'Quienes viven', de Annie Dillard

Por Ricardo Martínez Llorca
Quienes viven
Annie Dillard
Traducción de Mónica Rubio Fernández
Sabina
Madrid, 2016
509 páginas
 

quienesvivenUno piensa que a cualquier escritor de calado, de esos que consiguen que todavía nos despertemos ante una novela, le está obligado rendir cuentas a Faulkner o a alguno de sus sucesores como Cormac McCarthy. O, por ejemplo, como sucede en esta excelente novela, que el realismo histórico sustituye al realismo mágico de Cien años de soledad. Pero a la hora de la verdad, el espacio literario común, de la fuente de la beben todos ellos, incluida nuestra ya querida Annie Dillard (Pensilvania, 1945) es la frontera. Ese hueco en el mapa sobre el que todavía se pueden escribir grandes historias sin que se deteriore nuestra percepción de la realidad, es decir, sin intentar atrofiarnos con juegos literarios que no son sinceros con la literatura. Si bien los autores a los que se rinde Dillard crearon un país gracias a la posibilidad del mapa, a lo salvaje que hace de territorios algo remoto, Dillard aprovecha un momento histórico en el que ese espacio, sí, fue remoto, salvaje y posiblemente el de más difícil colonización: la transición de una nación incipiente, Estados Unidos, en su expansión hacia el oeste y hacia el norte, por las montañas en las que los incautos buscadores de oro comenzaron a caminar para morir de frío o bajo una tempestad. Así es como nace esta epopeya que es Quienes viven, y que a la fuerza debe desarrollarse con la lentitud del paso de los bueyes.

Los primeros personajes que pueblan esta historia dan a luz en el camino o bregan por el lujo de un colchón de plumas que estorba en la carreta. Cruzan un río, símbolo de línea fronteriza, y atraviesan regiones pobres, donde la supervivencia es un éxito. Lo inhóspito unifica las primeras páginas, corales, en las que una serie de personas frenan la marcha para crear un asentamiento. Siendo imposible seguir hacia el norte, queda la soledad por compañía y la dureza de los primeros tiempos. Ese núcleo indica que Dillard nos hablará de la gente, de sus emociones, de familias que se ven abocadas a inventarse un mundo o del sudor al afrontar los hechos que les llegan para convertir la existencia en una guerra. Esta gente irá dando paso a una segunda generación, los que no eligieron vivir allí, que no son dueños de su destino. A pesar de lo cual la población crecerá, se desarrollará sin abandonar la brutalidad y se poblará con senadores y leñadores, con chinos, indios, esclavos y niños pelirrojos, con mineros, vagabundos o universitarios del este que creen que un título les permitirá hacerse con las riendas de la frontera.

Quienes viven se desarrolla en una época en la que las fronteras eran kilómetros cuadrados y la colonización, como no podía ser menos, venía con la instalación de las vías del ferrocarril. Pero antes ya se había producido el mestizaje y toda una historia de relaciones y vínculos supuestamente humanos en la que faltaba lo más humano que ha inventado el hombre, que es el romanticismo. Hasta que llega un momento en que Dillard hace un paréntesis en el coro y se centra en vidas concretas, en familias, que son epítome del resto del grupo humano. Todos ellos poseen en sus manos más parte del destino de los otros que del propio. En cualquiera de las familias la facilidad para la muerte y las desgracias, nos remite no ya a Faulkner, sino al Antiguo Testamento, con un dios que se permite ser sádico a capricho.

A pesar de todo ello, la ciudad y lo que de civilizado pueda haber en una ciudad, antes de pasar al otro modo de barbarie urbana, se va instalando: la educación, la cultura, un estrato de sociedad media alta cuyas miserias no difieren de la de los demás, pues la violencia siempre está ahí, clavándose en los riñones. Y también lo clandestino, que se desarrolla en paralelo a la civilización, pero con un mayor grado de magnetismo. La desesperación va empujando las decisiones de unos y otros, hasta que, finalmente, la ciudad cae en decadencia, sin haber llegado a tomar cuerpo. De hecho, no alcanza jamás el grado de ciudad y así es como la única certeza que terminará por imponerse, será la emigración hacia otra ciudad, Seattle. La alternativa a la emigración es triste, pues volviendo al relato coral, Dillard nos habla de la pérdida de motivos para seguir viviendo. Elegir entre la dignidad y la resignación es un tema que merece tanto nuestra lectura, que esperamos, con el alma afilada, a las próximas entregas de los libros de Dillard.

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