«Práctica del exceso», de Andrés Isaac Santana
Cada secreto del alma de un escritor, cada experiencia de su vida, cada atributo de su mente, se hallan ampliamente escritos en sus obras.
Virginia Woolf.
Nos dice su autor:
«La idea de que la escritura y la crítica puedan morir y de que esta sentencia sea concebible en sí, pero irreal y ficticia, de hecho, debería bastarnos para no desconfiar del poder absoluto del texto y del pensamiento que descansa en él. Este libro nace de esa confianza, sus páginas se alimentan de altas dosis de pasión y desenfreno, pero también de un profundo amor y respeto hacia aquello que se ha convertido en la razón de mis días. Cómo entender la escritura si no como un acto de interpelación y de desobediencia frente a la doctrina de la futilidad y del acuerdo tácito. Práctica del exceso no es otra cosa que la aceptación, definitiva, del placer del texto, el hallazgo, creo, de ese espejismo evanescente que es el estilo. Páginas y letras que se suceden bajo la prefiguración de constantes rupturas y desacuerdos que se abren a la posibilidad de nuevos advenimientos. Y no hay mayor y más delicioso regalo que la práctica, aunque excesiva, del talento y de la admiración. Por mucho que algunos me aborrezcan y otros mueran en la parálisis de la inaceptación de mi sino, otros aprecian el valor de mi ejercicio crítico y no escatiman en elogios que solo puedo aceptar como reto y desafío más no como complacencia narcisista.
Transcurre una buena parte de mi tiempo y de mi vida escribiendo y leyendo sobre los otros, haciendo de esa práctica excesiva que es la interpretación y la lectura, un modo de vivir. Por esta vez, y considerando que resulta siempre sospechosa la tendencia a escribir y decir sobre uno mismo, aunque muchas veces sea necesario y obligatorio, cederé el espacio del habla a la voz de los otros. Es a través de esas voces, también, o únicamente, donde tiene lugar la realización de mi escritura y donde encuentra su razón ese empeño en el que, creo, me va la vida. Infinita gratitud a estos elevados colegas y entrañables amigos que, sin pensarlo, respondieron a la urgencia, celeridad y desenfreno de mi solicitud. Para ellos y para todo lector que halle en estás páginas, cuanto menos, un leve instinto de provocación (insisto), mi eterna gratitud».
Dicen de él:
«Referirnos a Andrés Isaac Santana es entrar en un universo singular. Reconocido enfant terrible y azote del escenario artístico y de la crítica de arte, Andrés se encuentra, jactándose de ello, entre lo mejor y más granado de la actual compostura literaria en la gestión de esa crítica. Se le une al profundo observador que es, un conocimiento y una capacidad de relación de difícil comparación en nuestras latitudes. Andrés Isaac Santana es capaz de dotar a todos sus textos de un trasfondo cimentado y una serie de referencias únicamente alcanzables por el erudito. Es un torrente y un genio, quizá por eso es tan “especial”, magnífico y alocado, soberbio y torpe, extraordinario y humano. Un lujo imposible de explicar y de difícil encaje en nuestro medio tan empobrecido en lo relativo a pensamiento. Aquí, no asistimos a una verborrea que se justifica en sí misma, que se acaricia ante el espejo, sino ante un prodigio de soltura y capacidad para encontrar nuevos recursos literarios cada vez que deposita sus ojos y palabras sobre la obra de un autor».
José Manuel Ciria.
«Andrés Isaac no es un crítico de arte al uso. Andrés es un alquimista de las artes visuales y de la palabra. Y es, también, un arqueólogo que busca en las ruinas del arte consagrado a esos artistas, pintores en su mayoría, que no encajan o se descubren silenciados por la tiranía del molde de lo hegemónico-establecido. Una mirada suya a una obra y a su artista, revela la profundamente humano y visceral del proceso creativo, nos levanta el velo del lienzo y nos lleva a pasear por el laberinto de la obra. Su pensamiento y escritura son una especie de terquedad y regalo de luz en un mundo de exterminios y de torpezas».
