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Llorando en el espejo: Una lectura de La plaza del diamante de Mercé Rodoreda: Mujeres que (una vez) fueron víctimas y que (siempre) son fuertes

Por Jesica Lenga

Hace unos meses me contactaron para ofrecerme participar en este espacio escribiendo una columna literaria. La propuesta no pudo hacerme más feliz, ¿escribir y además sobre mis libros favoritos?, ¿qué otras personas me leyeran? ¡No se me podía ocurrir nada mejor! Me puse a pensar entonces qué era una columna literaria y qué cosas podía incluir: un intento de descripción sobre algún libro; algunos datos biográficos del autor; también, porqué no, algún comentario subjetivo e incluso podría agregar alguna anécdota personal que se relacionara con el tema a tratar. Lo que no se me ocurrió en ese momento es que tendría  que contarles cómo fue el proceso hasta llegar al artículo. Esta vez es distinto, esta vez tengo que hacerlo. Lloré bastante antes de enfrentar la hoja en blanco. Hace rato que tenía ganas de escribir algo acerca de La plaza del diamante, de Mercè Rodoreda. Años atrás, me tocó leer esa novela para una materia de la facultad, en la que estudio literatura o Letras, como le decimos acá en Argentina. Recordaba que era un libro que me había gustado muchísimo, recordaba que estaba construido con un lenguaje poético sumamente bello, recordaba que contaba la historia de la emancipación personal de una mujer: Colometa/ Natalia. No recordaba mucho más. Supongo que no soy la única lectora con un Alzheimer adelantado que  tiene la maldita costumbre de olvidar la mitad de lo que lee.  Por eso antes de sentarme a escribir decidí releer la novela en cuestión.
Fue una de las experiencias de lectura más fuertes que haya tenido, me retrotrajo directamente a Pierre Menard, autor del Quijote, el cuento en el que Borges nos cuenta que el  paso del tiempo, los cambios de espacio, el transcurrir de las cosas hacen que una misma historia, relatada con las mismas palabras se conviertan en otra historia. Ayer yo fui Pierre Menard: leer  La plaza del diamante antes de ser víctima de la violencia de género y leer La plaza del diamante después de ser víctima de la violencia de género es leer otra novela.  En Rojo y negro, otro de mis predilectos, Stendhal dice que una novela es como un espejo que se pasea a lo largo de un camino, en mi caso La plaza del diamante resultó como un espejo puesto justo frente a mi rostro o en realidad, para ser más exacta un espejo frente al rostro de la persona que una vez fui y (afortunadamente) no soy más. Nunca fui partidaria de recomendar un libro, una canción “porque tratan una temática importante”, “porque están comprometidos con la realidad”,  más bien coincido con Oscar Wilde en eso de que los libros están bien o mal escritos y eso es todo, pero en esta vez sí tengo que decir que una de las razones por las cuales me parece que , este mes más que nunca, todo lector debería leer La plaza del diamante, es que no recuerdo ningún otro libro que explique tan bien, que haga entender mejor, qué es lo que sufrimos las mujeres que una vez fuimos víctimas de la violencia y también por ser precisamente esta fecha, cuando recién pasamos el día de la mujer, quisiera que me permitieran sumarme a Natalia/ Colometa, para dar mi testimonio y explicarles porqué afirmo que para mí el libro se convirtió en espejo.
Vayamos a la novela: En La plaza del diamante, las palabras “violencia de género” no se mencionan nunca y sin embargo, la violencia es lo que signa toda la trayectoria vital de la heroína de la historia. Rodoreda delega toda la responsabilidad del relato en su personaje, desde el principio nos enfrentamos directamente, sin ningún tipo de mediación con la palabra de Natalia. Así, La plaza del diamante tiene una estructura conversacional,  la autora consigue generarnos la sensación de estar charlando, cara a cara con nuestra protagonista, la distancia entre narrador y heroína o protagonista y lector está cancelada. Rodoreda recrea en su escritura el habla popular, con todo el lirismo que este tiene. Natalia escribe como se habla: de un modo sencillo, desarticulado, su discurso  la muestra, hacia el inicio del relato como una joven inmadura, casi infantil.
