El individuo ante la ley
Por Ignacio G. Barbero.
Los individuos contemporáneos son seres completamente vulnerables a las inclemencias, estímulos y (o)presiones del ambiente sociopolítico en el que viven. Además, su necesidad de emancipación nunca se ve satisfecha, pues es clara la enorme opacidad y fuerza de los poderes que le gobiernan y le someten.
“Ante la ley”, un breve relato de Kafka, ayuda a comprender este situación y reflexionar sobre ella. El texto comienza exponiendo que «ante la ley» hay un guardián y que un campesino se presenta a él y le pide que le deje entrar. Sin embargo, el guardián contesta que no puede permitírselo: «Tal vez- dice el centinela- pero no por ahora». El campesino se asoma a la puerta de la ley, que está siempre abierta. El guardián, al verlo, se ríe y le dice que puede probar a entrar si quiere, que puede saltarse la prohibición, pero que recuerde que él, a pesar de ser poderoso, es sólo el último de los guardianes; entre salón y salón hay más. La represión no radica en un momento determinado, por tanto, sino en una estructura que reduce las posibilidades de réplica de un individuo cuyas intenciones no son posibles ni adecuadas. El sujeto, impotente, es forzado, sin remedio, a aceptar esta coyuntura.
El tercer guardián, según el centinela, es tan terrible que ni el mismo guardián puede soportar su aspecto. El campesino no había previsto estos problemas, él creía que la ley debía estar siempre abierta para todos. Pero observa el porte temible del guardián y se persuade de que conviene esperar, esto es, conviene mantenerse en el margen de la ley (no “al margen”) para que, realmente, pueda observarla y, por lo menos, tener el contento de su existencia.
El guardián le deja un taburete para que se siente. Allí espera el campesino días y años, a menudo conversa con el guardián, sobre temas sin importancia, y también intenta sobornarle. El guardián acepta las dádivas, para que el campesino no crea haber excluido nada, dice, pero no cambia su actitud: «Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo». Es valorado el esfuerzo inútil que no obtiene recompensa. Toda protesta es contenida y, posteriormente, subsumida, bajo la tela de araña del mismo sistema. Puede gritar, puede amonestar, puede censurar, puede sobornar, pero ya -siempre- es demasiado tarde.
Durante muchos años, el hombre observa casi continuamente al guardián, maldice su mala suerte, al principio alzando la voz, mas poco a poco va perdiendo esa intensidad y acaba «murmurando para sí». En medio de la oscuridad distingue un resplandor que surge de la puerta de la ley. Poco a poco va perdiendo la vida y se da cuenta de que va a morir. El sujeto decae y el tiempo no refuerza la posibilidad de que pueda llegar realmente a conocer la ley; la espera es inútil y se acaba convirtiendo en la espera de la muerte propia.
Llama al guardián, y le formula una sola pregunta, la más importante: «Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?». El guardián comprende que el hombre está expirando, y para que pueda oírle bien le dice con voz poderosa: «Nadie podía pretenderlo, porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla».
El campesino juzga que la ley debe estar abierta para todos, pero la experiencia le demuestra que no es así. Realmente la puerta era sólo para él. El sujeto se queda sólo; el poder fomenta la propia separación de los individuos con la intención de rendirle y agotarle. Sus voluntades e intenciones son aisladas y escindidas, reduciendo así la efectividad de una respuesta comunitaria.
La reclamación fundamental del individuo es que el conocimiento de la ley debe formar parte de su acervo (en cierto modo lo denota el que la puerta de la ley esté físicamente abierta, aunque luego no resulte esto más que una apariencia engañosa), es decir, tiene el derecho de conocer el derecho mismo para, así, poder formar parte de él y poseer la capacidad de modificarlo. Sin embargo, la ley, por mediación de uno de sus ejecutores y de la estructura misma, le niega esa exigencia básica. La ley aparece como una sucesión de guardianes de aspecto crecientemente temible, de obstáculos que desprecian al individuo y ante los que este no puede responder sino con la resignación y la espera. La ley se rodea de todos los ornamentos del poder y el individuo se convierte en un campesino, en un vulgar, palabra en la que no es difícil encontrar resonancias clasistas.
El individuo, por tanto, es caracterizado frente a la Ley como algo insignificante, subordinado, desprovisto de eso en lo que el mismo orden establecido, supuestamente, está fundado: el derecho subjetivo. No tiene potencia de acción, ni de palabra. No tiene derecho alguno a censurar.
La única salida podría radicar en la adquisición de un intercesor que nos solucione la papeleta de la relación con la estructura de poder. ¿Dónde estamos en ese macroedificio que nos contiene? ¿Nos pueden ayudar? «Porque buscaba en todas partes un intercesor, en todas partes es necesario». Sin embargo, parece que la ley misma es autosuficiente; no es posible influenciar en la aparente complejidad soberana: «en la ley misma se encuentra todo: acusación, defensa y sentencia; el que una persona independientemente se metiera aquí sería un delito».
En consecuencia, el individuo es parte del todo sociopolítico, pero no participa: su papel es asignado e impuesto, nunca adoptado voluntariamente. Camina y camina para llegar a algún lugar en la vida y sólo acaba cubierto de una piel impuesta, de una aparente protección ante las inclemencias del «tiempo», que, en realidad, le tapa para alienarle.
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