'Feliz norte', de Árpád Kun
Por Ricardo Martínez Llorca
Feliz norte
Árpád Kun
Traducción de Éva Cserháti y José Miguel González
Tropo editores
Barcelona, 2016
458 páginas
No es posible encontrar una mayor paradoja, en este mundo burdamente global, que las líneas del mapa trazando fronteras. La frontera precisa de un tiempo para recorrerla, un tiempo durante el cual uno no se encuentra ni en su patria ni en tierra ajena. Es un paréntesis y no un guión. De hecho, pocas fronteras tienen menos aspecto de tal que los aeropuertos. Ni siquiera son un guión: son un punto. Pasar de Benín a Noruega de una tacada, como le sucede al protagonista de esta brillante novela, es saltarse todas las fronteras, todos los espacios, que le habrían ayudado a explicar dónde se encuentra. Hijo de un padre mita vietnamita, mitad francés, desaparecido en la memoria, y de una madre de África occidental, hija, a su vez, de un curandero vudú, nuestro protagonista alcanza el metro noventa de estatura y destaca, desde su infancia, por la empatía. Al tiempo que nos describe su lugar de origen, en lo que para él es costumbrismo y para nosotros viaje, un trozo de Sáhara oculto, entiende el vudú como una forma de explicar los acontecimientos, incluso de hacer justicia en un lenguaje incomprensible para los escandinavos. Eso explicaría el fracaso de los misioneros noruegos, pero también su formación como enfermero. Tanto la medicina alopática como el vudú, o la religión, nos dirá de alguna manera hacia el final del libro, son reales en tanto alguien ponga su fe sobre ellos.
Árpád Kun (Sopron, 1965) consigue que nos creamos que el narrador es tan africano como Ben Okri, en un ejercicio en el que intervienen los códigos de purezas y blasfemias bien aprendidos. El motivo, lo sabremos en el epílogo, sin desvelar el final, es la amistad. Kun, al igual que el protagonista, es un extranjero afincado en la Noruega de los fiordos, donde se conocieron. Pues el libro es reflejo de una vida real. Hasta el punto de que el momento clave, el trauma, es el paso de una frontera. Aimé, que es como se llama el personaje, resulta ser beninés por nacimiento, pero francés en cuanto a la administración, dada la procedencia de su padre. Así pues, cuando pretende salir de Benín, con treinta y ocho años, resulta que se le exige el pago de todo ese tiempo a modo de visado. La anécdota sirve para que no se resienta la narración al girar el escenario. La vida en los fiordos, llena de agua y la mitad del año de sombra, mientras la otra es siempre de día, apenas tiene algún aspecto en común con África. Pero a su llegada topa con un grupo de discapacitados, gracias a lo cual vuelve a reconocerse como la persona que era: alguien entregado a la cura del desconocido.
Y así es como sobrevive. Cambia un país lleno de la vitalidad de los niños en la calle, por otro donde el envejecimiento de la población es determinante. Hasta el punto de asistir a competiciones deportivas de los más chocantes, pues es inimaginable una carrera de ancianos con andador en Benín. Al mismo tiempo, salva la adaptación cultural al identificar el pensamiento mágico que gestó a los escandinavos. Todos somos hijos de los mitos, tengan la forma que tengan. Tras pasar por algún otro oficio, como guía turístico, Aimé termina entregado a su profesión de auxiliar de enfermería, tanto para ancianos como para discapacitados. En un exilio que no duele, conoce la descomposición de los cuerpos a la par que el invierno. Pero al cuidar enfermos, consigue el triunfo diario del cuerpo sobre la muerte. Hasta el punto de encontrar no solo amor, sino también enamoramiento. Escrito en primera persona, reconociéndonos en Aimé tanto como lo hace Kun, Feliz norte es una novela llena de un optimismo que late con las pulsaciones de un hombre en reposo.