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"El primer amor": Maximilian Schell traduciendo a Turguéniev

 
Por Luis Freijo.
Probablemente ninguna literatura nacional durante el siglo XIX fue tan brillante como la que se escribió en Rusia. Con León Tólstoi, Fiodor Dostoyevski y Anton Chéjov como abanderados principales, las letras rusas refulgieron con elegancia retratando, para bien y para mal, el modo de vida de un pueblo que estaba condenado a estallar en no mucho tiempo. Pero si este conjunto reúne una calidad imbatible no es solo porque se escribieron Guerra y paz, Crimen y castigo y El jardín de los cerezos, sino porque entre las grandes catedrales literarias se puede encontrar un sinfín de discretas pequeñas joyas a las cuales aplicar la afición lectora es una experiencia reconfortante. Entre todas ellas, El primer amor es de las más delicadas.
Esta novela corta fue escrita por Iván Turguéniev en 1860 y su temática es de una sencillez engañosa: narrar la historia de un primer amor adolescente. Engañosa porque, en realidad, aunque el número de páginas sea mucho menor, la empresa puede resultar tan ambiciosa como escribir Guerra y paz. Como en la premisa inicial de El banquete de Platón, tres hombres pasan juntos una velada y deciden relatar cómo fue su primer enamoramiento. Solo uno de ellos, Vladimir Petróvich, llegará hasta el final con una historia apasionada, la de sus sentimientos por la bella y caprichosa princesa Zinaida a la edad de dieciséis años en el verano en el que ambos fueron vecinos en las afueras de Moscú.
Turguéniev es exquisito a la hora de indagar dentro del alma del joven Vladimir Petróvich. No tiene vocación de universalidad el autor ruso, no quiere dar una definición o un retrato definitivo del Amor como sentimiento, sino que se contenta con dejar sentir a Vladimir, con ver la realidad a través de sus atormentados ojos, con recordar cariñosamente lo que a todo humano le ha inflamado el pecho en los vulnerables años del crecimiento. Es probable que las virtudes de Zinaida aparezcan incrementadas a nuestros ojos, que el bucolismo de los jardines que rodean a la casa familiar tuviera tintes más reales o que el misterioso magnetismo del padre de Vladimir no fuera tal. No pasa nada: es la mirada subjetiva lo único que importa, dejarse llevar por ella.
El primer amor ocupa un lugar preeminente pero discreto en aquel siglo ruso arrebatado, por lo que su adaptación al cine estaba predestinada a ser llevada a cabo por un autor que combina de la misma manera belleza y discreción. En 1970, Maximilian Schell ya era por derecho propio el más exitoso actor germánico. Pasaría a la Historia con mayúsculas, la de los libros, por ganar el Oscar el mejor actor interpretando al abogado Rolfe en Vencedores o vencidos. Pero también pasaría a la otra historia con minúsculas, la de la memoria de unos pocos, por su compromiso inquebrantable con la cultura y el humanismo de su siglo a través de una obra infatigable, renacentista, que aunó interpretación en teatro y cine, dirección de cine, dirección de escena y literatura.
Maximilian Schell, actor de la mirada humana, eligió para su primera aventura tras la cámara El primer amor, probablemente consciente de su predestinación a elaborar tan solo pequeñas joyas, como hiciera el maestro ruso original un siglo antes. Aquella ópera prima, en la que él mismo actuó en el papel del padre, fue reconocida con una nominación al Oscar a la mejor película extranjera y con la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián. Pero sus méritos trascienden los del mero circuito de premios.
Schell logró, con toda la terrible complicación que ello conlleva, la traslación perfecta de la novela a la pantalla. El director austriaco se convierte en un escritor de imágenes, en un traductor del espíritu original de Turguéniev. Con una aproximación muy europea, deudora de Ingmar Bergman, la categoría autoral de Schell se impone con suavidad pero con firmeza sobre sus imágenes. No en vano el director de fotografía es Sven Nykvist, escudero del cineasta sueco en algunas de las mejores obras de su filmografía: El manantial de la doncella, Los comulgantes, Persona. La textura de ese Moscú somnoliento es brumosa, irreal, fruto del recuerdo de su protagonista, y la narración bascula entre el tono orgiástico de la primera fiesta de pretendientes (con unos inquietantes y oscuros primeros planos), la fría atmósfera de la casa de Vladimir o el aire celestial de los juegos del enamorado y Zinaida en el jardín. Todo ello traslada, punto por punto, el sentimiento de la novela.
La presencia poderosa de Maximilian Schell termina de poner el lazo a la película. Solo su imponente presencia podía hacer honor al altivo personaje del padre, que tantas claves guarda para la interpretación de El primer amor. Serio, señorial, con un desapego de índole casi divina, gatopardesca, hacia todo lo que no es su voluntad, Schell lo trata en un constante contrapicado, ensalzando su alejamiento del resto de los mortales y la propia apostura del actor.
El mayor enemigo del arte, al menos en su dimensión eterna, es el olvido. La obra de Turguéniev necesita ser revisitada. La de Maximilian Schell, reivindicada. Cuando el polvo del tiempo se asienta, quedan las obras con vocación de permanencia, pero este proceso no es del todo natural y conviene ayudar a que las pequeñas joyas, sobre todo, no se pierdan. Como El primer amor, de Iván Turguéniev. O como El primer amor, de Maximilian Schell, y también el resto de su obra. Son las dos caras de una misma moneda que forma parte de nuestro precioso tesoro humano.
 

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