Sólo el fin del mundo (2016), de Xavier Dolan
Por Jordi Campeny.
El cine del joven director canadiense Xavier Dolan –27 años– siempre se ha visto y analizado desde ópticas ferozmente polarizadas. Hay los que detestan y condenan su impúdico exhibicionismo, su discurso narcisista que –parece– no sabe ver más allá de la punta de su dedo. Hay otros que ven en él a un artista radical con mundo propio –sí, exhibicionista– y que, por supuesto, sabe otear más allá de sí mismo. Este dedo, digamos, apunta hacia algún lado. Uno se halla, sin dudarlo, en este segundo grupo, y ha sucumbido siempre a su universo apasionado, lacerante, estridente y volcánicamente creativo.
Dolan, auténtico enfant terrible del panorama cinematográfico actual, ha vivido un perpetuo idilio con el circuito de festivales, especialmente el de Cannes y, a su vez, un ininterrumpido desencuentro con un amplio sector de crítica y público. Su carta de presentación, Yo maté a mi madre (2009) ya puso sus inequívocas señas de identidad sobre la mesa: historias de seres vulnerables que se enfrentan a un entorno familiar y social hostil, un inquebrantable y obsesivo interés por la forma, una desbordante y gozosa estética kitsch y videoclipera de marcado acento gay y un sorprendente manejo de los elementos del medio. Sus películas, más que películas, a veces se antojan como desaforados y bellísimos gritos de libertad.
Laurence Anyways (2012), uno de sus más ambiciosos proyectos y auténtica epopeya sobre los sentimientos y la identidad sexual, encapsula todo su universo. En ella encontramos una escena que lo resume: dos protagonistas –un transexual y su mujer, profundamente enamorados– vestidos con tonos estridentes y perdidos en medio de un paisaje blanco y helado contemplan atónitos –y emocionalmente arrasados– cómo caen prendas de ropa de colores del cielo. Todo ello envuelto por las notas de un tema de Moderat. Eso es Xavier Dolan. O lo tomas o lo dejas.
Poco a poco Dolan intentó ir modulando sus excesos y encontrar algo más de equilibrio entre fondo y forma. Y en 2014 se alzó con el premio del Jurado en Cannes, ex aequo con Jean-Luc Godard –el pasado y el futuro del cine–, con la que probablemente sea su película más relevante y encendida: Mommy. Cine juguetón, furioso e hiperbólico pero todavía carente de auténtica profundidad.
Sólo el fin del mundo, galardonada con el Gran Premio del Jurado, se sustenta en un texto ajeno –de Jean-Luc Lagarce–, demoledor y con auténtica enjundia emocional; pero ha sido, paradójicamente, su película más vapuleada hasta la fecha. A los que la tildan de histérica, irritante y crispada se suman otros que la obsequian con adjetivos como amanerada, hortera o afeminada, con una intención claramente peyorativa. Más allá de que dichas calificaciones –de por sí– no deberían molestar ya a nadie puesto que pueden perfectamente responder a la personalidad de su creador, sí sorprende la intencionalidad hiriente con la que se pronuncian; este tufo marcadamente homófobo que sigue impregnando nuestro mundo.
Sí es cierto que la película podría haber modulado mejor su intensidad para que ésta no se desatase de forma un tanto caprichosa en momentos puntuales. También es cierto que la valiente decisión tomada por Dolan de enjaular a sus protagonistas en temerarios y asfixiantes primeros planos priva de la interacción natural entre ellos que probablemente exija todo texto teatral. Y resulta comprensible que a los enemigos del kitsch o lo hortera les sienta como una patada en el estómago el momentazo Dragostea din tei –que uno aplaude y que bien podría verse como un auténtico corte de mangas a los inmarchitables detractores–, pero no es menos cierto que Sólo el fin del mundo ha sufrido un vapuleo furibundo y excesivo, que sus incuestionables virtudes artísticas equilibran perfectamente sus cuestionables desatinos y que el trabajo de su elenco de actores, entregadísimos a la causa –desde la más contenida Marion Cotillard a los vehementes Vincent Cassel, Nathalie Baye o Léa Seydoux pasando por el silente, arrasado Gaspard Ulliel, soterrado por la palabrería de los demás cuando era el único que tenía algo que decir–, sobresale con furia de lo habitual, o lo prudente. Es exceso. Es teatro.
Son múltiples las adaptaciones cinematográficas de célebres textos teatrales. Los míticos de Tennessee Williams dieron lugar a obras maestras imperecederas. Pero propuestas como, por ejemplo, Un dios salvaje (2011), de Polanski, evidenciaban que, a veces, ante piezas teatrales, los directores ponen el piloto automático y dejan que actores y texto campen a sus anchas, sin rasgo alguno de riesgo o autoría. No es el caso de Sólo el fin del mundo. Xavier Dolan se lleva a su terreno el material y construye un artefacto innegociablemente suyo; potente, arrebatado y sentido. De elegantes y bellísimos momentos y con, nuevamente, un superlativo manejo de los elementos cinematográficos –mención especial a su banda sonora y trabajo de fotografía del habitual André Turpin–. Dolan no ha perdido un ápice de su talento y nos regala, una vez más, un torrencial baño de intensidad que muy pocos están dispuestos a ofrecer y, muchos menos –por lo visto– a dejarse arrastrar por él.