Albert Camus: “El pan y la libertad”
«Si la libertad nunca hubiera tenido sino a los gobiernos para vigilar su crecimiento, es probable que aún estuviera en la infancia, o definitivamente enterrada, con la mención “angelitos al cielo”. La sociedad del dinero y de la explotación nunca se ha encargado, que yo sepa, de que reinasen la libertad y la justicia. Nunca ha sospechado nadie que los estados policiales abrieran escuelas de derecho en los sótanos donde interrogan a sus pacientes. Cuando oprimen y explotan, pues, no hacen sino su oficio, y quienquiera que les entregue sin control la libertad no tiene derecho a extrañarse de que ésta sea inmediatamente deshonrada. Si la libertad está hoy humillada o encadenada, no es porque sus enemigos sean alevosos. Es porque ha perdido a su protector natural, justamente. Sí, la libertad está viuda, aunque hay que decir, porque es cierto, que está viuda de todos nosotros.
La libertad es asunto de los oprimidos y sus protectores tradicionales siempre han salido de los pueblos oprimidos. Fueron los ayuntamientos los que en la Europa feudal mantuvieron los fermentos de la libertad, los habitantes de burgos y villas quienes la hicieron triunfar fugazmente en 1789 y, a partir del siglo xx, fueron los movimientos obreros los que tomaron a su cargo el doble honor de la libertad y la justicia, sin que nunca se le ocurriera decir que eran inconciliables. (…)
La consigna de hoy, para todos nosotros, no puede ser sino ésta: sin ceder nada en el plano de la justicia, no abandonar nada en el de la libertad. En particular, las pocas libertades democráticas de las que todavía disfrutamos no son ilusiones sin importancia, que podríamos dejarnos arrebatar sin una protesta. Representan exactamente lo que nos resta de las grandes conquistas revolucionarias de los dos últimos siglos. No son, por lo tanto, como muchos astutos demagogos nos dicen, la negación de la verdadera libertad. No existe una libertad ideal, que nos será dada de repente un día, como quien recibe la pensión al final de su vida. Hay libertades que han de conquistarse una a una, penosamente, y las que áun tenemos son etapas, insuficientes desde luego, pero etapas en el camino de una liberación concreta. Si aceptamos su supresión, no por ello avanzaremos nada. Retrocederemos, en cambio, volveremos atrás, y un día habrá que repetir otra vez ese camino, pero ese nuevo esfuerzo se realizará una vez más con el sudor y la sangre de los hombres. (…)
Escoger la libertad no es, como nos han dicho, escoger contra la justicia. Al contrario, se escoge la libertad hoy en el nivel de quienes en todas partes sufren y luchan, y solamente en él. Se la escoge al mismo tiempo que la justicia y, a decir verdad, ya no podemos escoger la una sin la otra. Si alguien os retira el pan, suprime al mismo tiempo vuestra libertad. Pero si alguien os arrebata vuestra libertad, tened la seguridad de que vuestro pan está amenazado, pues ya no depende de vosotros y de vuestra lucha, sino de la buena voluntad de un amo. La miseria crece a medida que la libertad retrocede en el mundo, y a la inversa. Y si este siglo implacable nos ha enseñado algo es que la revolución económica o será libre o no será, al igual que la liberación será económica o no será nada. Los oprimidos no sólo quieren librarse del hambre, también quiere librarse de sus amos. Saben perfectamente que sólo estarán liberados efectivamente del hambre cuando tengan a raya a sus amos, a todos sus amos.
