"El turista desnudo"
El turista desnudo
LAWRENCE OSBORNE
Traducción de Magdalena Palmer
Gatopardo
Barcelona, 2017
320 páginas
Viajero, antropólogo, turista
Me asaltó de pronto, como un trastorno mental desconocido por la psiquiatría: el deseo de detenerlo todo en la vida cotidiana, desarraigarme y partir. Esa necesidad de abandonar el mundo tal y como es para buscar otro lugar quizá sea una enfermedad de inicios de la madurez, un atisbo prematuro de senilidad. Y entonces se hace el equipaje con un fatalismo amargo, como si supiéramos que ha llegado el momento de volver a ponerse en marcha y regresar al nomadismo. Se hace el equipaje, pero no hay ningún sitio adonde ir. Es como vestirse para una fiesta mucho después de que el salón de baile haya quedado reducido a cenizas. El deseo sigue ahí, pero el objeto del deseo ha dejado de existir. Visité cientos de páginas web —agencias de viajes, folletos oficiales, informes, relatos de viajeros—, pero el problema del viajero actual es que no le quedan destinos. El mundo entero es una instalación turística y el desagradable sabor a simulacro se eterniza en la boca. Busqué por todas partes, pero ningún lugar satisfacía mi necesidad de salir del mundo. Me planteé fugazmente registrarme en un hotel de Hawái y pasarme dos semanas sentado delante del televisor. Quizá un sitio como el Hilton Waikoloa, donde 14 pudiese holgazanear en una playa artificial y desplazarme a la discoteca del hotel en monorraíl. Eso sería más interesante que dedicarme al senderismo en grupos reducidos por la Patagonia, o sobrevolar en funicular la selva tropical de Costa Rica. También podía quedarme en Nueva York y desplazarme en metro hasta la abandonada casa de Edgar Allan Poe en el Bronx. Nadie va allí. Eran posibilidades exóticas, pero no eran muy exóticas… Y yo quería algo exótico de verdad. Recordar la sensación infantil de subir al coche familiar y partir a lugares desconocidos nos demuestra cuán difícil es recuperar la dimensión interna de la aventura. El viaje actual es como la comida rápida: incursiones breves e intensas que no dejan huella. En nuestra época, el turismo ha transformado el planeta en un espectáculo uniforme y nos ha convertido en extranjeros perpetuos que deambulan por la imitación de la imitación de un lugar al que una vez quisimos ir. Es la ley de los rendimientos marginales decrecientes. Llevaba ya mucho tiempo queriendo largarme del Planeta Turismo y encontrar uno de esos lugares que de vez en cuando aparecen en las páginas centrales de los periódicos de ciudades lejanas, donde —se nos dice— acaban de descubrir a un loco solitario que ha vivido desconectado del mundo actual. Inevitablemente, tarde o temprano este deseo pasará a incluirse en el Manual diagnóstico y estadístico de la Asociación Americana de Psiquiatría como el «síndrome de Robinson Crusoe». Sin embargo, a veces estas historias son reales. ¿Quién no recuerda a los soldados japoneses que salieron de las junglas del Pacífico cincuenta años después de la rendición de su país? ¿En qué islas fabulosas habrían estado perdidos? En una ocasión en que sobrevolaba Indonesia, el periodista de Yakarta que me acompañaba señaló unos imponentes archipiélagos de 15 islas paradisíacas próximos a las Molucas y me aseguró que un grupo de alemanes había navegado hasta una de ellas en 1967 y nunca se los había vuelto a ver. Lo único que se sabía de ellos era que una pequeña aerolínea local les lanzaba cerveza cada pocos meses. Había tantísimas islas que los teutones errantes simplemente habían desaparecido. Pero yo quería saber en qué isla estaban, si resultaba que existían de verdad. Porque la promesa de abandonar el mundo es una idea potente, aunque sepamos que se trata de un mito.
El escritor Lawrence Osborne, pese a saber que por muy lejos que uno vaya siempre habrá un tour operator esperándolo, busca un lugar alejado de la civilización en la isla de Papúa Nueva Guinea. Y decide emprender un viaje distinto a cualquier otro: empezando por uno de los destinos más contaminados de la Tierra, como el Dubái que los jeques están transformando en un inmenso parque temático, las islas Andamán, semiderruidas por el tsunami y en proceso de reconstrucción como las nuevas Maldivas, Tailandia, vista como una enorme ciudad de la salud y del fitness, para concluir en una inmensa isla entre cielos verdes, ríos enrojecidos y volcanes en erupción, donde Osborne se encontrará desnudo y feliz en medio de una orgía tribal, no sin antes haber sabido transmitir al lector su irresistible manía de viajar a todas partes, en un mundo que estamos transformando en una terrible caricatura de nuestras propias fantasías. Lawrence Osborne disecciona las ciudades con la precisión de un cirujano y nos muestra sus tripas como nadie ha sido capaz de hacerlo hasta ahora.
Lawrence Osborne nació en Inglaterra. Estudió lenguas modernas en Cambridge y Harvard.
Vivió en París diez años, ciudad donde escribió su primera novela, Ania Malina (1986), y también el libro de viajes Paris Dreambook (1990). Posteriormente llevó una vida nómada; vivió en Nueva York, México, Estambul y Bangkok, ciudad esta última donde reside en la actualidad.
Es autor de la colección de ensayos The Poisoned Embrace (1993) y del libro de memorias Bangkok Days (2009).
En 2012 publicó su novela The Forgiven, considerado uno de los mejores libros del año por The Economist, Library Journal y The Guardian. En 2013 apareció el libro sobre la bebida, The Wet and the Dry. Un año más tarde publicó su novela The Ballad of a Small Player, y Hunters in the Dark en 2016.
Lawrence Osborne colabora habitualmente en el New York Times Magazine. Escribe también para la edición internacional de Newsweek.
https://www.culturamas.es/blog/2017/04/20/luz-en-las-grietas-de-ricardo-martinez-llorca/