A lo largo de esta  magnífica novela, la autora no deja de lado ninguno de los conflictos de la España de su tiempo: el  sueño de la república, la guerra civil, los conflictos de clase, la miseria. Sin embargo no procede, como lo harían Balzac o Tolstoi,  construyendo un retrato de esas realidades, el realismo de Rodoreda, más que en las descripciones radica en la palabra del personaje. Colometa habla y dice, como hablamos las víctimas de la violencia y desde esta perspectiva reconstruye su época.
A Natalia la conocemos asistiendo a un baile en la Plaza del Diamante, esa noche que le cambió la vida. La joven no nos cuenta demasiado sobre su pasado, no se describe a sí misma y ni siquiera se presenta, pero podemos adivinarla a través de sus palabras. Son las palabras las que nos permiten intuir que Natalia es una joven débil,  manipulable; ella no quiere asistir a la fiesta, pero va, porque su amiga Julieta “la hace acompañarla” y ella sufre si tiene que decir que no. Tampoco tiene demasiadas ganas de bailar con el joven Quimet cuando este la invita, pero él no espera su respuesta para comenzar la danza.
Natalia es así, manejada por todos, los demás le dan ordenes que ella solo puede repetir… a su opinión, nunca accedemos porque, hay que aclarar que si bien nuestra heroína habla constantemente parecería ser que ella no es capaz de reflexionar sobre lo que sucede, y llena su discurso con una profusión de detalles superfluos sobre lo que ve, sobre lo que escucha, sobre cualquier hecho insignificante que ocurra a su alrededor.
Luego de este primer baile, el joven Quimet invita a Natalia a salir… ¿a Natalia? ¡No! ¡A Colometa!:
“Cuando estemos solos y todo el mundo esté metido dentro de sus casas y las calles vacías, usted y yo bailaremos un vals de puntas en la Plaza del Diamante… gira que gira, Colometa.   Me le miré muy incomodada [dice Natalia] y le dije que me llamaba Natalia, se volvió  a reír y dijo que yo solo podía tener un nombre: Colometa”.
Así, con este simple (pero nada inocente) acto, Natalia comienza a atravesar un proceso por el cual todas las víctimas de la violencia pasamos, el de la pérdida de la identidad, poco a poco uno va olvidando quién era o que hacía antes de meterse en ese infierno.  Tampoco es casual el nuevo nombre que Quimet escoge para su futura mujer: Colometa es el diminutivo de coloma, en catalán paloma. Las palomas tendrán luego un enorme protagonismo en el texto,  solo que Rodoreda subvierte el simbolismo convencional de estas aves: en La plaza del diamante las palomas no representan libertad sino fragilidad y sujeción, aquí las palomas no vuelan sino que están encerradas.
Tras rebautizarla, Quimet invita a la Natalia devenida Colometa a salir y luego, llega tarde… muy tarde a la cita,  hete aquí el primer momento en el que el libro me devolvió mi propia imagen. A veces cuando me preguntan en qué momento comencé a sufrir la violencia, me dan ganas de contestar: desde la primer salida, cuando el sujeto en cuestión llegó una hora tarde y luego, no pidió ni perdón,  ya desde allí comenzaba a convencerme de que yo entendía mal las cosas y lo que es peor, a hacerme sentir que no valía nada. Entonces me detengo y me pongo a pensar en la reacción del otro: ¿ser impuntual es un signo de violencia? ¿no estarás exagerando? Por eso el pasaje que relata la primera cita de Quimet y Colometa me resultó tan conmovedor. Dejaré que Colometa hable por mí:
Quimet me había dicho que nos encontraríamos a las tres y media y no llegó hasta las cuatro y media ; pero no dije nada porque pensé que la equivocada era yo y como él no dio ni media palabra de excusa… No me atreví a decirle que los pies me dolían de tanto estar parada porque llevaba unos zapatos de charol”
Es en esa primera salida, que Quimet le “informa” a Colometa que para el año siguiente, sería su esposa. ¿Les parece romántico? Solo si lo es dejar al otro sin poder de decisión, sin voluntad propia y sin poder hacer oír su palabra.  Quimet alecciona en esa misma noche a quien ya había decidido que sería su mujer, le deja entender que desde ese mismo momento sus opiniones, sus gustos, sus sueños habían dejado de importar y que deberían ser orientados por una opinión más valedera y autorizada: la suya.
