¿Cómo leer a los clásicos?Otra Cultura

Café Merino (entrevista)

Por  Raúl Andrés Cuello

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‘Muchas veces sucede que las anécdotas, tan adecuadas a la representación oral, se vuelven insoportables en el trance de escribir. Se trata de un tipo de relato en que hay que suspender el flujo del pensamiento para cuidar las cronologías mínimas y los detalles.’

De esta manera es como el escritor Roberto Merino (Santiago de Chile, 1961) va concluyendo su último trabajo hasta la fecha, Lihn – Ensayos biográficos (Ediciones Universidad Diego Portales) y sirve como marco de referencia a la hora de registrar el diálogo que tuvimos en el ya mítico Café Sebastián, en Providencia.

Debo admitir que antes de nuestro encuentro no tenía casi ningún registro extenso sobre este escritor: sólo una nota que escribió Mauro Libertella en 2012 y algunos comentarios de otros escritores como el caso de Matías Rivas. Lo cierto es que le escribí para que nos viéramos y aceptó de inmediato. Como la “entrevista” no tuvo una estructura definida intentaré traer a cuento algunos aspectos de la vida de Merino, de su oficio de escritor y sus percepciones de lo literario. Ahí vamos.

R.C. -Se ha dicho que, a diferencia de otros escritores chilenos, usted escribe o describe el fluir de lo cotidiano sin acudir demasiado a la ficción, ¿qué piensa acerca de esta categoría?

R.M. -Creo que está bien para los que la cultivan. Yo no tengo capacidad imaginativa en ese rubro y cada vez leo menos ficción; no es que no me interese, de hecho me interesan ciertas formas de representación propias de la narrativa, particularmente los registros del anterior cambio de siglo

R.C. -La forma en la que miraba su época un Tolstoi, un Dostoievski…

R.M. -Exacto, aunque estoy pensando más bien en Henry James. O en la transición que se dio -en el modo de representación- entre los realistas franceses y la narrativa de Joyce.  El hecho es que como lector y como escritor me siento ahora más cerca de aquellas formas literarias como la crónica – supeditadas al consenso de que hay una realidad más o menos comprobable-.

R.C. -¿Cómo es el proceso de escritura de sus crónicas?

R.M -Bueno, no corrijo mucho. Antes de empezar a escribir hago unos ajustes mentales difíciles de describir. Voy corrigiendo en la medida en que escribo. Cuando pongo el punto final significa que el texto está bien, no hay corrección posterior, al menos por mi parte. Otra cosa es que jamás tengo un tema definido previamente. Parto de un punto cero, empiezo por donde se me vaya el pensamiento.

R.C. -Una vez me contaron que Simenon escribía sin corregir, digamos que tenía una idea y con una técnica similar a la elaboración de una obra pictórica escribía un libro.

R.M. -Claro, cada cual se inventa una dinámica particular para solucionar problemas al momento de escribir.

R.C. -¿Y en cuanto a sus otras actividades qué puede decir?

R.M. -Doy clases en la Escuela de Escritura Creativa (UDP), particularmente el taller de ensayo y el taller de introducción a la poesía. Hay un curso que se titula Realismo, y que lo damos con la pintora Natalia Babarovic. Ese me ha gustado mucho, es un curso dialogado, una conversación prolongada, especulativa e informativa.

R.C. -¿Entre los dos preparan una puesta en escena?

R.M. -No, más bien son clases teóricas. Yo me encargo de la parte literaria, ella de la discusión y el análisis de obras de arte.

R.C. -¿Esta actividad ocupa su tiempo?

R.M. -Sí, en parte. El resto del tiempo lo estoy dedicando a la música. He vuelto a la música luego de años. La abandoné en la adolescencia, cuando traté de procurarme un destino literario. Pero cada vez que iba de visita a una casa donde había un instrumento me ponía a tocar. O de repente me compraba una quena en la calle y me pasaba un verano tocándola. Hace un par de años armamos una banda con mi hijo y algunos amigos. Lo paso muy bien con eso.

R.C. -¿Es una vida más feliz la del músico?

R.M. -Totalmente. Produce una especie de serenidad profunda.

R.C. -Y volviendo a las letras: ¿Cómo se hace Roberto para vivir de ellas y no morir en el intento?

R.M. -No sé. Yo trabajo en la Universidad y colaboro en los diarios. Con eso vivo. He sido muy prescindente en relación a la incertidumbre del futuro, casi siempre he tenido trabajo, pero creo que no he hecho una carrera en nada. Desde niño era así, en todo caso. Cuando estaba en el colegio sabía que iba a entrar a la Universidad, no me imaginaba otro escenario. Lo más difícil para mí fueron los comienzos de los 80’s. Chile estaba pasando por una crisis muy aguda y yo vivía con mis padres. Estuve como 3 años sin conseguir trabajo, era muy complicado. No había buen ambiente ni mucho ánimo. Una serie de casualidades me llevaron a trabajar en el periodismo, cuestión que no había estudiado. El resto fluyó.

R.C. -Se reconoce a Chile por su escena poética, pero ahora los que están dando de qué hablar son los jóvenes -y no tan jóvenes- escritores que trabajan en clave prosística; no sé, pienso en Mike Wilson, Paulina Flores, Diego Zúñiga, Alberto Fuguet, Alejandro Zambra, entre otros. Usted también se puede inscribir en esa constelación.

R.M. -Puede ser, pero a ellos los veo bastante más jóvenes, son de generaciones distintas a la mía. Es cierto que con esos autores se ha ido dando una nueva agitación en la narrativa chilena. Te digo algo que viene al caso: a veces pasa en Chile que se reivindica a algún poeta que en su momento no fue tenido en cuenta, y se lo presenta como un gran olvidado, etcétera. La mayoría de las veces esta aparición está inflada, exagerada. Distinto es el caso de prosistas que por mala fortuna no nacieron en un contexto que los sostuviese. Pienso en el caso de Cristian Huneeus, que pasó más bien inadvertido cuando publicó sus libros, pero se ha ido haciendo presente con el tiempo, después de muerto.

