inmigrante muerto flotando, como una contaminación más, en el mar de su pasado, al que recurre para relatar lo grotesco del presente. Grotesco por la falta de dignidad, una virtud que a los actores de la novela les importa una mierda: corruptos y mujeres ciervo que pueblan los distintos barcos de la regata, una regata sin competición, que vamos conociendo saltando de uno a otro. Y en todos ellos lo único que tienen en común es que intentan tapar su conciencia de vulnerabilidad evocando unas desgracias que les alejan todavía más de la realidad del lector. Vicent sigue sabiendo que sus daguerrotipos son un punto fuerte en su proyecto literario.
Por lo demás, nos queda la idea, la ilusión, el deseo de que ojalá el Mediterráneo no sea lo que aparece en La regata, que ojalá siguiera siendo Contra Paraíso. Porque el mar es la música de Vicent, y la música es la conciencia. Observador, esteta, irrepetible, a Manuel Vicent le echaremos de menos el día que nos falte. Tanto como él echa de menos el Mediterráneo de su infancia.
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