Una «Bernarda Alba» desolada, según Santiago Meléndez
Por Horacio Otheguy Riveira
Una puesta en escena austera que se apoya exclusivamente en sus intérpretes, presenta un mundo de mujeres vestidas de negro con unas pocas sillas por toda compañía. El trágico desencuentro de seres condenados a la soledad y el tormento, como monjas de un convento secular, se sostiene por el intenso dramatismo de un texto que ya es un clásico del siglo XX. Esta compañía aporta una visión diferente ante la soledad de la propia madre terrible, también ella víctima de las circunstancias.
Federico García Lorca finalizó La casa de Bernarda Alba en junio de 1936, un mes antes del comienzo de la guerra civil española, y dos meses antes de ser asesinado. Pronto se estrenó con éxito en Argentina, México, Colombia y poco a poco en países de muy diversas lenguas. La tragedia de mujeres atrapadas por una sociedad cerril, machista y presidida por el retorcido beaterío español tuvo ecos internacionales, propios de las obras maestras de la historia del teatro universal.
El localismo aparente del mundo andaluz de una familia de mujeres tras la muerte del padre se dramatiza en torno a la sexualidad exuberante de jóvenes que tienen prohibido todo alcance placentero con hombres, perfectamente simbolizado en el personaje ausente de escena pero omnipresente durante toda la función: Pepe el Romano, que en la gran película de Mario Camus con Irene Gutiérrez Caba, se veía cual gallarda silueta a través de los barrotes de una de las ventanas de la casona.
Es una obra de la que se han hecho infinitas versiones, incluidas varias en danza contemporánea. Bajo la dictadura franquista el autor fue materia prohibida, pero hubo dos representaciones de las que se habló mucho en círculos restringidos. Una en 1950, por el Teatro de Ensayo La Carátula, y en 1964, montada por el director de cine Juan Antonio Bardem, destacando en su reparto Cándida Losada, Julieta Serrano y Alicia Hermida. Pero es en 1976, ya en democracia, cuando un gran reparto comparte la singular experiencia de una Bernarda interpretada por un hombre, el gran Ismael Merlo imponía dureza y virilidad sin el menor atisbo de aires femeninos.
El director Santiago Meléndez ha realizado su cuarta incursión en el mundo lorquiano, después de ocuparse de tres obras muy distintas entre sí, cada una con una complejidad diferente: Así que pasen cinco años (1986), Yerma (1992) y Sonetos del Amor Oscuro (2008). No he tenido ocasión de ver esas funciones, de manera que entro en esta dinámica sin antecedentes ni prejuicio alguno, después de ver muchas otras Bernardas, y tener la mía propia, aunque abierta a modificaciones constantes, entre otros motivos porque el genio de Federico se permitía confiar tan intensa y libremente en su dominio de diálogos y situaciones dramáticas que su texto apenas tiene acotaciones, de manera que la imaginación de los directores resulta plausible y, más allá de aciertos y desacuerdos, toda creatividad es poca para abordar una obra de tan extraordinario vigor.
En esta ocasión la puesta en escena resulta muy limpia de aportes personales, confabulándose Meléndez con el autor en una confianza absoluta en la palabra expuesta y en la difícil exposición a su vez de las actrices: «La luz y el espacio sonoro como elementos fundamentales, un decorado casi desnudo representando la aridez y la descomposición de un mundo que se resquebraja, pero sobre todo un trabajo de actrices, de miradas, silencios y tiempos suspendidos. He querido confiar la obra al trabajo de las actrices, mostrando los miedos, las dudas, los rencores y las miserias de una familia en la que luchan la tradición y un ambiente opresivo, lleno de recelos e insatisfacciones contra nuevos vientos de lucha y rebeldía. Mi gratitud a todo el equipo que ha hecho posible ésta Bernarda en tiempos duros, difíciles y que ha afrontado con una ilusión y un entusiasmo emocionantes».
Lo más interesante del resultado final es el espíritu solidario del reparto, su ánimo coral en el que ninguna de las hijas destaca por encima de las otras, formando un cuerpo de lucha abierta y deseos contrariados, un grupo de muchachas aterrorizadas ante la posibilidad de no salir «de este infierno», impotentes y por eso mismo dispuestas a todo.
Al frente de todas ellas, la sobriedad y angustia solapada de Bernarda Alba está muy bien encarada por María José Moreno, mientras Rosa Lasierra le da la réplica como la veterana criada Poncia, una y otra vez humillada por su ama. Ambas confluyen en lo esencial de esta mirada escénica, pues padecen por igual las limitaciones de la vida social y económica que les toca vivir.
El dulce delirio de la anciana madre de Bernarda Alba es el único reposo en el trágico panorama, y Pilar Doce asume texto y movimiento como parte de una coreografía celestial, a la que poco le falta para echarse a volar en completa libertad, como el propio personaje desea.
El impactante final de la obra cuenta con una imagen muy distinta a cuantas he visto, y realza una concepción de gran ternura, cercana a aquella que protagonizó la gran María Jesús Valdés en 1998, secándose el sudor de sus pechos vencidos, mientras una trapecista desnuda deambulaba por los asfixiantes aires de la casona. En esta Bernarda Alba de Meléndez se encuentra otra posibilidad, exenta de toda sensualidad, aunque abundante en la comprensión de la penuria de una señora a la que todo se le viene en contra y es jefa de prisión y prisionera ad infinitum.
Después del breve monólogo final es donde María José Moreno y Santiago Meléndez unen fuerzas y dan una última imagen de desamparo, que redondea con energía todo el espectáculo.
Bernarda: ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas.
Martirio: Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.
Bernarda: Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!
Ayudante de dirección: Lara Meléndez
Intérpretes: María José Moreno, Rosa Lasierra, Ana García, Inma Oliver, Irene Alquezar, Gema Cruz, Minerva Arbués, Pilar Doce, Yolanda Blanco, Ana Pérez de Saracho, Sonia Lanuza
Diseño iluminación: Fernando Medel
Música y Espacio sonoro: Gustavo Jiménez
Vestuario: Miguel Ángel Vozmediano
Fotografía: Gabriel Latorre (Galagar)
Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa. Hasta el 30 de octubre 2016.