 R.C. -¿Pero no te parece que de alguna manera eso permite que luego se vuelva, en una especie de ejercicio de revisionismo histórico, y se los reivindique?

R.M. -Claro, la literatura es un espejismo muy cambiante, siempre se está reinventado a partir de lo dejado de lado, de aquello que no se tuvo en cuenta en algún momento pero que ahora se carga de significado. A veces ocurre lo contrario: aquellos a los que alguna vez leímos con devoción ahora nos parecen gastados, como si el paso del tiempo los hubiera deteriorado.

R.C. -Algo que pasa con las películas también.

R.M. -Es cierto. Hay una película, Nos habíamos amado tanto, que la vi muchas veces cuando joven y era muy buena, algo notable. Hace poco tiempo la encontré y la compré. Me puse a verla y no pasé de los 20 minutos: me pareció aburridísima. Uno de los personajes, que siempre había considerado como un tipo simpático y gracioso, me pareció tonto, insoportable en su patetismo.

R.C. -César Aira dice algo similar con respecto a El perseguidor de Julio Cortázar.

R.M. -Yo pensaba que ya la gente joven había dejado de leer a Cortázar y mis alumnos me afirmaron lo contrario: aun es apreciado. Ahora, no sólo es la literatura la que cambia, nosotros también. Pasados los cincuenta me he podido dar cuenta de que uno sigue cambiando cuando viejo. Aunque probablemente estos cambios se dan en forma más esporádica que antes. Cuando somos adolescentes, cada cosa que nos pasa puede convertirse en algo trascendental. El arribo de las vacaciones, las salidas, esas actividades nos moldean y nos resignifican. Lo grave de la edad madura es la velocidad con que se van los días y los años. Eso sí que es intenso.

R.C. -Antes le preguntaba sobre la nueva narrativa chilena. Tengo la sensación de que aquí tras la muerte de Bolaño ocurrió algo similar que en los Estados Unidos con la muerte de Foster Wallace: tenía que morir ese tótem que obnubilaba todo para que otras luces brillaran; ¿esto fue así?

R.M. No sé, yo lo veo al revés. Hubo primero un marco que hizo que Bolaño apareciera. En una de las presentaciones de poetas jóvenes que hizo Enrique Lihn en 1983, en el Instituto Chileno Norteamericano, creo haber escuchado por primera vez el nombre de Bolaño. Lihn dijo algo como: no lo conozco personalmente, pero hay un escritor que vive en México, se llama Roberto Bolaño, y ahora voy a leer unos textos suyos. En ese momento Bolaño era poeta, fue una sorpresa cuando años después reapareció como un narrador exitoso.

R.C.  ¿Usted conoció personalmente a Bolaño?

R.M.-Sí, un poco, casi nada. Para mí era un tipo incómodo. Tenía esa imagen de vivir sumergido en un universo literario, cuestión que me hacía retroceder. Colaboró conmigo y con Matías Rivas en el suplemento Diagonal. Él escribía una columna.  Una vez nos dimos cuenta de que había una errata en su columna. Era muy evidente esa errata, así es que le mandamos el texto para que la arreglara. Desde España Bolaño dijo -es así la cosa, no hay que modificar nada-. Yo no podía dejar pasar esa errata porque no hacía más que confundir el texto; y la corregí no más. Sé que Bolaño se enojó porque no respetamos su voluntad, que parecía para el caso tan arbitraria.

R.C.- Un tipo difícil.

R.M. Totalmente. Era un personaje particular. No puedo decir mucho más. No enganché simplemente. Para otra gente su amistad fue importante, y su personalidad atractiva.

R.C. -Pero al final esas particularidades son las que venden por decirlo de alguna forma. ¿Ese episodio de Los detectives salvajes, donde se debate a un duelo de espadas con un crítico, fue cierta?

R.M. -La verdad es que no lo sé. Aquí en Santiago hubo un duelo de pistolas famoso entre Enrique Lihn y Jorge Teiller. Imagínate un duelo entre dos escritores a fines de los años 60: algo totalmente anacrónico. En mi libro detallo las causas del pleito, que merece al menos la categoría de extravagante

Hasta aquí la charla fue, más o menos, estructurada. Luego comenzó la otra, una más espontánea y fresca, pero más personal. Merino, personaje luminoso si los hay, comenzó a dictar una serie de referencias locales que para él constituían su canon literario afectivo. Luego empezó la hora de las anécdotas graciosas y las carcajadas frente a ocurrencias particulares. Encontré su risa auténtica, desinhibida. Me resultaron graciosas e inteligentes sus observaciones acerca de las construcciones que hacen los escritores, o los cineastas, de mundos poco verosímiles, pero a los cuales nos gustaría pertenecer; algo como lo que ocurre en las películas de Éric Rohmer, en los que, desde un camarero hasta un vagabundo, pueden discutir sobre los Pensées de Pascal. Hubo una película que mencionó -y que mi memoria no logra acordarse- de unos agentes de mudanza que mientras acomodaban los muebles discuten acerca de sus valoraciones filosóficas, luego inclusive de ejercer su trabajo de operarios.

Bebimos unos cafés más y posteriormente intercambiamos saludos de afecto y nos despedimos. La voz de la experiencia y el conocimiento que da la lectura inteligente se encuentran muy bien representados bajo la figura de Roberto Merino: bebedor de macchiatos y fumador de cigarrillos electrónicos. A mí al menos me pareció un gran sujeto.

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