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'Querido miedo', de Jesús Zomeño

Por Ricardo Martínez Llorca
Querido miedo
Jesús Zomeño
Sloper
Palma de Mallorca, 2016
193 páginas
Agarrado al tarro de mermelada de la abuela, Jesús Zomeño (Alcaraz, 1964) surfea las mejores olas del relato queriendo lo que no se puede querer, que es el miedo. Así, como ente global, el miedo. Nada de miedos concretos. Lo concreto en la literatura de Zomeño, tan bien cimentada como sorprendente, es un puzle, un arroz, un cubata, un bolsillo sin dinero, la música de Village People, en concreto In the Navy, la tele encendida a todas horas, pongan lo que pongan la vecina, el gruñido del orgasmo. Junto a eso uno sobrevive al miedo queriéndolo. El miedo es una proyección hacia el futuro. Digamos que ahora mismo, sin ir más lejos, no está sucediendo nada: usted está tranquilamente sentado delante del ordenador leyendo esta reseña, pero se siente inundado de miedo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que tiene memoria. Porque no puede estar tan tranquilo como cree, dado que existe movimiento en cuanto uno supone lo que va a venir basándose en la experiencia, uno revive, imagina. Sobre todo, siguiendo la senda de Zomeño, imagina. Pues imaginación es uno de los valores que desborda este conjunto de relatos.
En un principio, nos engañamos pensando que leeremos es suerte de melancolía que todos tenemos. La juventud perdida, en este caso en la famosísima y sobrevalorada década de los ochenta. La juventud no sería juventud si no queda idealizada, y los ochenta son la juventud de casi toda la población española. Los tiempos felices que se reproducen una y otra vez, pertenecen a esos años. Incluso los adolescentes mencionan los ochenta con nostalgia. Pero en manos de Zomeño los tópicos de la década dorada se atopizan. Pierden su iconicidad, pasan a ser un trámite como cualquier otro. Con lo cual nos queda una sensación de teatro del absurdo, de comedia demasiado cómica, tanto como para que nos tengamos que tomar la cosa en serio. Cualquier lector conoce para qué se sirve el escritor de la hipérbole. Y si la juventud fueron los años benditos, también fueron los arrogantes: esa travesía la ejecutamos estando de vuelta sin haber ido a ninguna parte. En el sentido de los relatos de Zomeño, no distinguimos lo sucio de lo justo. Uno cree que tiene carácter, cuando en realidad lo que le sobra es lo mundano. Queríamos haber vivido, no estar viviendo. Y mientras tanto, nos limitábamos a rellenar el aburrimiento. El mito es abstracto e ingenuo, y su desmitificación será concreta y miserable. Los años ochenta serán una película de serie B. Eso sí, trufados con un humor de novela negra deslumbrante. Pongamos un ejemplo: “Me pregunto si las hormigas verán el arco iris en el cielo cuando haya sol y alguien orine de pie por encima de ellas”.
La mayor parte de los relatos mantienen esta consistencia, que casi les da forma de novela breve. Pero el volumen contiene una segunda parte variada tanto temática como formalmente: la batalla del abuelo, un mal día en la playa, una conversación por chat, Frankestein, un dietario, etc., con humor metanarrativo. ¿Qué quiere decir metanarrativo? Ni idea, pero seguro que a Zomeño le encantará que un filólogo lo analice. Ese Frankestein que se construye a sí mismo con piezas de otros y un trozo de manguera, esos borrachos imberbes que saltan por encima de un yonqui muerto en los baños de una discoteca sin denunciarlo, no sea que la policía les estropee el baile y el buitreo, o ese suicidio por desidia, el que protagoniza un fotógrafo que se instala en Chernóbyl, son relatos metanarrativos. O algo parecido a eso. Creo.

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