Novela

‘Las chicas’ que mataron a Sharon Tate

Por Albanie Casswell.

Sin título-4Dicen que la buena literatura se distingue de la mediocre por su generosidad. Y yo no sé si esto es un buen libro, pero lo que puedo decir con total seguridad es que es generoso. Que Emma Cline es generosa. Que estas trescientas y pico páginas pueden leerse desde muchos ojos, a muchos ritmos, de muchas formas, que permite muchas interpretaciones. Una historia para muchos lectores.

Al empezar su lectura, reticentes por su éxito y popularidad, podemos pensar que ésta es otra versión de lo ocurrido sobre el caso de Charles Manson en California. Pero muy pronto empezaremos a sentirnos incómodos, comenzaremos a tener la amarga sensación de que Russell (la personificación de Manson en la novela) es un decorado, de que su silueta es aquí depurada, casi espectral, un ente que aparece y desaparece intermitentemente, y del que, aparte de llevar patillas pintadas, no sabemos nada. Cline nos ahorra toda explicación sobre la ideología de ese hombre que aún hoy vemos encerrado en la cárcel, con su esvástica pintada en la frente. Jamás se menciona nada acerca de su obsesión por ser más famoso que The Beatles (aunque se hable de su música y del delirio por conseguir un contrato con la firma discográfica de Mitch), tampoco salta a la vista su versión del apocalipsis a manos de los negros. Nadie que lea esta historia bajo la ignorancia de lo sucedido, podrá imaginar algo más allá de una comuna hippy en busca del amor libre, enferma de un gurú chalado y manipulador, pero sobre todo, enferma de sí misma.

Nos preguntaremos ¿por qué? ¿Por qué hablar de una historia sin hablar realmente de ella? Dejar al margen a Manson significa descentralizar su figura y regalar este libro a quien verdaderamente pertenece, es decir, a ‘Las Chicas’. Aquí un libro plagado de mujeres, aquí un libro en el que los cinco, seis o siete hombres que aparecen no son más que aire, algo difuminado, que existe sólo por la relación que establece con las chicas y no tiene, en realidad, cuerpo propio. Ni importancia. Hombres-excusa que sirven para poblar, en algunos puntos, la mente de las protagonistas, quienes los juzgan y los valoran, los diseccionan y se los apropian. Ni siquiera Evie focaliza sus deseos hacía el ser masculino; se los folla, sí, pero la mirada de Suzanne es mucho más penetrante y evocadora, contiene mucho más placer y obsesión.

Ésta podría ser la historia de una sumisión, y sin embargo, y a pesar de la devoción hacía Russell, nos da la sensación de que en el fondo la figura masculina podría ser intercambiable, podría ocurrir que ‘Las Chicas’ sólo necesitaran creer en ‘algo’ porque sus vidas han sido un cúmulo de pequeñas decepciones. En estas letras ellas son culpables, y eso es importante; el poder de matar siempre ha pertenecido al hombre, romper con esa idea significa, de algún modo, empoderar a la mujer, romper con sus obligaciones (cuidar de, sanar de, amamantar = dar vida frente al quitar vida). Madres que abandonan a sus niños con costras en las rodillas y pañales sucios, madres que matan a otra mujeres y bebés. Es escalofriante, sí, horrible. Cosas que no van ligadas a la mujer (frágil, necesitada de cuidado, incapaz físicamente, sólo sirvienta y esclava, siempre víctima), porque la guerra es de los hombres, porque ellos tienen la fuerza y la frialdad, porque durante toda la historia de la humanidad el poder de quitar vidas o perdonarlas ha sido su privilegio y nuestra derrota.

Emma Cline lo sabe, y sabe también que, aunque nos cuesta imaginarlo, hay homicidios cometidos por manos femeninas, y eso, a pesar de ser horrible/detestable, debe ser horrible/detestable de igual forma que lo es en los hombres, y nunca más por ser mujer, o nunca invisibilizado por el mismo motivo. La autora nos otorga poder para igualarnos, en un contexto algo macabro, pero, sin duda, necesario.

<<En todos los libros lo pintan como si los hombres obligaran a las chicas a hacerlo. No era verdad, no siempre. Suzanne blandía la Polaroid como un arma. Incitaba a los hombres a bajarse los pantalones. A exponer sus penes, frágiles y desnudos en oscuros nidos de pelo. Los hombres sonríen con timidez en las fotos, palidecidos por el flash culpable, todo pelo y ojos humedecidos y animales>> (pp.181)

<<Chicas que escupían en el suelo como perros rabiosos y se dejaban caer cuando la policía intentaba esposarlas. Había una dignidad demente en su resistencia: ninguna de ellas se echó a correr. Incluso al final, las chicas habían sido más fuertes que Russell.>> (pp.334)

Pero hay más. Cline no sólo empodera a la mujer en el sentido más malvado, sino que reflexiona sobre muchas de las cuestiones sociales que bailotean alrededor del sexo femenino. La utilización del personaje de Evie adulta, la cual comparte la voz narrativa junto a Evie joven – y a veces el lector no puede distinguir quién habla, ni si eso pertenece al recuerdo o al olvido –, es un recurso maravilloso para crear distancia y poder hablar de la adolescencia de un modo astutamente adulto, de una forma que incomodaría a cualquier chiquillo o chiquilla de catorce años. La vulnerabilidad, el miedo y, sobre todo, el papel con el que se supone que una niña a las puertas de su adolescencia debe vestir, es diseccionado de una forma tan real como dolorosa porque todas (absolutamente) nos reconoceremos en algunos de esos puntos y nos avergonzaremos de ello, y sin embargo es clave hablar con la crudeza suficiente, como para que la evolución de Evie sea más plausible. Y en su evolución como persona también existe una evolución como mujer, un paso incauto y trémulo de la timidez que caracteriza a la fémina de las películas clásicas norteamericanas, al total descaro.

Y es desde ese descaro dónde la autora se permite, en algunos puntos, retratar también la violencia que ejercen los hombres hacía nuestros cuerpos y mentes, no desde una perspectiva victimista, sino como algo que ocurre (Evie sintiéndose incómoda, aunque no asustada, del primer hombre que la lleva en coche tras fugarse de casa su padre, del cual consigue mofarse, o las últimas referencias hacía personajes masculinos anónimos, desconocidos intentando meternos mano) y que, como mujer, nos oprime.

Éste, un fragmento lleno de ironía, de un tono burlón y crítico:

<<Pobre Sasha. Pobres chicas. El mundo las engorda con la promesa del amor. Cuánto lo necesitan, y qué poco recibirán jamás la mayoría de ellas. Las canciones pop empalagosas, los vestidos descritos en los catálogos con palabras como “atardecer” o “París”. Y luego les arrebatan sus sueños con una fuerza violentísima; la mano tirando de los botones de los vaqueros, nadie mirando al hombre que grita a su novia en el autobús.>> (pp.144).

‘Las Chicas’ es un libro necesario, brillante y repleto de escondrijos simbólicos y un finísimo análisis sobre quiénes somos los seres humanos, sobre nuestros deseos y pesares. Algo que a la gran pantalla se convertirá, probablemente, en una simple historia con inicio, nudo y desenlace, una de esas obras que al perdernos entre sus páginas sabremos que es mucho, muchísimo más que su (aún futura) película.  

<<Habíamos estado con hombres, les habíamos dejado hacer lo que querían, pero no conocerían jamás las partes de nosotras que les ocultábamos: nunca percibirían esa carencia ni sabrían siquiera que había algo más que deberían estar buscando>> (pp.329)

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