De la naturaleza del olvido

Arcadio Pardo: De la naturaleza del olvido
La isla de Siltolá, Sevilla, 2016.
 
Por Ricardo Martínez
 
Arcadio Pardo es un veterano escritor original, muy original. Él ha elegido la poesía como medio de expresión, y, a mi entender, bien que ha acertado por cuanto su preocupación esencial es el interior de las palabras en su por qué, en su capacidad de descripción, en su colorido, en su naturaleza para acompañarnos en el viaje –cualquier viaje-, en definir lo que no se ve en el aire –pero es un sentimiento que se vive e intuye… Su vinculo con la palabra, pues, al fin (y nada menos, cabría decir) constituye la rama primigenia de la que ha de obtener el fruto lento, madurado, que otorgue valor nutricional al lector y, por qué no decirlo (tal como ocurre en todo escritor) a sí mismo.
No hay escapatoria, no hay ficción: aquí están, o pretenden estar según la voluntad del autor, en estado puro: sentir (la mujer es un eterno recurso, más velado que real); condición viajera (la alusión a distintos lugares, razas y situaciones lejanas es recurrente); búsqueda de los caminos que conducen por la interioridad-secreto del hombre curioso, el que trata de entender y arriesga (el propio autor a veces, haciéndolo con un lenguaje peculiar, como forzando la ortografía); voluntad de lejanía-proximidad, de claridad-duda, de sueño-utilidad…
Resulta interesante, un desafío al consciente lector, el adentrarse en estos poemas que, siendo uno mismo el protagonista ahora (el poeta asumida su función), relata como un a modo de balance vital, de una vida entregada al propio vivir de las palabras y todos los frutos que de ellas puedan desprenderse -y sus íntimas cualidades estéticas y nutritivas-, donde el olvido no es tal sino rememoración. Hay, aquí, en este libro, como una pretensión de balance de la sustancia ‘tiempo’ donde se inicia, casi, diciendo ‘éste soy’ para concluir, casi, ‘éste creo que he sido’. Y es que lo escrito es a sabiendas de que quien espera es el horizonte, la nada, el todo de la Nada.
Emocionado discurso, al fin, donde el buen lector quedará atrapado probablemente desde el inicio más, eso sí, tendrá garantizado uno de los viajes más interesantes que se pueda otorgar a sí mismo, el de la vida, el de un cúmulo de dudas y aventuras donde el protagonista es el yo –y esa vaga ‘circunstancia’ orteguiana-. O, para un mejor decir, también el propio lector. Así es, o ha pretende ser siempre, la literatura.
Particularmente salvaría algunos poemas determinados; concretamente los numerados como el 1-11-19-32-32… pero esto es solo una muestra, a sabiendas de que, por la propia naturaleza del libro, cada lector querrá establecer una identificación propia con el discurso poético. No en vano estamos ante un desplegado canto épico- lírico donde la música, el lugar, la antropología juegan un papel principal y donde, al fin, la memoria, que ha recorrido con nosotros el camino, nos espera al final comprensiva, sonriente.
Tal vez un poema, a manera de conclusión, nos acerque al hondo significado de este libro:  “De las tantas,/ nunca sabremos quienes recuerdan./ Me planteo si el tronco vivo sabe/ de su tiempo vivido, si sus hojas y ramas/ recuerdan de su niñez,/ si se saben adscritos en la selva gigante/ o son sólo eso: clorofila, madera, savia y vetas y nudos/ y raíces que afloran o no afloran/ sin conciencia ni nada.// Me revuelvo en contra de que alguno mineral ignore/ su procedencia,/ sean los gipses instantáneos sólo,/ los guijarros que la marea redondea, nunca/ sepan de costas y de fondos que han habitado,/ ignore el vendaval si ha arrasado tejados/ cuando ha sido ciclón,/ y la desembocadura sólo sea/ su irse a la mar definitiva.// Eso repulso./ Erijo esta ahora verdad:/ que la memoria es ente vivo, empapa/ las cosas, los vivientes y fenectos,/ acecha a quien dormita y lo sacude en yacimientos,/ en camposantos, en cauce de río,/ en nervio de hoja, en arista de cristalización/ y provoca las cosas a recuerden/ de cuándo y dónde, de su siempre y nunca.// La actividad constante de lo vivo/ contra lo imperdurable”.
Lectura como compañía, como asunción personal de cuanto nos ha conmovido (a nosotros y a nuestra ineludible soledad).
 
 

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