Juegos de riesgo (cuento erótico)
Por Gabriela Matheu
Se pidió un wiski, sin hielo. El bar era oscuro y nada parecido a los que solían frecuentar, pero el ambiente era parte del juego de él. Le gustaban las cosas así, salir de sus zonas de confort y entregarse al “peligro”. No había mucha gente y la luz se veía tan turbia como los vasos abandonados en las mesas vacías.
El sexo nunca había sido mejor. Antes, él se limitaba a ponerse encima de ella y jadearle en la oreja durante todo el acto, acababa e iba al baño a limpiarse sin decir palabra alguna. Solo le faltaba tirarle un poco de plata y prometerle en vano que la llamaría.
Pero en el casamiento de un amigo, habían estado pasados de copas y habían tenido una pequeña aventura en el baño. Nunca se la había sentido tan dura, tan fuerte. Le dijo cosas al oído, se rieron, él le tapó la boca cuando gemía al llegar al primer orgasmo en años.
Desde ese día, buscaban lugares a los que salir, lugares donde entregarse a sus cuerpos de forma más salvaje y libre, como si el peligro de ser vistos fuese la pimienta que le daba sabor a sus relaciones. Junto con esas escapadas también llegaron los juegos de roles. Creían que sería muy evidente llegar juntos y escaparse a la vez o con pocos minutos de diferencia. En cambio, dos extraños…
La puerta del bar se abrió. Vestía un sobretodo casi como de detective de cine vintage. Usaba un gorro que escondía en sombras su rostro barbudo. Casi se largó a reír al verlo, pero se mantuvo en su papel y dejó de mirarlo.
Él pasó por atrás y le rosó el culo con la mano. Un escalofrío le recorrió la espalda y se convirtió en calor en su estómago, en su pelvis. Sacó pecho casi por reflejo, sintiendo los pezones endurecerse al instante.
Lo cierto es que le gustaba el juego y salir de lo de siempre, pero temía que ese mismo juego se estuviera transformando en una nueva rutina. Deseaba que él la montara con la misma pasión en la cama de su propia casa… pero el juego era el juego.
Él llegaba, intercambiaban miradas, buscaban un lugar donde poder coger y después se iban.
Era la primera vez que la tocaba así, sin previo aviso. La sorprendió.
Lo vio caminar, de espaldas a ella; fue directo a una puerta oscura que decía «Personal». Se detuvo bajo las sombras que devoraban aquella habitación y se volteó para mirarla, invitándola. La oscuridad del bar, el humo de cigarrillo, los olores mezclados del alcohol y los alcohólicos, el sombrero y la gabardina lograron excitarla. Pero ese roce tan inesperado, fue lo que prendió la llama de su calefón interno. Se levantó sin perder tiempo. No podía verle la cara, el sombrero se la tapaba, pero vio el brillo de uno de sus ojos, casi animal.
Él entró en la habitación del personal y ella lo siguió, mirando a ambos lados para asegurarse de que nadie los viera. Se adentró en la habitación. La luz estaba apagada y sus ojos aún no se adaptaban cuando él la tomó por la cintura, con fuerza. Tenía le aliento agrio, a alcohol barato. Ella se sacudió lo suficiente como para no poder liberarse…
Sus manos eran duras como acero, aferrándola desde la cintura, acercándola a él. Sintió contra la cola su erección, inmensa de excitación. Se sacudió simulando querer escapar, pero frotándose contra el miembro para mantenerlo así.
Una de las manos subió hasta su pecho y la aferró con fuerza, casi haciéndole daño, casi con demasiada fuerza. Casi, lo suficiente. Nunca habían llegado a ese estado. El juego siempre había sido muy controlado, muy cuidado. Le gustaba, se sentía viva. Él le levantó el vestido, apretado como para marcar sus curvas, suelto como para que no estorbara demasiado en ese momento. Sus nalgas se apoyaron en el pantalón, abultado y lleno de deseo. Se sentía húmeda y salvaje. El lugar olía a mezcla de productos de limpieza y humedad y era perfecto.
Él le bajó la bombacha de un tirón, ella sentía la tela apretando contra sus muslos mientras el aire del lugar rozaba sus partes más íntimas. Ella gemía al compás de su respiración, tranquila y dominante. Él la apartó un poco para tener espacio de abrirse la bragueta.
Ella estiró su mano hacia atrás a tiempo de darle la bienvenida al miembro de su hombre, cuya dureza era increíble. Jugó con él, masturbándolo un poco. Él la detuvo y, alzándola un poco, giró sobre sí mismo arrastrándola, dejándole la frente contra la pared y le susurro con voz ronca al oído.
-¿Lo querés? -su voz era un susurro excitado, anhelante y lleno de promesas.
-Sí -dijo ella y rió del deseo que se sentía en su voz. Todos los días veía a ese hombre recortarse la barba frente al espejo con una tijerita pequeña y reír a carcajadas viendo series de mala calidad.
Llevó su cadera hacia él, se agachó un poco y ella sintió el glande apoyarse contra su vagina. Él lo deslizó despacio, abriendo sus labios, recorriéndolos hasta llegar al clítoris, que estaba expuesto desde antes de entrar a la habitación. El glande volvió a hacer ese camino una vez más, y otra, y otra y ella sintió que el deseo era demasiado intenso, quería pedirle que lo metiera de una vez o sentía que moriría ahí mismo. Pero antes de decir nada el miembro entró entero provocando una corriente eléctrica por todo su cuerpo. Él se apoyó sobre ella, aplastándola contra la pared, embistiéndola con dureza y deseo puro. La sacaba con lentitud y volvía a penetrarla con fuerza, haciéndola poner en puntas de pie.
Él le tapó la boca como siempre lo hacía, conteniendo el grito y los gruñidos provocados por un orgasmo desmedido. Se movió unas veces más, dos o tres y salió de dentro suyo. Jadeó y ella sintió como el semen daba contra su culo y resbalaba despacio por sus piernas.
Se separaron, ambos jadeando, ella entre risas. Se acomodó la bombacha, cuya tela arrastró la eyaculación pegándosele a la piel. Salió por la puerta y quedó frente a frente a un empleado que la miró confundido. Le dio una excusa rápida y se alejó riendo, casi ebria. Le temblaban un poco las piernas y el corazón le latía deprisa.
Pasó por la barra y le pagó al barman el trago que había estado tomando. Agarró unas servilletas de papel para limpiarse un poco camino a su casa.
-¿Ya se va, hermosa? -le dijo una voz demasiado conocida.
Miró junto a la puerta y su marido estaba sentado en una de las sillas. Vestía una camisa de color negro y pantalones sueltos como de trabajador. La miraba sonriendo de oreja a oreja. Ella volteó y vio salir al extraño de la gabardina de la habitación que decía «personal».