Ricardo Acosta.
«Tratar de referirnos a la labor crítica de Andrés Isaac Santana solo puede hacerse desde la alta dosis de pasión que él mismo pone en el empeño de dicha tarea: se escribe como se vive. Ni más ni menos. Una máxima ciertamente provocadora para estos tiempos de cicatería vocacional y que logra que sea la escritura el único foco de atención que guía sus pasos. Se escribe como se vive, repetimos. Y es que el punto de arranque de Andrés no hace tablas con la medianía de quienes piensan la crítica como trampolín para otras cosas –de mayor dignidad, pensarán ellos– ni con quienes se empeñan en hacer piña con la socialité integrada del sistema-arte. ¿Verso suelto, entonces? Diría que no. Nada más peligroso que un solitario francotirador. Más bien todo lo contrario, el ejercicio crítico de Andrés apunta a remendar la autoritaria meritocracia que el propio arte impone en cuanto que institución pero sabiendo que es labor de muchos: de comisarios, de espectadores, de compañeros críticos y, sobre todo, del artista. Porque sin duda que es el máximo respeto por el artista lo que caracteriza muchos de sus textos. La figura del artista, ninguneado por propios y extraños, siendo como es el último invitado a la fiesta, es lo que antes que cualquier otra cosa celebran y exaltan muchos de sus textos. Más allá de la extrema contemporaneidad de sus textos, más allá del valor de un logrado y afilado estilo en cada propuesta, sobrevuela siempre la obra del artista; una obra plena, libre, inasible a dejarse codificar en fórmulas ya diseñadas. Una obra que, si ha de llamarse arte, ha de esforzarse por dejar de lado todo corsé epistemológico y sistemático que atenace la producción siempre nómada de un sentido que, hemos de convenir, solo es tal en cuanto que voladura de tal supuesto emplazamiento fijo, estable e inmóvil.
Claro está que para ello la crítica de Andrés logra imponerse desde la única autoridad que emana de su escritura. Sin dobleces ni ambigüedades, sin el púlpito que pudiera dar el pedigrí de lo académico y sin ejercer de bulto sospechoso presto a colocarse al sol que más calienta. Escritura, diríamos, sin red. Sabe –sabemos todos los que le seguimos– que tiene una tarea por hacer y que, pese a quien le pese, no hay tiempo que perder. Escritura, por tanto, ritual, concelebrada, escritura como expiación del propio arte de su querencia hacia los lugares comunes. Escritura orgiástica, excesiva –hemos de subrayar, como apunta ya le título de este libro. Escritura en la que le va la vida. En suma, una labor crítica empeñada en quitar paños calientes, en desarbolar un paisaje que nos empeñamos que no nos deje ver el bosque por miedo a que esconda algo que no nos guste. Pero, ¿y qué si no nos gusta? Con mayor razón entonces hemos de propugnar un ejercicio crítico de tales dimensiones, con mayor razón –¿o es que nos conformamos con la medianía?– hemos de apostar todo, el arte y la vida, a una única carta. Y escribo esto, sinceramente, con envidia. Porque, ¿y hay quién dice que la crítica de arte está muerta, que no es necesaria? Sólo con que sea capaz de empujarnos hacia emplazamientos que pensábamos ya abnegados por la mercadotecnia, el espectáculo y la mediocridad basta y sobra. Aparte de otros logros, Andrés Isaac Santana nos pone sobre esa pista que a todos nos cuesta descubrir entre la maleza de un paisaje ya en ruina: que vida y arte van de la mano, que no puede haber escritura digna que no se empeñe en beberse ambos –vida y arte– a sorbos. ¿Nos atreveremos a tanto? Ciertamente que Andrés sí».
Javier González Panizo.
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Práctica del exceso
Andrés Isaac Santana
Aduana Vieja, 2016
430 pp., 22 €
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