'Heliópolis', de Ernst Jünger

Por Ricardo Martínez Llorca
Heliópolis. Visión retrospectiva de una ciudad
Ernst Jünger
Traducción de Marciano Villanueva
Página indómita
Barcelona, 2016
380 páginas
 
“El hombre nuevo era solo una promesa, no una meta”.

Esta expresión, incrustada en una obra de Ernst Jünger (Heidelberg, 1885 – Wilfligen, 1998) nos pone en guardia. Cuando la obra lleva por subtítulo Visión retrospectiva de una ciudad, y se nos confiesa que se encuadra en el género de la ciencia ficción, de la distopía, es inevitable considerar que se basará en deseos frustrados. Más aún al observar que la fecha de publicación data de un par de años después de acabar la Segunda Guerra Mundial. El pasado y la ideología de Jünger han sido tan debatidos como temidos. Y seguirán sobre el filo de la navaja en lo que no cese el ruido de sables y se atienda a la literatura. Esta obra, este Heliópolis, la ciudad de Helio, la ciudad que volaría, de existir, o que poseería un cuerpo astral, de cuajar, no será la que evalúe la capacidad de Jünger, pero sí un cuerpo extraño, casi un tumor, en el análisis.

Heliópolis consta de dos partes. La primera, inmensa, es una suerte de contranovela. Todo lo que no debería hacerse, si hubiera un canon, lo pone Jünger en práctica: unos personajes con una capacidad para extender discursos fuera de lo común; es un falso flujo de conciencia, pues se intuye que los personajes mienten, no ponen sus corazones al desnudo, persiguen un interés. Una descripción de una ciudad en la que la decadencia es tan irónica que sospechamos que el cuadro completo debe ser justo el contrario al que atiende el narrador o los narradores. Una obra coral en la que no se interactúa, pues cada personaje interviene como un eslabón en una cadena. Un exceso de protagonismo masculino, tal vez debido a la presencia de un enemigo que es más una abstracción que un ejército. Las leyendas que atienden a un reflejo de lo siniestro y que, como el resto de lo que se expone, participan de lo grotesco que caracteriza al movimiento expresionista. Unas edificaciones más que faraónicas que responden a la religión, que es una combinación de todas las religiones sin llegar a mezclarlas. Y los monólogos digresivos, automáticos, pronunciados por jugadores, especuladores, militares, artistas, gobernantes. Porque Jünger, como buen humanista, atiende a todos los saberes o considera cualquier asignatura una ciencia. Incluida la literatura.

Existe, sin embargo, algo temible y verosímil, demasiado verosímil, en esta primera parte. Se trata de que todo esto está en función de cómo se colocarán las piezas antes de la partida de ajedrez, y asistimos a una conspiración de lo que Mario Benedetti llamaba Los Decididores: quienes controlan los datos y generan opinión pública. Como lo es también la vida de la otra gente, la que se forja el día a día con o contra el destino. En definitiva, la impresión que da esta primera parte es la de que Jünger no proyecta la vida, sino que nos presenta la imitación de la vida. Algo, al fin y al cabo, propio de las distopías.

Y luego está esa segunda parte, más breve, en la que, ahora sí, Jünger se transforma en un narrador nato. Todo lo que sucede es pura acción. Los acontecimientos se desencadenan. La gente se rebela, se suceden los atentados. Tal vez haya sido costoso llegar hasta aquí, pero comprobar cómo ha situado las piezas Jünger para provocar la acción, ha merecido la pena. En cuanto al asunto ideológico, no hay que ocultarlo: cada individuo, según esta ciencia ficción, es un ser lleno de prejuicios. Deberíamos estar hablando de una ciudad mestiza. Pero el mestizaje ha sido imposible. Ese viaje no existe a gran escala. Y sin auténtico mestizaje, la convivencia terminará siendo violenta.

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