Añadiré, para terminar, que separar la libertad de la justicia equivale a separar la cultura y el trabajo, lo cual es el pecado social por excelencia. El desconcierto del movimiento obrero en Europa proviene en parte de que ha perdido su perdido su verdadera patria, aquella donde recobraba fuerzas tras todas las derrotas, y que era la fe en la libertad. Pero, asimismo, el desconcierto de los intelectuales europeos proviene de que la doble mistificación, burguesa y pseudorrevolucionaria, los ha separado de su única fuente de autenticidad, el trabajo y el sufrimiento de todos, los ha aislado de sus aliados naturales, los trabajadores. Nunca reconocí por mi parte sino dos aristocracias, la del trabajo y la de la de la inteligencia, y ahora sé que es insensato y criminal pretender someter una a otra, sé que etnre las dos no forman sino una sola nobleza, que su verdad y sobre todo su eficacia estriban en la unión, que, separadas, se dejarán reducir una a una por las fuerzas de la tiranía y la barbarie, pero que unidas, por el contrario, dictarán la ley en el mundo. Por eso todo intento que aspire a desolidarizarlas y a separarlas es un intento dirigido contra el hombre y sus más altas esperanzas. El primer esfuerzo de toda tentativa dictatorial estriba en someter al mismo tiempo al trabajo y a la cultura. Es preciso, en efecto, amordazarlos a los dos, porque si no, y los tiranos lo saben, tarde o temprano el uno hablará por la otra. Y así es como hoy, a mi entender, un intelectual tiene dos modos de traicionar y, en los dos casos, traiciona porque acepta una sola cosa: esta separación del trabajo y la cultura. La primera caracteriza a los intelectuales burgueses que aceptan que pague sus privilegios el sometimiento de los trabajadores. Con frecuencia aseguran defender la libertad, pero defienden ante todo los privilegios que la libertad les da a ellos, y sólo a ellos. La segunda caracteriza a esos intelectuales que se creen de izquierdas y que, por desconfianza hacia la libertad, aceptan que la cultura y la libertad que ésta supone estén dirigidas, con el vano pretexto de servir a una justicia.
En ambos casos, tanto en el de los aprovechados de la injusticia como en el de los renegados de la libertad, se ratifica y consagra la separación del trabajo intelectual y manual que aboca a la impotencia al trabajo y la cultura, ¡y se rebaja al mismo tiempo la libertad y la justicia!
Es cierto que la libertad insulta al trabajo y lo separa de la cultura cuando está hecha en primer lugar de privilegios. Pero la libertad no está hecha en primer lugar de privilegios, está hecha sobre todo de deberes. Y desde el instante en que cada uno de nosotros trata de que prevalezcan los deberes de la libertad sobre sus privilegios, en ese instante, la libertad aúna el trabajo con la cultura y pone en marcha una fuerza que es la única en servir efizcamente a la justicia. La regla de nuestra acción, el secreto de nuestra resitencia, puede formularse entonces simplemente: todo lo que humilla al trabajo humilla a la inteligencia, y a la inversa. Y la lucha revolucionaria, el esfuerzo secular de liberación se define ante todo como un doble e incesante rechazo de la humillación.
A decir verdad, aún no hemos salido de esta humillación. Pero la rueda gira, la historia cambia, se acerca un tiempo, estoy seguro, en que ya no estaremos solos. Para mí, nuestra reunión de hoy es ya un indicio. Que los sindicatos se reúnan y apiñen en torno a las libertades para defenderlas, sí, eso merecía realmente que todos acudieran de todas partes, para manifestar su unión y su esperanza. El camino que tenemos delante es largo. Sin embargo, si la guerra no viene a embarullarlo todo con su odiosa confusión, tendremos tiempo de dar por fin una forma a la justicia y a la libertad que necesitamos. Mas para ello debemos ahora rechazar claramente, sin cólera aunque de forma irreductible, las mentiras con que nos han atiborrado. No, ¡no se construye la libertad sobre los campos de concentración, ni sobre los pueblos sometidos de las colonias, ni sobre la miseria obrera! No, ¡las palomas de la paz no se posan en las horcas!, no, ¡las fuerzas de la libertad no pueden mezclar a los hijos de las víctimas con los verdugos de Madrid y otros lugares! De eso, al menos, estaremos ya muy seguros, lo mismo que estaremos seguros de que la libertad no es un regalo que se recibe de un Estado o de un jefe, sino un bien que se conquista cada día, con el esfuerzo de cada cual y la unión de todos».
(Fuente: Crónicas (1944-1953), Albert Camus, Alianza Editorial)
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