Y el pueblo (una vez más) eligió protección
Por Daniel Lara de la Fuente.
Finalmente pasó. Sin excesiva sorpresa, a pesar de la cabalgata incesante de famosetes y por encima de los petrodólares pérsicos, Donald Trump se impuso. Y esta no excesiva sorpresa, que corre el riesgo de situar tal y como se ha descrito al ganador como el heroico outsider que se impone a la adversidad, no debería ser tan contraintuitiva. Por obvia no ha de estar prohibido su reflejo: si la dama del establishment simbólico se ve en la tesitura de hacer pasear a todos los mamotretos del espectáculo posibles por los escenarios, el peligro era real.
Ante esto, no parece muy útil la exhibición de exaltados estupores preconizando un mundo apocalíptico comandado por un tarado, ni tampoco un impotente y autosuficiente – aunque razonable – “ya os lo dije” basado en la hipotética mayor solvencia de Bernie Sanders en un cuerpo a cuerpo. Lo primero además es precipitado, pues supone una inmediata recomposición de la precaria unidad en el Partido Republicano tanto interna como institucional – en el Senado y en la Cámara de Representantes, en los que gozan de mayoría –, algo que aún está por ver. Lo segundo por desgracia no se podrá poner a prueba.
Sin embargo, tal acontecimiento ofrece la posibilidad de poner a prueba una de las leyes empíricas que, de vez en cuando, se atreven a hacerse desde las ciencias sociales. Estoy hablando de una particularmente ambiciosa, formulada hace más de medio siglo por Karl Polanyi acerca de las consecuencias derivadas del intento de establecer a escala global la utopía de un mercado autorregulado. Tomemos la siguiente cita como si se tratara de un diagnóstico retrospectivo de lo acontecido de los 70 a nuestra época:
“La idea de un mercado autorregulado implicaba una utopía total. Tal institución no podía existir un largo tiempo sin aniquilar la sustancia humana y natural de la sociedad; habría destruido físicamente al hombre y transformado su ambiente en un desierto. Inevitablemente, la sociedad tomó medidas para protegerse, pero todas esas medidas afectaban la autorregulación del mercado, desorganizaban la vida industrial, y así ponían en peligro a la sociedad en otro sentido. Fue este dilema el que impuso el desarrollo del sistema de mercado en forma definitiva y finalmente perturbó la organización social basada en él.
Como es sabido, el clásico de Polanyi refiere al contexto concreto de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siglo XX. La “perturbación” de la organización social, fruto del enfrentamiento entre dos grandes fuerzas (mercado autorregulado y mecanismos de autoprotección en diversas formas como el proteccionismo, con el movimiento obrero de espectador activo), tuvo como consecuencia, directa o indirecta, nada menos que dos guerras mundiales. En efecto, los intentos de globalizar la economía bajo la tutela de las altas finanzas no son inventos de totems neoliberales, sino que datan de hace más de un siglo. Automática y espontáneamente, afirma Polanyi, la incertidumbre que supone acoplar todo un tejido social a las reglas del mercado lleva a adoptar mecanismos de protección por parte de ese mismo tejido. De ahí el surgimiento no sólo del proteccionismo, sino también del movimiento obrero en sus múltiples expresiones. El desenlace ya se ha bosquejado antes: abandono a la postre definitivo del principal mecanismo financiero de este ambicioso intento de autorregulación del mercado – patrón oro – , dos guerras mundiales y Bretton Woods. La utopía se aparca por un tiempo. De ahí el peregrinaje en el desierto de Hayek durante los años 40, 50 y 60 del siglo pasado.
A partir de los años 80 la historia se repite – sustitúyase las onzas de oro por la inflación de activos – y es bien conocida. La City de Londres, ese gigante dormido que siempre fue más grande que Wall Street en sus tiempos de esplendor, resurge para recuperar su gloria a partir del Big Bang de 1986. La puerta de las regulaciones a la creación de mercado fue demolida. Los bancos minoristas podían volver a hacer de las suyas jugando a serlo también de inversión y los brokers se emancipan de la autoridad de los agentes de bolsa. La respuesta de los Estados Unidos a este fenómeno llegó poco más de una década más tarde, aboliéndose bajo la administración Clinton la famosa ley Glass-Steagall de 1933, la sólida piedra angular financiera del New Deal. En efecto, al otro lado del atlántico la banca minorista también podría mezclarse con la comercial y con los seguros. No en vano fue Citigroup, uno de los exponentes financieros de la campaña de Hillary Clinton, el principal beneficiario de esta medida, que le abrió las puertas a convertirse en la mayor entidad financiera del mundo, a lo que ha de unirse el surgimiento del gigantón JP Morgan Chase, otra fuente importante de suministro financiero de la candidata demócrata.
Como muestra la experiencia de los 8 últimos años, la crisis financiera desatada en 2008 con su archiconocida expansión no fue suficiente para persuadir de un cambio en el rumbo político en ningún lado del charco. La posibilidad de regulación financiera en los dos lados del charco quedó en debates infructuosos de reforma de la City y en amagos de promulgación de una ley similar a la Glass-Steagall, lo que supuso de facto persistir en la utopía. Y este año, curiosamente, pasó algo muy polanyiano: el pueblo votó autoprotección porque el statu quo no puede seguir inalterable, aunque esto esconda fondos horrorosos. A lo largo del año algunos síntomas de esto fueron advirtiendo: triunfo del sí en el referéndum de la salida del Reino Unido de la Unión Europea y posibilidades electorales reales en Austria del FPÖ – que aún están por confirmarse en diciembre de este año – entre otros. Lo ocurrido en los Estados Unidos, que supone la gran guinda del pastel, tiene serias posibilidades de rubricar la validez de esta ley empírica polanyiana: si se persiste en la utopía, la sociedad se protege de una forma o de otra. Por supuesto, queda por confirmar en los próximos meses si la victoria de Trump confirma el retorno de la pugna entre las dos fuerzas – el “Make America great again” frente al establishment –, a la que nuevamente movimientos contestatarios están condenados institucionalmente a asistir en calidad de espectadores evanescentes. Sin embargo, esta situación tiene un elemento ciertamente extraordinario: jamás en este país se había dado de este modo una pugna de este tipo, siendo Europa el escenario tradicional y casi exclusivo de desencadenamiento de fuerzas destructivas como resultado del choque entre la utopía del mercado autorregulado y la reacción heterogénea en su contra. Pronto se verá su posible efecto contagio en las contiendas electorales pendientes en el corazón de Europa en el año que está por llegar.