“Y dijo que en el mundo no había nada como el Parque Guell… Yo le dije, demasiadas ondas y demasiados picos. Me dio un golpe en la rodilla con el canto de la mano … y me dijo que si quería ser su mujer tenía que empezar por encontrar bien todo lo que él encontraba bien.
-¿Y si una cosa no me gusta de ninguna manera?
– Te tendrá que gustar, porque tu no entiendes”
Recuerdo haber pasado por una suerte de “entrenamiento” muy parecido, uno en el cual todas mis opiniones eran o equivocadas o anticuadas y mis gustos solo atinados si coincidían con el del otro. Recuerdo que aprendí que aunque se me consultaba mi opinión, no siempre debía ser honesta porque si no me gustaba un disco que al otro le gustaba, o si me aburría una película que el otro consideraba genial iba a recibir una mirada desaprobadora, iban a dejar de hablarme e incluso iba a ser acusada de “haber arruinado todo” y “no entender nada”. Recuerdo que por esa causa, terminé quedándome sin voz, literalmente estaba muda.
Colometa no se queda muda, pero a partir de ese momento ella ya no habla sino que “es hablada” por los demás, parecería como si se transformara en un recipiente vacío que se llena con las palabras de los otros, que solo funciona como una intermediara que repite lo que piensa su marido, lo que dice su suegra, lo que opina su vecina.
Son muchas las alusiones que nuestra protagonista hace al “estar vacía”, esa sensación que vivimos todas luego de haber sido despojadas de todo lo propio, luego de ser sometidas.  Solo cuando queda embarazada Quimet dice “ahora la tengo llenita”. Pero además, una parte de ese “estar vacía”, es generado por la propia Colometa, la víctima, que intencionalmente vacía sus pensamientos, los evade, los borra para no tener que admitir aquello que le está pasando, Colometa admite que le gustaba ir a la playa porque “sentada de cara al mar … aquel cielo de agua me quitaba los pensamientos y me dejaba vacía”.  A lo largo de la novela, Colometa emplea este procedimiento de distraer a los otros (y a ella misma) en numerosas ocasiones. Cada vez que debiera relatar algo que implicara su propio juicio nos distrae con una anécdota, una historia irrelevante.
Sin embargo, aun cuando intente distraernos podemos notar que Colometa vive sus embarazos como un padecimiento, no nos encontramos en la novela de Rodoreda con la imagen de ternura esperada en relación a una futura madre. Para nuestra protagonista el embarazo es una invasión más de su marido, ahora en su propio cuerpo al que siente como extraño:
“Cuando me despertaba, me ponía las manos muy abiertas delante de los ojos y las movía para ver si eran mías y si era yo… Era como si me hubieran vaciado de mi misma para llenarme de una cosa muy rara”.
Tras la “invasión” de los embarazos, llega la invasión de las palomas, a Quimet se le ocurre que se enriquecerá criándolas e instala un palomar en su propia casa.
Las palomas van ocupando los espacios que pertenecían a Colometa, la desplazan, la acorralan, paulatinamente las aves vuelan libremente por su casa y es ella la que se vuelve su esclava: “Solo oía zureos de palomas. Me mataba limpiando porquería de palomas. Toda yo olía a palomas”.
Sin embargo, es a través de las palomas que comienza la revolución de Colometa. Al principio se trata simplemente de una revolución interna, ella empieza a poder comunicarnos sus opiniones, a protestar contra su marido:
“El Quimet no veía que lo  yo necesitaba era un poco de ayuda, en vez de pasarme la vida ayudando a los demás y nadie se daba cuenta de mí y todo el mundo me pedía más, como si yo no fuera una persona”.
Así, en esta que se vuelve una novela de aprendizaje, Colometa comienza un lento pero imparable proceso de maduración, en el cual en lugar de llenarse con otras voces, comienza a escuchar la suya:
“y sin darme cuenta pensaba cosas que me parecía que entendía y que no acababa de entender…o aprendía cosas que empezaba a saber entonces”.
