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El viento sabe que vuelvo a casa (2016), de José Luis Torres Leiva

 
Por Miguel Martín Maestro.

el viento sabe que vuelvo a casa cartelAcostumbrados a funcionar con etiquetas, cuando éstas exigen muchas explicaciones y una sola palabra no permite encasillar un resultado, parece que la obra supera nuestra capacidad de síntesis. Y no deberíamos ser así, sino limitarnos a disfrutar de una de las obras más redondas del año, uno de esos productos que, a fuerza de capas, todas ellas muy ligeras, y que se van acumulando durante los 100 minutos de duración, conforman un retrato admirable de una comunidad; sin necesidad de someter a los habitantes a interrogatorios de tercer grado ni buscar información de manera enfermiza; sino solamente con la charla y la impresión del paisaje. Clasificar de documental lo visto es tan erróneo como calificarlo de ficción, se trata de cine. Cuánto es guion y cuánto es azar, cuánto documental y cuánto ficción, cuánto de espontaneidad y cuánto de interpretación, son labores que corresponde al espectador discriminar, aunque ello no es esencial ni relevante porque lo importante es dejarse envolver por lo que se cuenta y cómo se cuenta. Todo lo que aparece puede ser verdad, pero también puede ser invención, los encuentros pueden ser casuales o fruto de un acuerdo previo, pero sea lo que sea, nada impide encontrar belleza y majestuosidad en esta película.

Torres Leiva puede servirse de muchos artificios, pero todos ellos modestos y tangibles, se destinan al fin primordial, alcanzar el núcleo, la esencia de la vida en la isla Meulín, una de las más remotas del archipiélago Chiloé, es decir, en lo remoto de lo remoto, allá donde Chile empieza a no parecerse a Chile y las poblaciones andan más pendientes del autoabastecimiento y la supervivencia que de lo que el continente les puede suministrar. Torres Leiva en la cámara e Ignacio Agüero en la interpretación, no sólo como personaje sino también como motor de la propia película, se desplazan a la isla buscando confirmación a una leyenda, encontrar a alguien que haya conocido a una pareja de amantes que desaparecieran para vivir su amor libres de las ataduras y convenciones sociales impuestas en una isla que, en realidad, son dos, divididas por una frontera invisible pero eficaz, la del origen racial y cultural. Así se inicia la película, yendo hacia el barco, como un viaje por mar a la búsqueda de la verdadera historia y, al tiempo, como un falso making of de cómo se hicieron los preparativos de la película que Agüero proyecta sobre esa pareja desaparecida, para la que realiza castings de adolescentes donde, en el fondo, se les invita no tanto a demostrar en la cámara sus habilidades artísticas, como a reflejar en palabras lo que supone ser joven y querer estudiar en esta zona del país, extrañarse de uno mismo abandonando familia y entorno para establecerse en una isla más grande, perder, de esta manera, parte de su propia identidad indígena, diluirse en la uniformidad de lo continental, de lo mestizo, de lo menos auténtico. Relatar cómo educación, cultura, sanidad, son grandes palabras muy alejadas de lo común.

La película, en otra de esas capas apenas perceptible, entra en comunicación con la última obra de Agüero, Como me da la gana II, y ambas homenajean al cine desde su fusión con la realidad más cercana. Agüero usa parte de esos castings en su película al hablar del nuevo cine chileno, en su búsqueda de qué es lo cinematográfico, mientras que Torres Leiva utiliza esos interludios artísticos para poner el contrapunto a un mundo propio y aislado que, progresivamente, se va mezclando perdiendo su identidad. Pero donde la película alcanza cotas de genialidad es cuando Agüero, de manera sutil, nada agresiva, amable, cómplice, entabla conversación con vecinos del lugar; campesinos, tenderos, ancianas, sacristanes, niños; ahí es donde la película y el concurso, que no es el primero, de Agüero con Torres Leiva, se elevan para culminar un resultado admirable donde la imagen no busca una belleza artificial y preordenada, sino la propia del lugar virgen de acción exterior, ya sea la belleza de una playa o la presencia fugaz y casual de un jinete con un par de caballos que se refrescan en la orilla, y donde tampoco el diálogo que se entabla con los habitantes se consigue mediante el aprendizaje de textos previamente escritos, sino a través de una conversación fluida a partir de una anécdota que justifica el viaje, para concluir que nadie conoció la historia de los dos jóvenes fugados, pero que sí hay muchas historias que contar en esa isla y en las que la rodean.

el viento sabe que vuelvo a casaPero no existiendo en la memoria de los residentes el recuerdo de ésa, o esas desapariciones, muchos de ellos sí que cuentan o han vivido desencuentros familiares, rechazos, humillaciones, por entablar relaciones mixtas entre mapuches y mestizos. En el fondo la división de la isla en dos comunidades, Tránsito y San Francisco, abajo y arriba, obedece a un larvado racismo, a un darse la espalda históricamente entre dos grupos étnicos en un entorno bello, pero hostil. Diferenciarse y separarse hasta formar dos entidades que evitan la mezcla, al menos, hasta que fue posible. Ahora la existencia de dos partes facilita que haya el doble de fiestas, pero antes era un sinónimo del grupo social al que pertenecías. No hace falta que Agüero pregunte expresamente por racismo, exclusión, discriminación… son las propias historias de los residentes las que dan forma a esa realidad mediante sus propias experiencias, la mayoría de las ocasiones limitadas al plano personal con sus propias familias. Agüero recorre la isla buscando al habitante que le permita ahondar en su naturaleza humana y en la de su comunidad, pero también viaja para ver, para contemplar, para sentarse relajadamente en una cala y observar, para disfrutar de un paisaje sin ruidos, sin contaminación, sin actuación humana en su configuración; y aguanta esa situación hasta que la considera suficiente, bastante, suficiente para el propósito pretendido y antes de que la mecha de las nuevas generaciones demuestre que por otros medios se puede estar haciendo daño a esa realidad. Tierra de volcanes y mitologías, Torres Leiva, como el propio Agüero en su cine, o el gran Patricio Guzmán, se aprovechan del entorno para hablar de la historia de los hombres, incluso de manera sutil y anecdótica, pero cruenta, para recordar 1973 y sus efectos colaterales en alguno de los habitantes.

¿Cómo mostrar la realidad diaria sin interferir? Como lo hace Torres Leiva. ¿Cómo mitificar un territorio sin embellecer lo que ya es bello de por sí? Como nos lo muestra el tándem Leiva-Agüero. ¿Cómo poder reivindicar este cine en un país tan de espaldas a la cultura como España? Eso ya no lo sé, hay que repetir, machacar, aprovechar cualquier resquicio y afirmar sin sonrojo que tres de las más grandes películas del año proceden de Chile y ninguna ha tenido estreno comercial en España. Aquí no ha pasado nada, Como me da la gana II y El viento sabe que vuelvo a casa son tres absolutas maravillas despreciadas por el distribuidor convencional y el espectador abducido por las multisalas. Asistir impasible y participativo a los relatos de las primeras veces que murieron determinadas personas, observar el ataúd de alguno de aquellos que murieron sucesivamente y no utilizaron su primera caja, oír un simpático y hasta abusador diálogo sobre volcanes y dinosaurios entre el realizador y un niño, que da lugar a ese “ciao” explicativo de que nada más hay que contar, abandonando esa silla cara al mar y a una bahía donde las horas se pueden perder sin cómputo posible, entre la relajación y la pereza que proporciona la visión, ha supuesto una de las mejores formas de concluir el año cinematográfico.

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