La nada que parpadea
La nada que parpadea, de Yaiza Martínez
Ediciones La Palma, 2016, 132 páginas
Por Rubén Romero Sánchez
Es difícil encontrar poemarios que no se agoten a las dos lecturas. Yaiza Martínez ha conseguido un libro vibrante, de estructura fílmica, inasible a la unívoca interpretación, uno de esos pequeños y extraños prodigios que, por momentos, se transfiguran en pura belleza: “En la noche os abrazaré por los pliegues; / descenderé del bosque con vuestras voces / arracimadas”.
Escribió Albert Camus en El mito de Sísifo: “El individuo no puede nada y, sin embargo, lo puede todo. En esta maravillosa disponibilidad se comprenderá por qué lo ensalzo y lo aplasto a la vez. El mundo es quien lo tritura y yo soy quien lo libera. Yo le proporciono todos sus derechos”. Cuando leí por primera vez La nada que parpadea, acudió a mi mente esta frase. La vocera, personaje principal de este libro que no es sino la narración de una negación y las consecuencias que ello tiene para una ciudad, podría ser ese individuo que no puede nada y a la vez lo puede todo, pues la protagonista, a mi modo de ver, tiene una romántica aura prometeica que la acerca a uno de los personajes perdedores más emotivos de la historia del cine, el Eddie Felson que Paul Newman clavó en El buscavidas.
El libro de Yaiza Martínez, incluido en la colección Eme que dirige la poeta Nuria Ruiz de Viñaspre en Ediciones La Palma, cuenta, en palabras de su autora, la historia de la vocera, la cual “tiene una visión de la que intenta alertar a su propio pueblo pero, desgraciadamente, nadie la cree”, convirtiéndose así en Casandra: “pues todos temen a la mensajera como portadora de la desgracia”. Esta vocera previene a su pueblo de la próxima llegada de una catástrofe, que será constantemente ignorada hasta que una inmensa inundación genesíaca sumerja la ciudad. A partir de ahí, la vocera habrá de reconstruirse en el lenguaje, de reencontrarse con ella misma y con su mensaje, y el poemario será la concretización de ese proceso. Por el camino, la desesperación que otorga el conocimiento inútil: “Decidme qué obtuve a cambio de saber”,
La inundación, como en todos los buenos mitos, se presenta como castigo: “Que tu argumento estéril / sea víctima del agua”, “Vendrá lo nuevo /después del agua / el mundo obedecerá”. La sociedad es vista como una realidad opresora y alienante producto conclusivo de un plan prefijado de dominación a través de la educación, que nos convierte en seres temerosos (“En la prima casa empieza el laberinto. Está la enredadera / del maternal dulzor, / la fila de valores que arraigan / en el temor al monstruo”), de la consolidación de la máquina como el fin deseable en contraposición a la naturaleza estática (“Ahora sois frutos del mar, antes / pesarosos frutos / del progreso”), o de la sistematización de la injusticia como principio regidor del mundo (“Occidentales libando / en los pezones minúsculos”).
Ante esta sociedad corrupta, incrédula (“Apesta la ignorancia”), se alza la palabra, como anhelo e instrumento: “Si pudiera, por Mercurio, / de mente hacer lenguaje / y de lenguaje materia”. Pero es una palabra difícil y habrá de construirse, átomo a átomo, en una realidad que se presenta caótica. La vocera, ante ello, muestra su debilidad: “… anhela / ordenar su cuerpo con la estructura”. De este modo, el triunfo adquiere visos de heroicidad. Es el triunfo del primer laberinto, el natural y no el artificial, el de los anillos de la corteza de los árboles que nos revelan la edad antigua del tiempo y de la vida, esa que permitimos destruir con nuestra inacción (“La flor vuelve a la estructura; / cada ciclo pinta de color el árbol”), y que regresa a nosotros en una suerte de eterno retorno: “la vida es un círculo / de infancia a infancia”.
Libro inagotable, La nada que parpadea se alza como uno de los poemarios más importantes de este año.