Gracias a las palomas Colometa se anima a tomar la primera determinación propia que aparece en toda la historia y esta es precisamente eliminarlas de una vez por todas. En el largo proceso de acabar con ellas, Natalia debe rearmarse, renacer:
“ Y me despertaba a medianoche como si me tirasen por dentro con un cordel, como si todavía tuviese el ombligo de nacimiento y me sacasen entera por el ombligo”.
Yo también tuve que atravesar ese proceso de reconstruirme, creo que más difícil aun que haber padecido la violencia fue ese después, en el que tuve que recordar quien era, preguntarme cuáles de las cosas que hacía las hacía genuinamente por mí, qué cosas de mi persona eran mías y cuáles me habían sido impuestas desde afuera. No fue fácil tener que volver a escucharme.
Este proceso de independización, se acentúa en Colometa con la guerra, Quimet sale a defender la república y esta debe arreglárselas con sus dos hijos, comienza a trabajar, se vuelve autónoma y también enfrenta  sola el hambre y la miseria.
Quimet muere en la guerra y con él muere la última de las palomas. Para ese entonces, su esposa ya había experimentado una metamorfosis total y sus cambios internos se traducen en cambios lingüísticos: si antes no tenía palabras ahora puede usar el lenguaje simbólico y metafórico para reflejar su estado:
“Yo era de corcho. No porque fuese de corcho sino porque me hice de corcho, el corazón de nieve. Tuve que hacerme de corcho para salir adelante”.
La guerra representa para Colometa la perdida de la inocencia, ella se compara a una casa asaltada y devastada, toda patas para arriba. Al caos interno y la confusión que le genera la muerte de su marido se le suman el desempleo y la pobreza extrema.
Todo eso es demasiado para la joven, que planea envenenar a sus hijos y suicidarse después. Incluso llega a comprarle el veneno a un tendero, pero allí donde esperaba encontrar la muerte halla la salvación. El tendero intuye la desesperación de la mujer y le ofrece un empleo, tiempo después se casa con ella.
Durante su segundo matrimonio todo es diferente, Antonio, el tendero le devuelve a nuestra heroína su nombre: Natalia y ella, se atreve a decidir cómo serán su boda y su casa. Cuando se encuentra con una rata en su nuevo hogar no le deja espacio, como había hecho con las palomas de Quimet, la mata sin dudarlo.
El miedo permanece, durante mucho tiempo Natalia teme que Quimet regresara, que apareciese y quemara todo… aun cuando supiese que estaba muerto. Conozco ese miedo irracional, inexplicable, que se inmiscuye en pesadillas, que se apareció mucho tiempo mientras caminaba sola por las calles y temía la presencia del otro en alguna esquina, aun cuando fuese más que improbable.
Pero un buen día ese miedo se va, ahora sí Natalia realmente se reconstituye como persona, recupera su identidad… y se perdona: “y me toqué la cara, y era mi cara con mi piel y con mi nariz”. No sé si logran percibir la satisfacción, la alegría que subyace detrás de esa frase.  Quizás solo alguien que lo haya vivido puede figurarse el bienestar que se siente cuando uno vuelve a reconocerse cuando se mira en el espejo, cuando descubre todo lo que pudo.
La protagonista de La plaza del diamante logra decirle a su nuevo marido que lo quiere, logra criar a sus hijos con una libertad mayor que la que ella tuvo, logra salir nuevamente a la calle sin sentir temor,  y yo que una vez había estado muda pude volver a ser la dueña de mis palabras y escribí un libro, recuperé mi carrera y luego, muchas otras cosas hermosas pasaron…
Como en un flashback Natalia regresa a la casa en la que había vivido con su primer marido, esa vuelta marca el cierre de un ciclo que culmina con la libertad.
Y en el final, Natalia grita: “Un grito del infierno. Un grito que debía hacer muchos años que llevaba adentro”.
Pienso yo, que escribir también puede ser una forma de gritar. La novela de Rodoreda es un grito de bronca, de libertad. Este artículo es mi grito.
 
 
 

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