Intrépido Arturo Querejeta en un endeble «Ricardo III»
Por Horacio Otheguy Riveira
Arturo Querejeta interpreta su quinta obra de Shakespeare con la misma Compañía que ha montado este Ricardo III con afán de acercamiento a nuestro tiempo. Un esfuerzo inútil, ante una obra maestra de finales del siglo XVI que en sí misma habla más de la época actual que esta excesiva simplificación que cae en una reducción de tiempo y espacio que lo simplifica todo hasta dejar la grandeza del original en un show superficial sobre los demonios del poder.
Hemos elegido Ricardo III, porque nos permite narrar una historia sobre el poder y la ambición ciega, sobre nuestra confianza y la falta de escrúpulos, sobre los fines y los medios, y, en definitiva, porque no está tan lejos de nosotros. La realidad que nos rodea contiene elementos suficientes para que asociemos esta historia truculenta a nuestras estructuras de poder, y podamos sacar conclusiones sin necesidad de excesivas explicaciones ni redundancias.
Ricardo III —cuyo título completo es La vida y la muerte del Rey Ricardo III—, la estrenó Shakespeare alrededor de 1597.
La sinopsis podría ser esta: Ricardo, duque de Gloucester, jorobado y deforme, es un ser humillado que rumia su venganza sobre las inalcanzables bellezas femeninas y el no menos huidizo poder de los hombres de su familia. Alejado de toda posibilidad de seducción y sin voz ni voto en las habituales intrigas palaciegas, tiene mucho tiempo para pensar, de manera que organiza una serie de acciones para conseguir el trono, destruyendo todos los impedimentos conocidos, ascendiendo por una serie de escalas donde el cinismo va ligado a la lujuria y ésta a la codicia en un modelo de crueldad sin límites para satisfacer su vanidad, donde destacan asesinatos personales y por encargo: atrapa con afinadas malas artes a la joven viuda de su hermano Enrique VI, asesina a Jorge, su otro hermano, y desata un infierno tan bien urdido que hasta logra que le supliquen que asuma la corona. Su ascenso es irresistible, aunque enemigos bien pertrechados se unen a la desafiante aparición de los espíritus de sus víctimas para derrocarle.
Junto a Hamlet (que la escribirá algunos años después), es su obra más larga, y por tanto más densa. En torno a la vida y muerte de Ricardo, historias cruzadas de personajes apasionantes conforman un largo recorrido que en esta versión se escamotea, dejando en primer término una sucesión de escenas a toda velocidad como si se tuviera terror de que el público pudiera abandonar la butaca. A todo gas, al final sólo queda un vago recuerdo de lo que pudo haber sido.
Por no reconocer, no se reconoce ni a sus máximos responsables, dos pesos pesados de las versiones de clásicos: la escritora Yolanda Pallín (a su vez asesora literaria de la Compañía Nacional de Teatro Clásico) y el director y músico Eduardo Vasco. Con varios Shakespeare a sus espaldas, en general notables, les ha dado por hacer de Ricardo III una comedia negra extravagante, mezcla rara de estilos por donde se filtran elementales brotes de distanciamiento brechtiano, con su musicalidad reiterativa y doctrinal, junto a momentos de farsa estilo Molière, otro tanto de modernismo atropellado sobre una escenografía confusa, y muy poco del vigor de la obra original a la que le han arrebatado escenas muy importantes como la del final, reconvertido aquello de «Mañana en la batalla piensa en mí» en un desenlace de barullo inclasificable.
Sorprendente «recreación» por parte de una Compañía con la que he disfrutado mucho casi siempre: Hamlet (hallazgos en un ambiente sombrío siempre emocionante, donde Querejeta componía un Rey Claudio escalofriante), Noche de Reyes (Oh, sorpresa, Querejeta, tan bien dado para la tragedia, brillaba con humor y cantaba con elegancia), muy interesante Otelo, con hallazgos notables, y la pasada temporada, un sobresaliente Mercader de Venecia.
Sobre un espacio escénico más que austero, desdibujado, y una iluminación espléndida de Miguel Ángel Camacho, sobrevive como un titán Arturo Querejeta en una heroica representación en la que lo da todo, sobreviviendo a un aislamiento harto complicado; es capaz de hacer la obra entera boca abajo o volando en un trapecio, dueño de una versatilidad asombrosa para pasar de la farsa a la tragedia, o del cinismo político más sórdido a la sensualidad de un ser lascivo que al fin tiene a su deseada muchacha capturada (en la mejor escena junto a una estupenda Cristina Adúa). Todos los obstáculos que le han puesto en el trayecto (muchos entre la poda y libertades del texto más las veleidades del director) los resuelve con una disciplina y un talento que le permiten salir adelante en el berenjenal de las contradicciones del personaje y las apasionantes vicisitudes de su historia. Sus compañeros de reparto se esfuerzan en vano, devorados por una puesta en escena que va a contracorriente de la propia obra.
Ricardo III
Autor: William Shakespeare
(No consta traductor)
Versión: Yolanda Pallín
Dirección: Eduardo Vasco
Ayudantes de dirección: Fran Guinot/Daniel Santos
Intérpretes: Arturo Querejeta, Charo Amador, Fernando Sendino, Isabel Rodes, Rafael Ortiz, Cristina Adúa, Antonio de Cos, José Luis Massó, José Vicente Ramos, Jorge Bedoya, Guillermo Serrano
Escenografía: Carolina González
Vestuario: Lorenzo Caprile
Iluminación: Miguel Ángel Camacho
Música: Leoš Janáček/Eduardo Vasco
Pianista: Jorge Bedoya
Fotografías: Chicho