El misterio de Aaron (2016), de Carlos Rivero
Por Rafael S. Casademont.
Hay infinitas maneras de abordar un proyecto creativo. Evidentemente, también las hay en el documental donde, a priori, se puede creer que la realidad inflige un valor condicionante mucho mayor al cineasta. En una era como la actual, un mundo poblado de imágenes capturadas por todos y por cualquiera, el valor del creador (que no captor) de las mismas adquiere un peso y una singularidad mucho mayor. Después de alzarse con el premio a Mejor Cortometraje en el pasado Festival de Cine Europeo de Sevilla con La inmensa nieve (uno de los mejores cortometrajes españoles de la última década), el sevillano Carlos Rivero vuelve al certamen para plantear, ni más ni menos, el inicio de la religión, de lo místico o de lo sagrado en nuestras vidas.
Con El misterio de Aaron, Rivero afronta un reto sobre el que especificar la diferencia de su mirada como cineasta. La propuesta no es otra que, mediante el vídeo doméstico, retratar el inicio, el nacimiento o los primeros pasos de la vida religiosa de Aaron, un niño sevillano en plena Semana Santa. Cómo el cine no es el Qué, sino el Cómo y es este, solo este, el que define al cineasta, la dificultad de Rivero es doble. Por un lado, está la capacidad de encontrar algo verdaderamente trascendente en un vídeo doméstico de carácter documental sin alterar sobremanera lo que va a ocurrir o está ocurriendo ante la cámara. Por el contrario, un exceso de subrayado en cualquier punto de la obra, especialmente tratando temas como la religión o la infancia, significaría un exceso desagradable que echaría por tierra la ambición del retrato planteado.
Es en estos términos donde la forma se convierte necesariamente en fondo. El planteamiento de Carlos Rivero no es otro que el de, mediante un extremo juego de desenfoque, hacer desaparecer de la imagen todo excepto el rostro de Aaron, el niño al que sigue insistentemente durante las fiestas. El mundo exterior le rodea, a veces le fascina, otras le asusta o le cansa. Pese a que su rostro es casi exclusivamente lo único que se nos muestra en imágenes, el entorno es multitudinario y bullicioso. Así, es mediante el sonido como el autor juega e incide en la continua presencia mediático-religiosa de las fiestas, ya sea mediante el discurso de un costalero en plena procesión o mediante las continuas retransmisiones televisivas en directo de las fiestas por las que Andalucía (Sevilla en este caso), siente un especial y ya mítico fervor. Destaca, especialmente, la escena donde Aaron, subido en la parte de atrás de un carricoche, avanza (con la imagen ralentizada) hacia una procesión de cuya existencia, peso e importancia social oímos pero no vemos, a través de un enardecido discurso. El sonido, contrapuesto con la imagen del avance de Aaron en su “carroza” (seguido por Rivero a través del tráfico como Jafar Panahi seguía a la niña protagonista de El espejo) compone una secuencia cristalizadora de toda la obra. Pero, ¿qué dice dicha obra?
Aaron y su mirada limpia, a veces dudosa y pensativa, reflejan lo único que un niño puede reflejar. Mientras el mundo a su alrededor vive y cree (más o menos), Aaron vive y juega, porque para un niño jugar y vivir son lo mismo. En consecuencia, El misterio de Aaron contiene algo más que el retrato de los primeros pasos del sentimiento de la Semana Santa andaluza, la invitación hacia el espectador ávido de reflexión de preguntarse por ellos e incluso de pensar en desandarlos. ¿No es acaso ese niño un producto frágil siendo rodeado por una tradición inmensa que le está siendo impuesta, sea o no de su agrado, sin elección alguna? Es en esta pregunta, evidente pero nunca impuesta al espectador, donde radica la fuerza de la propuesta de Rivero, una pregunta capaz de hacernos replantearnos nuestra infancia y, desde ella, la construcción de nuestro mundo.
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