Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki
Por Miguel Martín Maestro.
“Misteriosa y sensual”, así ha definido el director argentino a su película, su primera incursión en la ficción, aunque plagada de referencias reales hacia nuestra sociedad de consumo, esta sociedad que prima el tener sobre el ser y que aboca a las nuevas generaciones a un estado de insatisfacción permanente. Rodada sin guión, o así se cuenta, y libérrimamente inspirada en la única ópera compuesta por Béla Bartók en 1911, El castillo de Barba Azul, cuando el imperio estaba a punto de desintegrarse, las mujeres que articulan esta historia de imágenes magnéticas no andan buscando abrir las siete puertas cuyas llaves guarda celosamente el conde Barba Azul, sino descubrir qué pueden esperar de su futuro, marcado por la indefinición, trabajos alienantes y familias que se amparan en el convencionalismo y adocenamiento de los adultos, la inconsciencia de los niños y la toma de conciencia de los jóvenes que ven aproximarse el final de esos días ausentes de responsabilidades, donde los veranos se hacen eternos.
La película tarda en centrar su mirada en algún personaje en concreto, incluso parecerían pequeños apuntes de una serie de vidas, de un verano hasta el siguiente, de Uruguay a Argentina, bajo el revelador rótulo inicial en los trampolines desde los que se lanzan niños de vacaciones, “los niños son responsabilidad de sus padres”, o lo que es tanto como advertir que lo que seremos dependerá de la atención recibida y no que otros han de responder por nuestros errores. Esa infancia despreocupada es la fase previa por la que todos pasamos antes de darnos de bruces con una realidad que no nos gusta, pero en la que nos sumergimos y con la que entramos en simbiosis para sobrevivir. En ese segmento inicial el calor invade las relaciones, lo acuático sirve para jugar, para aburrirse, para amarse. Es el momento breve, pero intenso, en el que parece que todo se detiene y se hace interminable, pero que no es más que un intervalo que dará paso a una realidad nada complaciente ni envidiable. Estos 18 minutos de presentación juegan a desubicarnos; de la lentitud de la ciudad de veraneo, la urbanización de gente desocupada, la presencia casi invisible, pero audible, del mar, sustituido por piscinas asépticas y que cierran el paso a quienes no pertenecen a ese club selectivo; vamos a pasar, sin respiro y sin preámbulos, a la dura realidad del apartamento urbano, a los cambios de armarios, a los abrigos, las prendas de lana, aquello que se nos antojaba diáfano, optimista e interminable, ha desembocado en la vuelta a la rutina, las tareas obligatorias, la obligación de crecer y hacerse independiente aunque no se quiera.
Es el primer hachazo que nos suelta Solnicki, de la permanente compañía a la evidencia de encontrarnos solos, aparentar una normalidad en la vida diaria que, realmente, nos abruma y nos desconcierta, y como si necesitáramos un elemento trágico para ir acompañando el tránsito, la introducción de la música de Bartók otorga ese carácter al transcurrir de los días y las situaciones. Un grito que no se pronuncia y que queda enmudecido con un cristal traslúcido que separa a madre e hija, la devastación de un accidente ante el que no se sabe reaccionar por falta de madurez, esa rotura de un cordón invisible de amparo fruto de la edad, de la necesidad de empezar a manejarse como individuo por muy duro que sea afrontar estudios y trabajo al mismo tiempo, o simplemente imaginarse lo que ha de ser buscarse el futuro en el que los padres ya no están para dar continuamente; extrañamientos sentimentales que colocan a la juventud en un momento donde el vigor físico se resiente por las dudas emocionales. La vida cotidiana sin atisbos de diversión, un devenir alejado de imágenes complacientes y que nos conduce al adoctrinamiento. Es por eso que su última parte, cuando la historia se centra fundamentalmente en la actriz Laila Maltz, al tiempo que se transforma en más inaprehensible, más hermética, más distante, a cambio obtiene la belleza de lo abstracto. La inminencia de un resultado, del abismo que hay tras la séptima puerta, pero, también, la posibilidad de redimirse y encontrar un camino personal alejado de predeterminismos.
Mujeres, porque fundamentalmente el relato se centra y se desarrolla con mujeres, jóvenes, pero con la sombra de la madurez por encima de ellas. Encerradas en cápsulas que proporcionan el oxígeno justo para sobrevivir, pero que no permiten alegrías ni frivolidades; mujeres para las que cualquier decisión es un paso adelante que aprieta mucho más el invisible nudo que nos mantiene anclados a un sistema devastador. Nadie nos ha cerrado las puertas, pero buscamos esos candados como justificación de nuestros pesares. De vez en cuando alguna de ellas reacciona buscando un camino propio, un camino que no significa mejoría, porque, como un fantasma, nos podemos ver arrojados a una orilla en medio de la noche, de una lengua desconocida y de un ambiente hostil. Hemos reaccionado escapando, pero realmente, ¿escapamos de qué? ¿Nos volvemos más libres o más esclavos? La economía narrativa de la película se compensa, con creces, con su diseño visual y el uso de la música; donde Solnicki nos ahorra las palabras, nos desbordan los sentimientos, en su mayoría anestesiados bajo un velo de resignación contra el que nadie está dispuesto a alzarse. Como en esa escena del museo de insectos, los humanos aparecemos como escarabajos anclados por un alfiler a una costumbre que se nos impone, y nos imponemos, por inercia; algo tan difícil de romper como escaparse del castillo de Barba Azul. Por una persona que lo intenta, muchas prefieren claudicar antes de enfrentarse a la atonía de su vida, aunque en el fondo desearíamos volver a los años en que otros respondían por nosotros y se ocupaban de ampararnos a tiempo completo.
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