La vida de Calabacín (2016), de Claude Barras

 
Por Miguel Martín Maestro.

Un niño juega y dibuja en su buhardilla, una cometa con un superhéroe con barba que lucha contra una gallina gigante. Las paredes de su habitación están completamente dibujadas con ambos personajes, decenas de botes de cerveza llenan el suelo de la habitación junto con sus lápices de colores. Este niño espía a una mujer que parece conversar con un hombre en el salón, sólo vemos la parte posterior de su cabeza, cuando el plano se abre, la mujer empina una lata de cerveza más y comprobamos que es la televisión la que habla, “Vuelve, mírame”, dice el personaje femenino, al tiempo vemos la foto de una madre joven sonriente con un bebé en brazos y el espacio donde debería aparecer el padre, arrancado. Con tan breves apuntes, Barras dibuja perfectamente el presente del niño, su pasado feliz y el actual estado de abandono y derrota que lo rodea, un niño abandonado, en definitiva, antes de tiempo.

Con guion compartido con Céline Sciamma (Tomboy, Bande de filles), el cineasta suizo Claude Barras adapta la novela de Gilles Paris para introducirse en el complicado mundo de los miedos e inseguridades infantiles sin dramatismos gratuitos, con una historia blanca y ciertamente optimista, a partir de la tragedia que rodea a los siete pequeños integrantes de esta modélica cada de acogida cuyo eje central es Calabacín. Nuestro pequeño héroe es de plastilina, como el resto de compañeros y adultos que le acompañan, demostrando que el cine no sólo es actores y rostros reconocibles, sino, fundamentalmente, historias y guiones que reflejar en imágenes que taladren nuestra retina. Ícaro renuncia a su nombre por el de Calabacín, apodo puesto por su madre, persona que debería espantar a todo niño si no fuera, precisamente, por el recuerdo de esa unión imposible de romper entre madre e hijo. “Calabacín” no es cariñoso, o no lo es ahora, sino una forma despectiva de llamar cabezón a su hijo desde el alcoholismo que va a propiciar el accidente que lleva al niño a ser trasladado a “La fontaine”, el centro de menores donde es acogido y tratado con el respeto que hace tiempo desapareció. Barras huye del relato dickensiano de huérfanos y hospicios para reflejar que un mundo amable es posible para la infancia abandonada o maltratada.

Salvo uno, todos los personajes adultos negativos desaparecen de la vida de estos niños, uno que sirve para proporcionar el momento de solidaridad necesario para que el grupo de pequeños abandonados por diferentes motivos refuerce unos lazos que han de perdurar; del mismo modo que la aparición del séptimo residente, Camille, aporta al relato el revulsivo necesario para que Calabacín experimente las primeras sensaciones amorosas en su vida, y Simón, el hosco matón del grupo, pero que no deja de ser un sentimental y buen compañero, ideal para que la pareja no se rompa por los egoísmos de los adultos. Son niños maltratados por la vida, llenos de miedos y problemas psicológicos, padres que les han abandonado, que han muerto, que están en prisión, abusados sexualmente, víctimas de la violencia de género o de la violencia represora que ha expulsado a sus madres a sus países de origen mientras los niños han quedado en Europa; son niños como todos los demás, asustados con la simple idea de pensar en la soledad o en la desaparición definitiva de la figura paterna aunque ésta haya sido negativa, son niños con una mirada muy abierta, dispuestos a aprender una vez que ya han visto todo en su vida, al menos todo lo que no deberían conocer a su edad.

Barras utiliza todo el ingenio disponible mediante el stop motion para hacer de estos siete niños perdidos un grupo de genuinos amigos, llenos de cicatrices, de las físicas y de las emocionales, llenos de problemas emocionales que aparecen golpeando una cucharilla en una taza, mojando la cama por la noche o repitiendo mentiras paternas aunque les afecte a la salud. En medio de tanto dolor, el director no se permite apelar a lo sensible gratuitamente, estos niños han adaptado su pérdida reconstruyendo un espacio de seguridad en un terreno neutral, son ya niños de una edad difícilmente atractiva para padres de acogida o preadoptivos, auguran su futuro como un periodo de crecimiento en la seguridad de lo material y en la inestabilidad de lo afectivo. Calabacín y sus amigos se transforman, así, en padres y madres cada uno de todos los demás, que, al tiempo, ven a los adultos como necesarios suministradores de lo más elemental, pero respecto de los que no cabe hacerse ilusiones. A Calabacín la figura paterna sólo le puede amparar desde las alturas, metáfora de una muerte prematura que rompió en pedazos un pasado feliz y familiar, la cometa que hace volar es la distancia que le separa de su padre, insalvable pero siempre presente, el superhéroe con el que todo funcionaba. Mientras esa figura idealizada no desaparezca de la visión de Calabacín, su evolución hacia la madurez resultará complicada. Esta va a llegar de una manera sorprendente y claramente optimista porque, como dice el personaje encargado de mejorar el presente, “a veces son los hijos los que abandonan a los padres”.

Exquisitamente musicalizada con un tiempo y un sentido admirable, La vida de Calabacín utiliza un lenguaje preferentemente infantil mostrando un discurso sencillo, para relatar una historia que deviene compleja al retratar las relaciones entre desconocidos, la forja de vínculos indestructibles por la falta de egoísmos, la unión del grupo para darse esperanza mutua aunque se produzca una desaparición. Estamos ante una película de “dibujos” en la que Calabacín se comunica en la distancia con sus compañeros, y con el policía que se encarga de él tras el accidente que desencadena su aparición en la casa, mediante dibujos, sería el equivalente al cine dentro del cine mediante el dibujo dentro del dibujo, aunque en este caso estemos ante dibujos móviles de plastilina, un stop motion de enorme trabajo en el que nos gustaría participar de ese baile nocturno, de esa batalla de nieve, o hacer de ángeles bajo la luna mientras abrimos el corazón a las desgracias pasadas y agradecemos que ese pasado haya permitido que Calabacín y Camille se hayan conocido. Si al principio de la película todos los niños son iguales porque nadie les quiere, al final se habrá abierto la esperanza con una marca sobre la puerta, la del día en que Calabacín y Camille volvieron a ser niños, y de rebote, devolvieron cierta esperanza de ser queridos a Simón y los demás. Sencilla y emocionante gran película.

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