Justicia poética
Claudia González Caparrós: justicia poética
Por José de María Romero Barea
¿Hace falta insistir en el tópico de que vivimos tiempos extraños, fascinantes e invariablemente terribles? En situaciones de crisis, ¿necesitamos más información o más poesía? A través de nuestras pantallas y perfiles de Facebook, cada vez que asistimos a los prolijos actos de violencia y terror gratuito que desafían todo análisis, no es de extrañar que la lírica acuda en nuestra ayuda para proporcionar socorro emocional allí donde falla el sombrío discurso de los noticieros. Los poetas, gracias a Internet, son fenómenos virales.
Evolución sorprendente ésta, teniendo en cuenta que la poesía es un género que vende poco. Hace apenas 20 años, una escritora feminista podía llegar a 10 mujeres en un café medio vacío; ahora, gracias a las redes sociales, sus palabras pueden llegar a millones de mujeres y niñas en todo el mundo. Gracias a poetas y editores como Juan Carlos Reche y Miguel Ángel Arcas, a editoriales como Cuadernos del Vigía y a revistas como Años diez, la poesía no es una práctica rara, opaca, elitista, o recluida a las esquinas polvorientas de las librerías.
Los poemas de Claudia González Caparrós (A Coruña, 1993), incluidos en el número IV de otoño de 2016, son de todo menos inaccesibles. Son “cartas (…) que nacen, como toda escritura, de la urgencia/ y del silencio”; denuncian el “abismo entre dos mundos/ entre dos cuerpos/ entre dos bocas que se mueven sin emitir ningún sonido”. Condena la joven poeta gallega los absurdos de una documentación inútil e injusta, que sostiene la legitimidad cuestionable de la frontera, la admisión y exclusión, “la piel contra la piel como si hubiera guerra”. ¿No es el cuerpo, “esta casa/ vacía/vaciada”, mejor portador de la historia de un viaje que un pasaporte? En la serie “Te miro como quien asiste a un deshielo”, González Caparrós calibra la distancia entre los datos documentales de la pertenencia y la experiencia humana de la misma, revelando que son dos cosas muy distintas.
Como demuestra el aterrador ascenso del populismo, la política puede convertirse en un fenómeno tóxico. ¿Hará falta insistir aquí en que el debate ha descendido hasta niveles viscerales? No pocas veces, el discurso de nuestros gobernantes se deja influir por la emoción, al igual que ha sucedido tradicionalmente con la poesía. Tal vez por eso, y a fin de comprender esa transformación, sea necesario recurrir, entre otros, a los poemas de Claudia González, en vez de a las noticias del periódico. Puede que la lírica de la autora de Si la carne es hierba (La Bella Varsovia, 2015) sea para muchos (es mi caso) una experiencia en sí misma.
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