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Dancing Beethoven (2016), de Arantxa Aguirre

 
Por Miguel Martín Maestro.
Hay tantas versiones de la novena de Beethoven como orquestas y directores capacitados para interpretarla. Hay tanta emoción en sus notas que es irrelevante las veces que se haya escuchado, visto, oído, tenido como música de fondo mientras se lee un buen libro. Incluso hasta es perdonable su manoseo y su adopción por el mundo del pop y el rock con cursis y hasta sacrílegas versiones del poema de Schiller que durante tiempo confundieron a incultos auditorios sobre la procedencia de la música y el original de la letra, enriqueciendo con derechos de autor a quien sólo se aprovechó de un trabajo legendario para la historia de la cultura europea. Cada uno tendrá su, o sus, versiones favoritas. Si puedo quedarme con alguna escogería, entre las relativamente modernas, la de Carlos Kleiber, una de esas personas que conseguían transmitir sentimientos múltiples con la música que los profesores están interpretando a las órdenes de su batuta. Siendo la partitura la misma, no todas las novenas suenan igual, durante décadas el sinfonismo clásico, romántico y neoclásico sufrió el colapso de un monopolio procedente de Berlín que hacía que todas las grandes sinfonías sonaran igual, daba los mismo Haydn, que Mozart, que Beethoven o que Brahms. El mito Karajan pesaba demasiado para poder atreverse a defender otras opciones, sin saber de música parecía arriesgado decir que otros sonidos resultaban mucho más cercanos, más emocionantes, menos mecánicos, menos apabullantes. Algo así ocurre viendo el excelente documental de Arantxa Aguirre, porque si algo no podría concebir mi mente poco imaginativa es que la música de Beethoven para la 9ª se transformara en ballet; sí lo ves y lo sientes para la 6ª, pero ¿la 9ª? Parece imposible, y sin embargo Béjart, otro mito de las artes europeas, lo hizo en 1964, y 50 años después, el homenaje al bailarín y coreógrafo francés nacionalizado belga se traslada al cine, al momento de la recreación de ese montaje bajo la espectacularidad de la  música y el inevitable atractivo de cuerpos en constante movimiento y equilibrio armónico.
Lo que uno sospecha que puede conducirse como un mero documento, que no documental, que reproduzca el proceso creativo cronológico desde el primer ensayo hasta la representación final, se convierte en algo muy diferente. Está, y es evidente, pero ese proceso viene acompañado de ramificaciones que, partiendo del tronco central, música y ballet, introducen en el relato una cierta intriga, bien es verdad que un tanto manipuladora en una de sus historias concurrentes, acompañada de temas que, o surgen de los bailarines, o de los coreógrafos, o de los propósitos del ballet, o del propio Béjart, de la unión, de la vida y de la muerte, en definitiva, del paso del propio tiempo. El relato que parece lineal en un principio, siguiendo a una actriz cuya presencia y justificación no nos es revelada, que inicialmente parece impostada, pero que posteriormente saldrá a la luz, y que hace de cicerone e improvisada reportera en los entresijos de la compañía, de las orquestas, de los ensayos, permite ir diversificando la propuesta hasta terminar hablando de un canto de esperanza, de libertad y de alegría, como la oda del himno del 4º movimiento de la sinfonía. El ballet ha de conseguir trasladar la idea de hermandad, de mezcla, de solidaridad, de esfuerzo común. Todo ello para desembocar en la armonía donde ni razas, ni fronteras, ni credos, ni opciones políticas excluyan a unos en beneficio de otros o de unos pocos. ¿Cómo hacer aparecer esto en imágenes y en la representación? Al ballet Béjart se le une el Ballet de Tokyo, la mezcla de razas es un hecho inevitable, la orquesta la dirigirá Zubin Metha, otra cultura, otra religión, los músicos los de la Filarmónica de Israel, más mixturas. ¿Cabe más mezcla, más diversidad cultural, religiosa, política?
Puede ser, siempre es posible abrir más aún la unión, pero el símbolo es evidente y el resultado habla por sí solo, la alegría puede ser compartida, los colores, las ropas, los movimientos harán el resto en un itinerario creativo lleno de variaciones, como las estaciones que marcan cada cambio. Cuatro estaciones como cuatro tiempos de la sinfonía, unidos en un círculo que viene y vuelve año tras año, frío y calor, sol y oscuridad, alejamiento y acercamiento. Estaciones que se suceden como las formas geométricas de unos cuerpos que se mueven al ritmo de una música ofrecida con un propósito. La belleza de cuerpos y sonidos no está vacía de contenido, aún si así fuera bastaría para calificar la película, heredera del ballet, como enormemente hermosa y soberanamente atractiva. Si al esteticismo inherente a la danza se une el propósito del compositor y poeta, unido al del coreógrafo que se homenajea en la película de principio a fin, se consigue dotar de sentido a la imagen. Una finalidad que se nos antoja casi imposible con la simple comprobación histórica de hacia dónde se ha dirigido siempre el mundo y, sin ir más lejos, hacia dónde se encamina una idea tan compatible con el espíritu de la 9ª como es la Unión Europea, una unión sin ciudadanos y hacia la que estos sienten cada vez más rechazo en vez de exigir su progresiva mejora en el ámbito de derechos fundamentales. Solemos rechazar aquello que funciona mal en vez de exigir que funcione como debe. Se pervierte el espíritu para beneficio de muy pocos que, además, se aprovechan de las deficiencias para sembrar la semilla de la destrucción. Más Beethoven y menos oligarquías, más Béjart y menos Consejo, más Parlamento y menos multinacionales, más referéndum y menos T.T.I.P.

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