Manuel Vázquez Montalbán: intelectual en la encrucijada
Por José Antonio Vila.
Poeta, periodista, narrador, gastrónomo, hombre profunda y coherentemente de izquierdas, catalanista heterodoxo (en realidad, mucho más en lo sentimental que en lo político, aunque desde determinados sectores se lo haya querido arrimar post mortem a las aguas independentistas en años recientes), estas son algunas de las claves del perfil de Manuel Vázquez Montalbán. Un escritor irrepetible y cuya obra oceánica está siendo aún catalogada y editada. Si bien ha pasado ya tiempo desde su repentina muerte en el 2003, se desconoce todavía la cifra exacta de sus colaboraciones en prensa, pero se estima que es superior a los 9.000 (!) artículos. Mientras que las novelas del ciclo protagonizado por el escéptico detective privado Pepe Carvalho fueron las que le dieron mayor fama y le granjearon el favor del público, y es en su poesía donde hay que buscar el corazón secreto de toda su obra, fueron, sin embargo, la capacidad de reflexión y el espíritu crítico desplegados en su articulismo y su ensayismo, los que cimentaron su prestigio intelectual y han hecho de él un referente indispensable para comprender la historia cultural española del último medio siglo.
Me gustaría dedicar unas líneas a varios de sus trabajos de no-ficción de finales de la década de 1960 y los primeros años setenta, un periodo de hondas transformaciones en el medio sociocultural de nuestro país y durante el que, en buena medida, se sentaron las bases de la cultura literaria en la que aún nos encontramos. En 1968, Vázquez Montalbán era conocido, sobre todo, como periodista y autor de un ensayo pionero en España acerca de los medios de comunicación, Informe sobre la información (también era notoria su clandestina militancia comunista que ya le había costado una estancia en la cárcel). Aquel mismo año escribía un importante ensayo titulado «Experimentalismo, vanguardia y neocapitalismo» que aparecía en un volumen colectivo que él mismo coordinó, Reflexiones ante el neocapitalismo, y en el que, por cierto, participaba también un joven Francesc de Carreras. En ese texto, que marcaría, en más de un sentido, un punto de inflexión en el devenir de la literatura española contemporánea, afirmaba que el realismo se había convertido en una «pesadilla estética» de puro obligatorio y mecanizado, poniendo así en entredicho la asociación que venía haciéndose desde hacía más de una década entre progresismo ideológico (es decir, antifranquismo) y estética realista. Parafraseando a Antonio Machado, Vázquez Montalbán escribía que «cuando una “pesadilla estética” se hace insoportable es señal inequívoca de que se anuncia un cambio». La expresión la había acuñado el autor de Juan de Mairena en su fallido discurso de ingreso en la Academia de la Lengua. La elección de Vázquez Montalbán era todo menos inocente en cuanto a la fuente de autoridad, puesto que la figura de Machado había adquirido un halo legendario para los escritores llamados «sociales». Además del hito que significó para toda una generación el homenaje en Colliure de 1959, a los cuatro lustros de la muerte de Machado, donde se fraguaba la antología Veinte años de poesía española con la que José María Castellet (aparte de ningunear al «esteticista» Juan Ramón Jiménez) daba a conocer los nombres de Ángel González, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, José Ángel Valente o Carlos Barral.
De Machado Vázquez Montalbán tomó también la idea de una «nueva sentimentalidad», una noción que desarrollaba en Crónica sentimental de España, que se publicó en libro en 1971, pero cuya primera versión había visto la luz como reportaje en los meses de septiembre y octubre de 1969 en la influyente revista Triunfo, donde el escritor lograría sus primeros laureles como periodista. «Mi crónica tuvo el valor de ser la primera muestra de una promoción de escritores y artistas treintañeros que empezaban a tener memoria», iba a declarar posteriormente. Y en efecto, la memoria, o más precisamente, la recuperación de la memoria popular bajo el franquismo revestía, en manos de Montalbán, una dimensión crítica, dado que ese tipo de cultura (las canciones populares, el fútbol o el cine) había tenido la virtud de ser una modesta panacea y, en cierto modo, una bolsa de resistencia para las clases bajas ante la iniquidad del régimen y el lenguaje de su propaganda oficial.
Es así que Vázquez Montalbán en los textos que configuraron su «crónica», al igual que en el que fue su primer poemario Una educación sentimental o en un libro inclasificable como Manifiesto subnormal (donde mezclaba la poesía, la narración y el ensayo), acertó como pocos a dar el tono de la entonces joven intelectualidad española y de la nueva «sentimentalidad colectiva» -como él mismo quiso llamarla- de una parte del país: el desfase entre el régimen franquista y la realidad social, donde ya existía una sociedad civil cada vez más abierta y receptiva a las novedades que llegaban de Europa, el novedoso interés de los poetas y novelistas jóvenes por las formas de la cultura popular, desde la pop foránea hasta la folclórica autóctona, un talante intelectual no necesariamente reñido con la ironía (o el humor subversivo) y la constatación crítica del envaramiento y la esterilidad a los que habían llegado muchos sectores literarios y culturales que provenían de la experiencia directa de la posguerra y de la época de la autarquía. Tampoco eran las mismas las condiciones materiales (el nivel de vida o los hábitos de consumo) de una sociedad que había experimentado los cambios del «desarrollismo» de los sesenta y que, por esa razón, estaba dejando rápidamente obsoleto el registro y la perspectiva de los escritores sociales del 50. Su juicio sobre la literatura social podía no ser tan condenatorio como el de autores entonces jovencísimos como Pere Gimferrer o Javier Marías, pero sus críticas no sentaron bien a la izquierda más tradicional, o «cejijunta». «Creo en la revolución, con una condición: la libertad de expresión», escribió. Y muchos años después diría también: «Me descalificaron hasta el punto de descubrir ramalazos fascistas [en mis escritos]».
