Dos mujeres a la sombra de grandes escritores
Por Sonia Rico Trujillo.
Una nació en San Petersburgo, la otra en Gijón, una fue taquígrafa, la otra mecanógrafa y aunque 68 años separaban sus nacimientos tenían una importante cosa común: haber estado al pie del cañón de las carreras literarias de sus maridos.
La primera mujer es Anna Grigorievna, tercera y última mujer de Dostoievksi. Cuando ese la conoció ya había tenido un par de fracasos amorosos y estaba sumido en el juego. Ella fue la impulsora de que el escritor pudiese acabar la novela El jugador en solo tres semanas. Ambos mantuvieron una relación intensa y muy creativa. Ella le admiraba como dejó escrito en sus memorias ”mi corazón estaba lleno de ternura hacia Dostoievski, que había sobrevivido al infierno del exilio. Soñaba con ayudar al hombre que había escrito unas novelas que tanto adoraba”. El desilusionado escritor de 45 años encontró en ella a una mujer completamente entregada tanto a él como a su trabajo. Dostoievski escribió sus mejores obras gracias a la ayuda de Anna como secretaria y compañera, tenía una gran empatía y compasión por sus personajes, había veces que incluso lloraba mientras le dictaba el texto. Dicen que el dictaba por las noches a su mujer y ella al día siguiente se lo dejaba escrito sobre su mesa de trabajo, listo y con algunas anotaciones y sugerencias.
La siguiente mujer fue Rosario Conde, primera esposa de camilo José Cela y que convivió con él durante 43 años. Ella fue su primera lectora y mecanógrafa de los complicados manuscritos, fue quien se preocupó de que el escritor disfrutara de tranquilidad. Rosario conoció al Premio Nobel en 1940 en un guateque en Madrid cuando él estaba escribiendo La familia de Pascual Duarte y aunque ella declaró más tarde que la primera impresión que tuvo de él fue la de un hombre pedante y endiosado, posteriormente, le pareció que envolvía su ternura con crudeza y decidió entregársele en cuerpo y alma. «Yo estuve viviendo con él 43 años, que son toda una vida. Estando conmigo escribió más de 60 libros que yo pasé a máquina. Le ayudé mucho pero no me siento esclava, sino que lo hice por gusto. Luego no me valió de gran cosa, pero, bueno…», dijo en alguna entrevista. Ella se encargó también de resolver los arduos trámites de papeleo de sus manuscritos y hasta protagonizó una anécdota notable cuando salvó a La colmena de morir entre las llamas. «La Colmena la escribió cinco veces desde el principio hasta el final. Cuando la terminó me dijo que le parecía una mierda, con perdón. La chimenea estaba encendida y la tiró al fuego. Menos mal que los pliegos de papel amontonados arden mal y me dio tiempo a sacarlos porque no había copia y se hubiera perdido para siempre…”
Leyendo sobre estos detalles y reflexionando sobre su papel me doy cuenta de que seguramente la labor de fieles amigas, compañeras y secretarias amantes de la labor de sus maridos fue algo más allá de el de meras mecanógrafas y transcriptoras. Es difícil saber dónde acababa exactamente su labor y dónde empezaban a intervenir en los textos, con ideas, con detalles, si alentaban a que un personaje tuviese más o menos protagonismo, o si imaginaron una escena y ellos les hicieron caso, o si describieron unos sentimientos que ellos incorporaron a sus diálogos…en definitiva, creo que es imposible saber el peso de sus aportaciones a estas grandes obras que sus maridos dejaron en la Historia de la Literatura.
Son mujeres a la sombra que trabajaron sin esperar nada a cambio y para hacer algo de justicia poética quizás sea un buen momento reconocerles ese apoyo y esas pequeñas o grandes contribuciones que nunca nos será posible medir pero sí adivinar.
Después de todo ¿qué escritor no tiene un amigo en quien apoyarse o sigue los consejos de su pareja y se deja influir por lo que la vida les va mostrando?