La La Land (La ciudad de las estrellas) (2016), de Damien Chazelle
Por Jordi Campeny.
En contadas ocasiones el cine, esta maravillosa mentira o trampantojo, te obsequia con experiencias como de otro tiempo; un tiempo muy anterior a nosotros, cuando acudir a las salas era zambullirse en sueños plagados de colores y posibilidades que negaban la zafia realidad del mundo que rodeaba y asfixiaba a sus gentes. Muy de vez en cuando aparecen películas que te arrancan de tu leve y ceniza cotidianidad, trasladándote a territorios irreales donde todo es más bello, luminoso y respirable. Dos o tres veces al año, con suerte, una tarde de cine puede convertirse en algo más especial que una tarde de cine. Una vez de cada mil aparecen películas como La La Land.
El género musical, probablemente el más denostado de todos, nació y vivió su época dorada en los años cincuenta en Los Ángeles, ciudad mítica y perversa que, según dicen, todo lo encumbra pero nada valora. Allí, directores como Stanley Donen o Vincente Minnelli construyeron mundos de fantasía en los que cantaban y bailaban, envueltos en color y magia, Fred Astaire, Audrey Hepburn o Cyd Charisse. Allí, las voces, cuerpos y rostros ya apagados de Debbie Reynolds y Gene Kelly se unieron en un relámpago de genialidad que nos sigue deslumbrando a día de hoy cada vez que volvemos a Cantando bajo la lluvia (1952).
Todos ellos, todas aquellas películas se encuentran en el germen de La La Land. Y, como no podía ser de otra manera, Los Ángeles es de nuevo la ciudad que enmarca sus vidas y rige sus pasos. Lo que hace el director Damien Chazelle es homenajear este grandioso mundo perdido, resucitándolo en una encendida y memorable película como las de antes. Puede que La La Land no tenga la grandeza de los musicales de entonces –no podemos saberlo aún; hace falta que se deposite sobre ella un nuevo barniz que sólo da el paso del tiempo– pero, emulándolos, conquista la grandeza del cine de ahora.
Escribió Godard que “el musical es, en cierta forma, la idealización del cine”. Durante su metraje, La La Land nos invita a idealizarla y a aceptar su delicioso artificio, acompañando a sus protagonistas en el camino hacia sus sueños; los de una camarera que quiere ser actriz y los de un pianista que quiere abrir su propio club de jazz. Sus leves periplos, fundidos en una bellísima historia de amor que se busca y desencuentra con el paso de los años, vienen puntuados –interrumpidos, sublimados– por irrenunciables momentos musicales que van desde lo más íntimo –City of Stars– a lo más abierto y coral –Another Day of Sun, en el poderoso plano secuencia que abre la película–.
La La Land es la aventura personal del joven director Damien Chazelle, quien, junto a su íntimo amigo de los años de universidad, el compositor Justin Hurwitz, convencen, tras el éxito cosechado por Whiplash (2014), a la potentísima productora Universal para levantar su proyecto. Un proyecto con guion y composiciones originales que homenajea los mundos que aman, invocando sus espíritus: el jazz –Chick Webb, Thelonious Monk–, los musicales –Donen, Un americano en París (1951), Kelly y sus pasos de claqué bajo la lluvia– y el cine en general –Casablanca (1942), Ingrid Bergman, Rebelde sin causa (1955); incluso Hitchcock o Allen–.
La La Land son sus dos protagonistas, Ryan Gosling y Emma Stone. Seb y Mia. Su química y magnetismo trascienden sus deficiencias artísticas, puesto que no son bailarines, músicos ni cantantes –Gosling no sabía tocar el piano–. A pesar de ello, consiguen convencer en sus números musicales, incluso hechizar, superando con buena nota el reto. Resulta imposible imaginar esta sinfonía de color, luz y cine de alto vuelo sin ellos dos. Sin sus miradas.
La La Land corre el riesgo de ser víctima de su éxito. Cuando una película aúna a crítica y público, y resulta tan premiada –ha hecho historia en los Globos de Oro, con siete galardones, y en breve empieza su andadura hacia los Oscar–, puede acabar manoseada o viciada tras tanta opinión, adulación, tinta y focos. Y haters, que suelen proliferar en estos casos. Conviene, pues, entregarse a ella olvidando su fenómeno.
La La Land es un film para atesorar y para compartir. Es una suma de inolvidables secuencias que van creciendo en belleza, logrando auténticas cumbres estéticas; y un nuevo triunfo del poder sanador de la fantasía. Dos jóvenes cargados de deseos bailando claqué una noche de verano con la ciudad bajo sus pies. O flotando entre las estrellas a ritmo de vals en la cúpula de un observatorio. La La Land es magia y es nostalgia. Es una hermosísima impostura que nos obliga a mirar y a soñar. Algunas veces agradeces que te engañen o estafen, si con ello te permiten volar.
Completamente de acuerdo,
La vi el día del estreno, y quedé maravillada ante tanta belleza, tanta magia
y tanta nostalgia y melancolía.
Una joyita de película.
Para ver y volver a ver…