Moonlight (2016), de Barry Jenkins

 
Por Jordi Campeny.
Entre las nominadas a mejor película de los Oscar de este año encontramos dos trabajos, de corte independiente, que se sitúan entre lo mejor de la temporada. Dos propuestas tan distintas como, en el fondo, primas hermanas. En el centro de ambas está un hombre hermético y acorralado y, alrededor de él, una realidad hostil y dolorosa que lo asfixia. Al finalizar, el espectador desea con fervor que estos hombres logren hacer las paces con el mundo; una leve tregua con la vida. Dos historias duras y dramáticas sin atisbo de sentimentalismo ni estridencias; dos melodramas sin fórmulas, dos dramas desnudos. Una, la hiriente, implacable, extraordinaria Manchester frente al mar; la otra, la menos contundente, pero delicada, humanista, hermosa Moonlight.

Moonlight es la historia de Chiron, un niño/adolescente/hombre afroamericano que vive en un barrio conflictivo de Miami azotado por el desaliento, la miseria y el crack. Ambiente violento y opresivo, acoso escolar, hijo de la droga, homosexualidad reprimida, un futuro tan incierto como imposible. Los mimbres que tejen su vida son tan descorazonadores y opacos como su porvenir. Sin embargo, la película se aleja de las temibles sendas del tremendismo y el miserabilismo, conduciéndonos hacia territorios de quebradiza belleza y esperanza. Siempre puede haber oasis de realidad más bellos y respirables de los que tenemos, si sabemos mirar adecuadamente.

Barry Jenkins desarrolla una estructura dividida en tres episodios (Little, Chiron, Black) que encapsulan fragmentos vitales del protagonista: niñez, adolescencia, entrada a la edad adulta. Interpretada cada parte por un actor distinto, la vida de Chiron, anodina y sin fuegos artificiales, puede recordarnos a esta otra cápsula temporal que fue Boyhood (Richard Linklater, 2014), aunque aquélla llevara doce años rodarla por su conocida estrategia de ver crecer en pantalla al mismo personaje. Aquí se recurre al cambio de actores, a una narrativa separada por capítulos y el contexto es más opresivo y viciado, pero la idea es parecida: mostrar los pasos y el despertar a la realidad de un ser sin épica. Una vez acabados ambos films, creemos conocer los entresijos de sus vidas gracias a lo visto y a lo no visto; a estos fragmentos invisibles que han acontecido en sus pertinaces elipsis. Ambos finales, además, no son más que el auténtico principio.

Más lírica y conceptual que estrictamente narrativa, Moonlight se asienta en la mirada de su protagonista: intensa, huidiza, elocuente y oceánica. Todo lo que pasa, lo que siente y lo que teme nos lo ofrecen sus ojos. Este retrato a tres tiempos es sutil, profundo y revelador: el Little vulnerable, asustadizo y rechazado de la infancia que encuentra cobijo y calor humano en la figura del dealer de la zona; el Chiron de la atribulada y temerosa adolescencia defendiéndose a dentelladas contra la incomprensión y despertando al amor y al deseo; el Black de la edad adulta, con su sensibilidad y recuerdos sepultados bajo su hermetismo y apariencia de delincuente duro y arrogante. Tres instantáneas de una vida; un mismo escenario: las playas edénicas de sus momentos felices y las calles marcadas por la violencia, el machismo y la incomprensión.

De entre los méritos de la película, destacamos la sutileza, complejidad y espesor con que se nos presenta el personaje en su edad adulta, magníficamente interpretado por Trevante Rhodes. El delincuente afroamericano, líder de los guetos de la droga, siempre se nos muestra de una sola pieza: tipo duro, heterosexual, violento y machista. En Moonlight, Chiron –Black– mantiene el disfraz y las formas, pero se aleja por vez primera del cliché, ofreciéndonos un alma profundamente sensible y herida, marcada por sus deseos secretos y dormidos, agazapados tras el miedo pero pugnando por salir de nuevo.

Moonlight es un frágil e insólito retrato humanista lleno de dolor y de esperanza, un alegato a favor de la aceptación de uno mismo. Tal vez, si logramos tan ardua tarea, hallaremos el único refugio o islote de paz que la vida, mezquina y compleja, es capaz de ofrecernos.

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