La oficina en The New Yorker

cubiertaPor Gema Nieto @GemaNieto81
La oficina en The New Yorker (Libros del Asteroide, 2013)
Trabajar dignifica. Años y décadas que parecen siglos son los que llevamos escuchando esta máxima, la madre de todos los tópicos, la musa de los adictos al trabajo (esa especie digna de estudio o de extinción), la culpable incluso de que te miren mal si osas afirmar que te gustaría vivir sin trabajar (y a quién no), como si no existiese nada más gratificante y satisfactorio en la vida, como si se necesitase a la fuerza desempeñar un trabajo para saber ser responsable y eficiente o conocer el valor del dinero y del esfuerzo. Resulta sintomático que se haya urdido el concepto de trabajar como sinónimo de ganarse la vida cuando lo que verdaderamente hacemos es perderla. Sacrificarlo todo, comprometernos con este engaño mayúsculo que malogra nuestra esencia misma, nuestra identidad, atrapándonos en una espiral de absurdo insoportable e insaciable: levantarnos a horas inclementes, tener que sacar adelante proyectos que en realidad no nos interesan lo más mínimo para hacer más rico a alguien que nunca nos lo va a agradecer, depender de sus caprichos o de su incompetencia, renunciar a posibles talentos, a la idea de hacer otras cosas, dejar de ser personas para convertirnos en personal.
No nos engañemos. El trabajo desarrolla en las personas valores tan negativos como el servilismo, la cobardía, el arte del engaño, la autocensura, el egoísmo, la soberbia, el peloteo… Por suerte hubo (y hay) mentes lúcidas que supieron discernir lo ridículo de un sistema esclavizador y plantárnoslo delante, para que, aunque de manera delirante, no admita réplica. Con humor, sí, pero sin piedad, mostrando lo que el trabajo hace con nosotros y con lo que nos obliga a tragar.
 

 
Una antología de lo que verdaderamente significa ser empleado y empleador sólo podía venir firmada por los dibujantes de The New Yorker (Robert Mankoff, Leo Cullum o Tom Cheney, entre otros muchos). Nadie como ellos supo captar tan acertadamente y con tanto ingenio el absurdo de infinidad de situaciones de nuestro mundo laboral, el que llevamos arrastrando desde los años 40 y que se revela universal en todas las oficinas: las eternas reuniones sin ningún propósito, la alienación, la carrera en pos del propio provecho, el horror de los lunes por la mañana, las mentiras, la falta de ética, la inoperancia de los jefes…
Lectura ya no recomendada; obligada. Sobre todo para aquellos a quienes todavía les quede alguna duda de que la antigua máxima siempre ha estado equivocada; no es el trabajo, sino el humor, la capacidad de no tomarnos en serio el absurdo, lo que nos dignifica.

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