‘Un año en los bosques’, de Sue Hubbell
Por Ricardo Martínez Llorca
Un año en los bosques
Sue Hubbell
Traducción de Miguel Ros González
Errata Naturae
Madrid, 2016
297 páginas
En esta época en que las pistolas mejor engrasadas las lucen las quijadas y las cuerdas vocales de aspirantes a la presidencia de algún país, o a la presidencia ideológica en los medios de comunicación, un verso de Virgilio debería ser un valor literario al alza. En este caso, el verso se extiende alfombrando de puro bosque el tiempo de lectura: “Quiero azulillos índigo cantando sus pareados a primera hora de la mañana. Quiero leer José y sus hermanos de Thomas Mann otra vez. Quiero hojas de roble y flores de cornejo y luciérnagas. Quiero saber cómo está la tierra en Coon Hollow, al norte. Quiero que Asher se entere de lo que les pasa a los ácaros del oído de las polillas en invierno. Quiero enseñarles a Liddy y a Brian las enormes rocas que hay al fondo de la hondonada del arroyo. Quiero saber mucho más sobre las arañas morgaño. Quiero escribir una novela. Quiero bañarme desnuda en el río al calor del sol.”
No engañarse con pretensiones de alto voltaje ni fuegos artificiales literarios, es ser lo más posmoderno. La sinceridad, tan sagrada, debería ser promovida por ley y premiada sin medallas. Reconocer lo mejor de la educación sentimental, ese apartado que nos une a lo que merece la pena en este peñasco azul, un átomo en el vacío entintado del universo, es lo mejor que uno puede encontrarse durante algunas horas de vida. Leer Un año en los bosques pertenece a ese tipo de experiencias, en las que, sin saberlo, Sue Hubbell (Michigan, 1935) habla de Gaia sin mencionar esa religión. Hubbell habla de su vida en los bosques, donde se gana el pan con la apicultura, con el agrado de participar de los derechos de los seres vivos, una invención que es la más humana. Iguala a las cucarachas que viven en la corteza de los árboles con la música clásica más sencilla. Nada de esperpentos o miedos: su tiempo en la naturaleza pertenece a lo noble, a lo austero sin rencor. El libro está diseñado como si relatara un año de vida, pero en realidad recopila por estaciones las diversas experiencias. Hay alguna mención a su vida anterior, a la ciudad neurótica, y hasta bien avanzado el texto no menciona su infancia, donde se gesta esa vocación de etóloga sin ciencia y la necesidad de sentirse autosuficiente, así como la de intentar que no exista la esquizofrenia del dinero.
En la vida con las abejas encuentra el equilibrio: el ser humano puede intervenir en la naturaleza sin destrozarla. Hubbell pertenece a la estirpe de los ecologistas que no niegan a los hombres el bosque para su conservación. De alguna manera, este libro es un manual de campo, de aprendizaje en el campo, donde la vida se muestra en tantas versiones que merece la pena conocer, que no disponemos de años suficientes para contactar con ellas. De ahí que ella se defina a través de su prosa y su memoria: Hubbell elige lo sencillo, las emociones como manifestaciones de la inteligencia. Y reivindica, también sin darse cuenta, que la cultura no tiene por qué ser ese espectro del conocimiento que siempre peca de filológico. No es más cultura estar al día del arte contemporáneo que conocer los nombres de los pájaros que cantan a primera hora de la mañana. No es más cultura Andy Warhol que los azulillos índigo. Y, sin embargo, los azulillos índigo nos permiten sentirnos más vivos y serenos que el análisis de la obra del pintor neoyorkino.
Si admiramos algo en Hubbell, tras la agradable lectura de este libro, es cómo se las apaña para encontrar tanta paz en el territorio del solitario. Y si a partir de ahora vamos a quererla tanto, es porque nos ha permitido compartir esa armonía con los que somos más esclavos. Durante unas horas, las que dura la lectura y las que alcanza la emoción de haber leído Un año en los bosques, hemos sido más libres.
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