Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre
Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca
Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre
Sergio Galarza
Candaya
Barcelona, 2017
157 páginas
Cuando la mayor potencia del libro se encuentra en las últimas páginas, el lector tiene un problema: hay que llegar hasta allí. Pero en ningún canon figura la obligación de leer un libro en el orden en que lo escribió el autor: el derecho a saltarse páginas, a no leer cuando no interesa, a viajar dentro del libro en el orden del azar y unos cuantos más, son derechos del lector. En este caso, la carga de profundidad, efectivamente, se encuentra al final de la obra en la que Sergio Galarza (Lima, 1976) nos lleva a viajar por la biografía que compartió con su madre. Galarza, eso sí, se muestras sincero desde la primera página: su estilo es la ausencia de exceso de estilo: narrará sin alardes y sin la obligación cronológica. Sabemos que el libro revisará la figura de su madre después de una muerte por un cáncer que ocultó tanto como pudo. Los episodios que golpean más duro sucederán, queda dicho, al final, cuando la muerte haya llegado para seguir sucediendo siempre. Porque nada existe que rellene una ausencia definitiva. Y cuando la ausencia se instala, el resto será anécdota.
Galarza perteneció a una familia media, algo acomodada, de Lima. Es el pequeño de tres hermanos y reconoce que fue el consentido. A partir de aquí comienza el ir y venir de la infancia al presente, siendo el presente los episodios previos a la muerte de la madre, en un libro que pertenecería a la autoficción, si alguien hubiera definido qué diablos quiere decir autoficción. El libro es testimonio vital. Es una Bildugsroman y un intento de cancelar deudas. Nada de metáforas ni palabras inútiles. Lo que no consigue expresarse con la narración, no se relata. De cada acto deberíamos deducir, reconstruir lo que significó para él su educación y atisbar lo que él cree que debó significar para su madre. La media distancia en la que establece los vínculos afectivos, que se descargan en alto voltaje al final, es un juego literario del que resulta difícil salir airoso. La premonición, en este caso, ayuda a Galarza.
Eso, unido a las confesiones de lo que siente que necesita purgar, como reconocer, por fin, que quería a sus viejos a pesar de que los engañaba, a pesar de la marihuana y la cocaína, que él califica como malditismo burgués, como un cáncer que invade los afectos. Y todo ello seguirá vivo como maldición porque dar por hecho que un afecto está sobreentendido es una equivocación: “Es la eterna distancia entre el pensamiento y la realidad, entre la estupidez y la injusticia”, confiesa, cuando ya solo la confesión redime, aunque sea en un minúsculo porcentaje. Y, sin embargo, el afecto entre su madre y él fue algo más que sobreentendido: “A mí me avergonzaba que mi madre supiera casi todo sobre mí, como la primera vez que tuve sexo, y negarme a compartir el universo literario era mi venganza”. Ahí está la bipolaridad: la incomodidad de todo lo que conocía su madre sobre él. Pero, ¿por qué lo conocía? ¿Cómo es posible que ella supiera algo acerca de la primera vez que tuvo sexo, si no es porque la complicidad ya existía entonces y él algo tuvo que comentar delante de ella? El pequeño consentido sabía ya entonces qué tipo de deudas estaba contrayendo. Sabía lo que iba a suponer el final de su madre. Lo que ignoraba, eso sí, son los detalles que vinieron en los últimos días y en los días posteriores al entierro. Esos en los que no entraremos, porque merece la pena que el lector los descubra con su autonomía, que los interprete con su propia identidad.
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Inmenso libro. Este autor debería tener más repercusión. Me leí Paseador de perro y fue una revelación. Lástima que en mi país no se encuentren libros del cuate.