En la obra y el discurso de Manuel Vázquez Montalbán se hacía patente la voluntad de revalorizar una estética de vanguardia a la vez que una búsqueda de nuevos vehículos verbales para la crítica al régimen franquista, esto es, encontrar nuevos modos de escritura alejados de la añeja ortodoxia de la literatura social, consciente como era del agotamiento de las fórmulas realistas convencionales y de la necesidad de dar cauce a la expresión crítica de manera distinta a como se había hecho hasta aquel momento. Vázquez Montalbán nunca renunció al prurito de la crítica social –y nunca lo haría, ni mientras duró la Transición ni ya en democracia, ni bajo Pujol ni en tiempos del aznarato-, pero sus pretensiones estaban tamizadas por una ironía inimaginable anteriormente. Así en su graciosa jibarización de una de las más célebres consignas de la poesía social: que pasaba de ser un «arma cargada de futuro» a verse reducida a un «modesto tirachinas» -la metáfora de la poesía como arma provenía de un verso de Gabriel Celaya y se había convertido en símbolo y consigna de la poesía social que condensaba la concepción instrumental de la literatura como herramienta al servicio de la transformación política-: una ocurrencia con la que exhibía un relativizador (y lúcido) escepticismo con respecto a la función social de la poesía, y en un sentido amplio la literatura, y su capacidad real de transformar la sociedad.
De esas ideas se iba a hacer eco José María Castellet, antiguo valedor del realismo crítico, en el prólogo a Nueve novísimos poetas españoles, la antología con la que se quiso ratificar la defunción de la poesía social. En aquella nómina de poetas figuraba el nombre de Manuel Vázquez Montalbán, una elección que podía chocar junto a las de Gimferrer, Leopoldo María Panero, o Félix de Azúa, por citar sólo tres de los nombres que allí se dieron cita. Menos si se piensa en lo dicho sobre su voluntad de legitimar la vanguardia como forma de antifranquismo, o si se coteja la «poética» que escribió para esa polémica antología de 1970 con la de alguien aparentemente tan distinto como Azúa, porque ambas rebosan, en igual medida, de lucidez, ironía insumisa, conciencia parademocrática (en un país que todavía no lo era), y una visión de lo literario emancipada de imposiciones ideológicas o políticas.
Las reflexiones de Vázquez Montalbán que encontramos en esa citada «poética», o en los pasajes ensayísticos de Manifiesto subnormal, al encarar la coyuntura literaria de la época son pertinentes en especial por su compromiso político de entonces con el comunismo. No sólo era el «novísimo» castelletiano, sino, posiblemente de toda su generación, el escritor que más a las claras presentaba una continuidad con las actitudes y posicionamientos de los poetas y novelistas sociales: la asunción militante del marxismo y la convicción de la necesidad de incorporar a la obra literaria elementos de crítica social y política. Y así declaraba en una entrevista de 1970: «Yo llegué a concebir la literatura como instrumento de combate».
En efecto, Vázquez Montalbán partía de una estructura ideológica marxista y una afinidad inicial con los presupuestos estéticos que aquella defendía. Esas posturas políticamente comprometidas no las abandonó jamás a lo largo de su carrera, y resultarían en una obra que quiso ser testigo crítico de la realidad de su época y en una actitud intelectual que dejó amplia huella. La idea de la revolución perviviría siempre en él como mito reconfortante y nostálgico, más que como posibilidad real frustrada (esa ciudad ideal que en sus poemas simboliza Praga, la utopía del «socialismo de rostro humano»). Y su talante genuinamente de izquierdas se manifestó en lo bueno y en lo malo: lo mejor, la vibración ética a la que tradicionalmente han apuntado los más nobles ideales de la izquierda; lo peor, la asunción de determinadas posturas bastante discutibles –como, por ejemplo, la simpatía, en sus últimos años, por la revolución zapatista del subcomandante Marcos-. En cualquier caso, lo que queda cada vez más claro con el discurrir del tiempo es que en él latió siempre una pulsión democrática en su acercamiento a la cultura y a la literatura. Una pulsión que se hizo evidente por primera vez en ese momento de encrucijada que fue el de la famosa «crisis del realismo», que tanto sigue aún dando que hablar, el de la pérdida progresiva de legitimidad de la literatura social, cuando lo social, o lo político, por sí sólo, comienza a dejar de ser un valor legitimador de lo literario. Vázquez Montalbán fue uno de los primeros en emprender la deconstrucción de la proyectada «ciudad socialista» y sentar los primeros cimientos de una «ciudad democrática» que estaba aún por venir. No es casualidad que uno de sus mejores ensayos se titule La literatura en la construcción de la ciudad democrática, porque él fue uno de los que ayudaron a recuperar esa «razón democrática» -la expresión es suya- que en España había quedado interrumpida por la Guerra Civil y la larga noche franquista.